Dolar Oficial: - Dolar Blue:- Dolar CCL:- Dolar Bolsa: - Dolar Mayorista: -

EL LIBERAL . Viceversa

Cuentos de María Fabiana Calderari

23/07/2016 20:33 Viceversa
Escuchar:

Cuentos de María Fabiana Calderari Cuentos de María Fabiana Calderari

Desobediencia

Como si hubiese sido una premonición,

–aunque no creo en

el conocimiento que pueda tenerse

de hechos que no han sucedido...–

me ardía en un rincón

oculto de la nuca. Durante un

tiempo hube de recordar cómo

olvidarme del ardor, porque todo

mi cuerpo se mostró obediente a

las órdenes.

En las madrugadas, el horario

estaba enclavado en esa espantosa

estridencia, la cual fui odiando

hasta acostumbrarme. De tal modo,

que los ojos la sentían antes

de que sonara, y se abrían de repente.

O los brazos se extendían

desperezándose. Otras tantas veces

desperté ante un cuenco de

dedos que bruscamente echaba

un chorro de agua fría sobre un

rostro que pertenecía a un yo extraño

y adormilado.

En la radio, la misma voz grave

de las mañanas anunciaba una

temperatura mentirosa y mentía

también sobre el grado de humedad

que mojaba mi espalda aprisionada

al respaldo del asiento.

El buen día en la oficina sonaba

como un acto de misericordia

más que como una espontánea

amabilidad. Y la respuesta era

aún más parecida a la redención.

Sólo los viernes la gente recuperaba

una mueca de sonrisa.

Los pies subían. Los pies bajaban.

Las manos se ubicaban en

el mismo teclado que inventaba

las palabras. Y como si el día fuera

una sucesión de horas fugaces,

otra vez esa espantosa estridencia

a la que ya estaba acostumbrado.

Esa mañana algo había cambiado.

“Desobedece”. “Desobedece”.

“Desobedece”. Otra vez el ardor

de la nuca. Y me vi (o vi a ese otro

yo que le pertenecía a la premonición.

Cerrando el puño. Agrietando

la palma con las uñas. Lleno de

una fuerza brutal que provenía de

adentro, desde donde nos duelen

las humillaciones y las broncas).

Me sobresaltó la voz chillona del

jefe: “Che, flaquito, el Director pide

los papeles del archivo”, y supe

que los pies no querían moverse.

“¡Baja y traelos!”, agregó.

Bajé hasta el subsuelo, casi

arrastrando mi cuerpo. Tomé la

interminable pila de papeles. Subí

y subí, hasta que mis piernas

se desmoronaron y perdí el dominio.

Cayó mi cuerpo sobre un

colchón de papeles viejos (sin que

nadie me viera ni sintiera como

suena el cuerpo cuando no tiene

dueño). Quedé tendido sobre un

pavimento de mansedumbre.

De pronto, la mano derecha se

cerró, apretando fuerte las uñas

contra la palma, agrietándose.

“¡Qué haces!”, la increpé (aunque

ya sabía lo que iba a pasar). Tuve

miedo. La sostuve con firmeza, y

en ese temible forcejeo salí victorioso.

Casi dominada, pude morderla

con furia, provocar estrías

profundas, desgarros sangrientos.

El placer de sentirla lejos

de mí neutralizó el dolor y la rabia.

Finalmente, logré deshacerme

de ella.

Reconstruida, esa fuerza ajena,

convertida en puño amargo,

cobró vida propia. Lentamente,

con una lentitud irritante y misteriosa,

ese puño se dio vuelta, y

todo constreñido y rojizo, levantó

un dedo. El que había sido mi dedo,

ahora me insultaba. Satisfecho

y tan erguido, parecía el dedo

mayor de otro.l

------

El Encuentro

La garúa rebelde duró toda la

noche, al igual que su insomnio.

Las pequeñas gotas habían logrado

fundirse pacientemente en las

inmensas canaletas del techo vecino.

La torrentera que caía impetuosa

desembocaba en una endemoniada

lata dejada al descuido.

La estridencia casi lo había incitado

a la histeria.

Uberto, juez de buen nombre,

sobrellevaba esa amarga sensación

de afrontar las particiones

entre el éxito y el fracaso, lo favorable

y lo adverso. Era una costumbre

de su oficio.

Se aferró a la idea de soportar

un amanecer oscuro y prefirió

contemplar el sueño admirable

de aquella dama de hermosos

años que dormía plácida a su lado.

En aquel instante, no supo si

aborrecer el capricho de la vigilia

o lamentar la profundidad del

sueño vecino.

La ciénaga nocturna le recordó

que aún estaban intactas las

travesías de su nieto en el impermeable

gris de confección distinguida.

Reprochó tardíamente

su descuido. En la mañana se

debía conformar con su refinada

elegancia adornada con un paraguas.

Las primeras luces lo invitaron

a sus rutinas varoniles. Ya

en el baño, hizo cuanto pudo para

que sus hábitos no desquiciaran

la prolijidad obsesiva de su

mujer.

A tientas presentó su cansancio

a la concavidad del espejo.

Descubrió la autoridad de sus

arrugas en la sien surcada.

Había pasado toda su vida dedicada

al oficio de brindar justicia.

Se vanagloriaba del conocimiento

y buen desempeño de sus

funciones.

Comprendía el valor de la

adustez del ceño. Comprendía

también que una colección de antecedentes

no se arrincona en los

papeles ni justifican los sacrificios

íntimos. Ni la trivialidad de

los aduladores, que ven en esos

historiales, el compendio personal

de un ser humano.

El camarada apareció sorpresivamente.

Joven, envidiablemente

perspicaz. Imberbe y apasionado.

Los destellos de los ojos del

muchacho confundieron al juez.

Por momentos su cara se tornaba

familiar, pero el diálogo tan irreverente

trastornaba la búsqueda

genealógica.

Ambos evidenciaron atropellos

de conocimientos. El magistrado

quedó sugestionado con la

vehemencia del joven, quien se

permitió remozarle algunos principios

jurídicos. Al hombre le bastó

la verbosidad fresca del chico,

que continuaba retando su madurez

y su cansancio. La aguzada

dialéctica le devolvió la cordura.

La brocha y la rebeldía de la

espuma de la crema de afeitar se

aprovecharon de aquella meditación

inusual. Aún así, no ocultaron

la transfiguración. Era él. El

mismo de toda la vida, acechado

por las andadas del tiempo, pero

era él. El muchacho de las épocas

en las cuales los ideales eran fáciles

de sostener, porque se desconocían

las tórridas tentaciones de

la vida.

Cuando terminó de vestirse

la lluvia continuaba su cometido

inicial.

Su mujer despertó seducida

por el olor del café. —¿A dónde

vas tan temprano? —le preguntó,

con ronca voz.

—A estamparme contra el

viento —respondió él.l

Lo que debes saber
Lo más leído hoy