El que decidió soñar para todos El que decidió soñar para todos
(Provincia de
Buenos Aires)
en 1911, hijo de
inmigrantes italianos, Ernesto
Sábato concluyó su
vida casi centenaria convertido
en una “figura tutelar”
o “consular” de la literatura
argentina, tanto por
su edad como por la repercusión
nacional e internacional
de su obra. Para los
más jóvenes fue sinónimo
de búsquedas existenciales
e intensidad creadora. La
peregrinación (nunca más
adecuada la metáfora) a
su casa de Santos Lugares,
hoy museo, se convirtió
en un itinerario tópico para
estudiantes y aspirantes
a escritores. Incluso sus libros
tardíos ( Antes del fin ,
La resistencia ), que combinan
el testimonio, la autobiografía
y la exhortación,
pasaron a ser para muchos
de ellos “textos de cabecera”.
En sus últimas y ya escasas
presentaciones públicas,
fueron oyentes mayoritarios
que, sin temer
las incomodidades, cuando
ya no quedaban asientos,
se sentaban en el suelo
para escucharlo, apoyados
sobre sus mochilas.
El impacto que Sábato
ejercía sobre las nuevas generaciones
no solo no desapareció
a medida que iba
envejeciendo sino que pareció
incrementarse. Lejos
de verlo como una estatua
inmovilizada en el panteón
de los ilustres, se identificaban
con sus personajes,
respondían a ese núcleo
adolescente –obstinado,
desmedido, refractario
a concesiones, codicioso
de totalidad– que subsistió,
irreductible, en su larga
aventura literaria como
narrador y como ensayista.
Los escritores que ocuparon
de manera más visible
el espacio de la “vanguardia”
en los años ochenta
y noventa del siglo XX
no solían, en cambio, reconocer
su obra como antecedente
válido ni lo consideraban
un miembro supérstite
de esa clase de artistas
que rompen o desvían los
cánones vigentes para buscar
nuevas formas de expresión
(y también, de conocimiento).
Ejemplo notorio
de esa actitud es César
Aira, que en su Diccionario
de autores latinoamericanos
dedica a Sabato
un artículo displicente. Sin
abordar la problemática de
su obra, destaca su “robusto
sentido común” e “ideas
convencionales”. Sin embargo,
el ingreso del autor
de El túnel en el campo de
la novela ocurre bajo el signo
de la ruptura, la utopía,
la rebeldía. Ruptura, en
primer lugar, con las formas
consolidadas, más o
menos cómodas o previsibles,
de una carrera científica.
Su tránsito de la ciencia
a la literatura (mundos
considerados incompatibles
por el cerrado ambiente
académico de las “ciencias
duras” en aquel entonces)
causó perplejidad y rechazo,
tanto como si una
honesta ama de casa decidiera,
de pronto, entregarse
a las drogas y a la prostitución,
según diría Sabato
años después con eficaz
sarcasmo.
Ruptura, en segundo lugar,
con las formas amables
y las “buenas costumbres”
literarias. París, meca
científica, Ciudad Luz,
foco de la razón y sede del
Instituto Curie, donde Sabato
trabajaba en 1938 como
becario distinguido, le
muestra pronto su reverso
oscuro: el mundo nocturno
de caves , poblado de
iconoclastas, frecuentado
por surrealistas y dadaístas:
André Breton, Tristan
Tzara, Marcel Ferry, el
pintor Domínguez, se dan
cita en esos espacios donde
se desarman las palabras,
se componen cadáveres
exquisitos y las especulaciones
metafísicas se
subsumen en la deriva hacia
mundos oníricos. Por
esa puerta falsa —camuflada
bajo las nítidas y respetables
apariencias del día—
Sabato ingresa en las ambigüedades
de la ficción. En
esa época escribe un relato
inconcluso que publicaría
luego la revista Sur : “
La fuente muda” , anticipación
de Sobre héroes y
tumbas .
él mismo, por cierto,
haría luego fuertes críticas
al surrealismo, pero sobre
todo por lo que encontraba
en él de pose, de hueca
retórica del escándalo
y de traición a sus propios
principios. Así, echa en cara
a ciertos artistas del movimiento
que sus obras se
mantengan muy por debajo
de sus pretensiones teóricas
y que su actitud vital
no alcance la radicalidad
salvaje —o la autenticidad—
que la nueva “moral
de los instintos y del sueño”
hubiera exigido. En su primer
libro de ensayos ( Uno
y el universo , 1945) denuncia
los decepcionantes resultados
de la “escritura
automática”. En “El escritor
y sus fantasmas” se encarniza
contra los aspectos
dogmáticos y académicos
de un movimiento que
pierde su carácter genuinamente
revulsivo al convertirse
en “escuela”, en
un nuevo academicismo, y
que acompaña la “falsificación
de fondo” con “pomposidad
en las formas”;
“auténticos desesperados –
dice— como mi amigo Breton,
fueron escasos”. Sin
embargo, no deja de admitir
que, en su impulso inicial,
el surrealismo implicó
un quiebre y una liberación
(continuadora de la liberación
romántica) tanto
de la cárcel racionalista como
de la cárcel esteticista,
para enfrentar, con renovados
medios expresivos, “el
replanteo de la condición
humana”. Ahí halla el nexo
entre surrealismo y existencialismo,
que se entrelazan
en sus ficciones.
Sabato cuestiona a Occidente
desde su periferia
post-colonial, y exhibe
la crisis de la modernidad.
