Cuentos de María Fabiana Calderari Cuentos de María Fabiana Calderari
Como si hubiese sido una premonición,
–aunque no creo en
el conocimiento que pueda tenerse
de hechos que no han sucedido...–
me ardía en un rincón
oculto de la nuca. Durante un
tiempo hube de recordar cómo
olvidarme del ardor, porque todo
mi cuerpo se mostró obediente a
las órdenes.
En las madrugadas, el horario
estaba enclavado en esa espantosa
estridencia, la cual fui odiando
hasta acostumbrarme. De tal modo,
que los ojos la sentían antes
de que sonara, y se abrían de repente.
O los brazos se extendían
desperezándose. Otras tantas veces
desperté ante un cuenco de
dedos que bruscamente echaba
un chorro de agua fría sobre un
rostro que pertenecía a un yo extraño
y adormilado.
En la radio, la misma voz grave
de las mañanas anunciaba una
temperatura mentirosa y mentía
también sobre el grado de humedad
que mojaba mi espalda aprisionada
al respaldo del asiento.
El buen día en la oficina sonaba
como un acto de misericordia
más que como una espontánea
amabilidad. Y la respuesta era
aún más parecida a la redención.
Sólo los viernes la gente recuperaba
una mueca de sonrisa.
Los pies subían. Los pies bajaban.
Las manos se ubicaban en
el mismo teclado que inventaba
las palabras. Y como si el día fuera
una sucesión de horas fugaces,
otra vez esa espantosa estridencia
a la que ya estaba acostumbrado.
Esa mañana algo había cambiado.
“Desobedece”. “Desobedece”.
“Desobedece”. Otra vez el ardor
de la nuca. Y me vi (o vi a ese otro
yo que le pertenecía a la premonición.
Cerrando el puño. Agrietando
la palma con las uñas. Lleno de
una fuerza brutal que provenía de
adentro, desde donde nos duelen
las humillaciones y las broncas).
Me sobresaltó la voz chillona del
jefe: “Che, flaquito, el Director pide
los papeles del archivo”, y supe
que los pies no querían moverse.
“¡Baja y traelos!”, agregó.
Bajé hasta el subsuelo, casi
arrastrando mi cuerpo. Tomé la
interminable pila de papeles. Subí
y subí, hasta que mis piernas
se desmoronaron y perdí el dominio.
Cayó mi cuerpo sobre un
colchón de papeles viejos (sin que
nadie me viera ni sintiera como
suena el cuerpo cuando no tiene
dueño). Quedé tendido sobre un
pavimento de mansedumbre.
De pronto, la mano derecha se
cerró, apretando fuerte las uñas
contra la palma, agrietándose.
“¡Qué haces!”, la increpé (aunque
ya sabía lo que iba a pasar). Tuve
miedo. La sostuve con firmeza, y
en ese temible forcejeo salí victorioso.
Casi dominada, pude morderla
con furia, provocar estrías
profundas, desgarros sangrientos.
El placer de sentirla lejos
de mí neutralizó el dolor y la rabia.
Finalmente, logré deshacerme
de ella.
Reconstruida, esa fuerza ajena,
convertida en puño amargo,
cobró vida propia. Lentamente,
con una lentitud irritante y misteriosa,
ese puño se dio vuelta, y
todo constreñido y rojizo, levantó
un dedo. El que había sido mi dedo,
ahora me insultaba. Satisfecho
y tan erguido, parecía el dedo
mayor de otro.l
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El Encuentro
La garúa rebelde duró toda lanoche, al igual que su insomnio.
Las pequeñas gotas habían logrado
fundirse pacientemente en las
inmensas canaletas del techo vecino.
La torrentera que caía impetuosa
desembocaba en una endemoniada
lata dejada al descuido.
La estridencia casi lo había incitado
a la histeria.
Uberto, juez de buen nombre,
sobrellevaba esa amarga sensación
de afrontar las particiones
entre el éxito y el fracaso, lo favorable
y lo adverso. Era una costumbre
de su oficio.
Se aferró a la idea de soportar
un amanecer oscuro y prefirió
contemplar el sueño admirable
de aquella dama de hermosos
años que dormía plácida a su lado.
En aquel instante, no supo si
aborrecer el capricho de la vigilia
o lamentar la profundidad del
sueño vecino.
La ciénaga nocturna le recordó
que aún estaban intactas las
travesías de su nieto en el impermeable
gris de confección distinguida.
Reprochó tardíamente
su descuido. En la mañana se
debía conformar con su refinada
elegancia adornada con un paraguas.
Las primeras luces lo invitaron
a sus rutinas varoniles. Ya
en el baño, hizo cuanto pudo para
que sus hábitos no desquiciaran
la prolijidad obsesiva de su
mujer.
A tientas presentó su cansancio
a la concavidad del espejo.
Descubrió la autoridad de sus
arrugas en la sien surcada.
Había pasado toda su vida dedicada
al oficio de brindar justicia.
Se vanagloriaba del conocimiento
y buen desempeño de sus
funciones.
Comprendía el valor de la
adustez del ceño. Comprendía
también que una colección de antecedentes
no se arrincona en los
papeles ni justifican los sacrificios
íntimos. Ni la trivialidad de
los aduladores, que ven en esos
historiales, el compendio personal
de un ser humano.
El camarada apareció sorpresivamente.
Joven, envidiablemente
perspicaz. Imberbe y apasionado.
Los destellos de los ojos del
muchacho confundieron al juez.
Por momentos su cara se tornaba
familiar, pero el diálogo tan irreverente
trastornaba la búsqueda
genealógica.
Ambos evidenciaron atropellos
de conocimientos. El magistrado
quedó sugestionado con la
vehemencia del joven, quien se
permitió remozarle algunos principios
jurídicos. Al hombre le bastó
la verbosidad fresca del chico,
que continuaba retando su madurez
y su cansancio. La aguzada
dialéctica le devolvió la cordura.
La brocha y la rebeldía de la
espuma de la crema de afeitar se
aprovecharon de aquella meditación
inusual. Aún así, no ocultaron
la transfiguración. Era él. El
mismo de toda la vida, acechado
por las andadas del tiempo, pero
era él. El muchacho de las épocas
en las cuales los ideales eran fáciles
de sostener, porque se desconocían
las tórridas tentaciones de
la vida.
Cuando terminó de vestirse
la lluvia continuaba su cometido
inicial.
Su mujer despertó seducida
por el olor del café. —¿A dónde
vas tan temprano? —le preguntó,
con ronca voz.
—A estamparme contra el
viento —respondió él.l