Si bien recupera la modernidad
estética que arranca
en la insurrección romántica
para desembocar en
el surrealismo, realiza una
compleja crítica de la modernidad
como ilustración
racionalista y logocéntrica
que termina instalando el
“reino de la cantidad”. Se
anticipa también a la sensibilidad
post-moderna en
su rescate de lo híbrido, en
su captación fina de las tensiones
crecientes y las asimetrías
del mundo globalizado.
Y anuncia las nuevas
estéticas del deseo y la trasgresión
(Baudrillard, Lyotard),
buscando superar las
antinomias planteadas por
el paradigma occidental del
conocimiento, que ha deshumanizado
–sostiene–
una civilización regida por
parámetros racionalistas y
economicistas.
Sus héroes masculinos:
nictálopes, exploradores
de la noche y la profundidad
(sobre todo el emblemático
Fernando Vidal Olmos),
aterrorizados ante su
cuerpo y sus deseos, inermes
frente al misterio de
lo femenino concebido como
tierra incógnita y erizada
de peligros, muestran y
ponen en juego, en el plano
simbólico, las insostenibles
limitaciones de la
visión logocéntrica y falocéntrica,
que en algún momento
estalla para devorar
a sus propios creadores. Si
los ensayos de Sabato (como
los recogidos en Heterodoxia
sobre lo masculino
y lo femenino) muchas veces
simplifican esta cuestión
y terminan cayendo
en las mismas divisiones
que denuncian, las novelas
van más lejos: se abren hacia
la multiplicidad de sentidos,
hacia la ambigüedad
y la ambivalencia, exceden
los esquemas. Allí está, como
bien lo sabía él mismo,
lo más potente (y visionario)
de su talento creador.
El arte, en suma, es para
Sabato una expuesta y riesgosa
posición de vanguardia.
Una avanzada en el territorio
de lo aún ignoto, un
“ir más allá” (como lo señala
la etimología de la palabra
“transgresión”), el cruce
de un umbral prohibido
o clausurado. La ambición
de una mirada total sobre
la realidad atraviesa su literatura
y llega a una cumbre
en “Sobre héroes y tumbas”
(1961), la más famosa de
sus novelas, considerada
uno de los clásicos hispanoamericanos
del siglo XX.
La poética sabatiana dibuja
fabulosos subsuelos
que son el teatro del “sueño
de la razón”, cuando engendra
monstruos, y también
una galería del horror
nacional. Las cabezas cortadas
como la fruta madura
que comienza a pudrirse,
el cuerpo descompuesto
de Juan Galo de Lavalle,
héroe de la Independencia
y guerrero fratricida que
huye hacia el Norte, perseguido
y también penitente,
son asimismo las metáforas
de una patria que pareciera
haber estado, siempre,
en estado convulsivo,
que nunca ha llegado a
fundarse verdaderamente,
porque no termina de tomar
conciencia de sí misma.
Las sombras de la historia
argentina y latinoamericana,
los desplazados
y los excluidos, los derrotados
y los subalternos, se
cruzan en el mapa social y
temporal de este relato con
la indagación de lo negado
y descartado por la razón
occidental y sus cruzadas
civilizadoras o domesticadoras.
Tememos lo que
no conocemos ni queremos
conocer. Los prejuicios nos
bloquean y enceguecen.
En cualquier caso, en cualquier
plano, es necesario
asumir el lado oscuro u oscurecido,
por alto que sea
el costo, para lograr alguna
forma de (re) integración.
Por otro lado, el amor-pasión
de Martín y Alejandra
puede abrir otro acceso
revelador a una dimensión
absoluta, y la “metafísica
de la esperanza”, contra
todo y a pesar de todo,
confiere sentido al absurdo
en la lucha cotidiana de
sus héroes anónimos (Hortensia
Paz) y el pasado perdido
se vuelve una dimensión
utópica que ilumina
el futuro desde la memoria
(Tito D’Arcángelo). La ficción
es la llave que abre el
acceso a esos planos y esos
mundos (diurno y nocturno,
superior e inferior, pasado
y presente, natural,
sobrenatural, fantástico),
ensamblándolos en una
prodigiosa conexión.
Los artistas, creía Sábato,
son los que “sueñan
el sueño colectivo, expresando
no solo sus ansiedades
personales sino las
de la humanidad entera …
Esos sueños pueden incluso
ser espantosos, como en
un Lautreamont o un Sade.
Pero son sagrados. Y sirven
porque son espantosos”, se
dice en Abaddón el exterminador
. “Son los que sueñan
por los demás. Están
condenados, entendé bien,
¡condenados! –casi gritó–
a revelar los infiernos”; “…
el escritor sueña por la comunidad.
Una especie de
sueño colectivo. Una comunidad
que impidiera las
ficciones correría gravísimos
riesgos”.
Sábato fue distinguido
con el Premio Cervantes,
el Gabriela Mistral y el Premio
Jerusalén, entre otros.
Su persona y su obra, su actuación
pública, fueron relevantes
a lo largo de más
de seis décadas en la vida
cultural y política argentina.
Pero de todas sus batallas
y entre todos los roles
que eligió cumplir, o que
otros le asignaron, prefiero
pensarlo como el que quiso
situarse a la vanguardia, en
la desprotección de la intemperie,
y ponerse a soñar
para todos.
Más allá del intelectual,
del personaje que tantos
llamaron maestro, hubo
antes que nada un creador
que supo entregarse a
las contradicciones y paradojas
de la existencia. Un
hombre, tan aterrado y fascinado
como sus héroes
novelescos, que esperaba
las revelaciones de la oscuridad
y las trascribía pacientemente,
en borradores
que consideró imperfectos
y que en algún momento
dejó de corregir. l