Dolar Oficial: - Dolar Blue:- Dolar CCL:- Dolar Bolsa: - Dolar Mayorista: -

EL LIBERAL . Viceversa

Microrrelatos de Juan Manuel Aragón

27/08/2016 17:08 Viceversa
Escuchar:

Microrrelatos de Juan Manuel Aragón Microrrelatos de Juan Manuel Aragón

Suficiente

Lo último que hicimos juntos fue repartirnos algunos

lugares de la ciudad. De la plaza, quedaron para vos todos

los bancos de la Avellaneda y la Libertad, los de la

Veinticuatro y la Independencia serían míos y el resto,

zona liberada, como dicen ahora, impropia e impunemente,

porque no es zona cualquier lugar.

Hubo algunos roces en la negociación por el mercado

Armonía y el parque. Vos querías todo el mercado y

la parte del parque donde estaba Chetosbar. Me pareció

excesivo por lo que también me tuviste que dar la placita

de las Chismosas, en la que a veces nos sentábamos a

conversar, antes de encarar una compra en el centro o,

muchas veces, a hablar nomás, sin un para qué.

Las heladerías también fueron un drama. Quedaron

las de la Avellaneda para allá, para vos y las de la Avellaneda

para aquí para mí, el resto decidimos que fueran

tierra de nadie.

La tristeza de los domingos a la tarde, cuando va terminando

el fin de semana, me la apropié íntegra yo y te

regalé la amargura de los lunes a la mañana, caminando

rumbo al trabajo.

No nos repartimos los suspiros ni las palabras de

amor, porque supusimos -con mucha razón- que los

usaríamos en otras felices oportunidades, lo mismo que

algunos mimos y caricias que sabíamos que serían repetidos.

Para ir a La Banda, vos tendrías que moverte por el

carretero, yo por el puente nuevo, no era cuestión de andar

cruzándonos por el camino. Hubo un chiste que no

te gustó: te dije qué bueno que hubiéramos sido una pareja

y no un trío porque no hay tres puentes para pasar el

río. No te reíste.

No alcanzamos a decidir para quién serían los buenos

recuerdos y para quién los malos, ya habías comenzado

de nuevo con aquellas peleas que terminaron con

ese amor, que en un tiempo había sido definitivo. Agarré

mi mochila y me fui.

Con lo que me tocaba tenía suficiente.

------------------------------------------------------------

Merengues

Final de la copa de Europa del 60 o del 60 y tantos.

Juegan el Real Madrid con el Bayer Munich,

en la capital española. Faltan tres minutos. Penal a

favor de los locales. El estadio estalla en una gran

ovación. ¿Quién lo va a tirar? Según el gallego Mario

Cerón, que todavía se acuerda como si hubiera

sido ayer, le toca a José Martínez, «Pirri», que

también jugaba en el combinado español. Va a tirar.

Pone la pelota en los doce pasos justos, que en

ese tiempo medía el árbitro. Si entra el balón, el

Real es campeón de Europa, si no, no. El jugador

mira al arquero. El arquero se inclina hacia adelante,

las piernas abiertas, las manos al costado.

Pirri hace uno, dos, tres, cuatro pasos para atrás.

En eso, pasa una mosca y el estadio la oye zumbar,

cómo será el silencio. Pirri toma carrera. Patea

con fuerza. Y le erra al arco. Dice Mario Cerón que

la pelota salió del estadio y fue a caer en cualquier

parte. Y se sintió clarito cómo ciento cincuenta mil

españoles en el Santiago Bernabeu y muchos más

prendidos a sus receptores de radio, mentaban a la

madre del jugador, a la abuela, a la bisuabuela, a la

tatarabuela y así, en una larga ristra hasta llegar al

tiempo de las cavernas. Los Merengues no saldrán

campeones de Europa ese año. ¿Culpa de quién?

De Pirri. Termina el partido y se le acercan los reporteros

para preguntarle qué ha pasado.

-Oiga, cómo va a errar un penal así- le dice uno.

¿Sabe qué respondió Pirri?

-Solamente erramos penales quienes los pateamos.

El gaita abre los ojitos y con esa tonada española

que todavía no ha perdido del todo, dice

-Venga, que cualquiera es torero cuando pasó la

corrida, pero hay que estar. Si tú lo haces mejor,

pues hazlo tú, tío.

Afuera del bar en el que tomamos un café, sigue

el temporalcito de los últimos días. Y Mario se

sonríe.

-------------------------------------------------------

Cri-cri

Cantaba la abuela, los últimos días. Qué canciones

serían, nadie lo sabía, porque ya no se le

entendía nada. Mientras ella fechaba su nacimiento

en el año siete, los bisnietos calculaban

que serían muchos más, porque, usted sabe, le decían

a los pocos que la visitaban, antes a los chicos

los anotaban tarde, a los años de nacidos recién.

Igual que los Acosta, que eran seis y el padre

los había inscrito en el Registro Civil a todos juntos.

Pero como no se acordaba la fecha de nacimiento

de cada uno, a los dos morochos los anotó

un año, a los dos blanquitos otro y otro a los

dos restantes que le habían salido ñatitos. Así que

tenía tres pares de mellizos nacidos en distintos

años, pero qué importaba, si todos iban a morir

pobres.

De vez en cuando aparecía uno por la casa y

cuando se enteraba de que la viejita estaba viva

todavía, sacaba cuentas de que también era pariente.

Entonces la ponían en la mecedora para

que contara de los tiempos de antes. Había que

gritarle, así que un nieto siempre tenía que oficiar

como de traductor, porque las visitas, ya se sabe,

no gritan. Pero los últimos años la abuela mezclaba

las generaciones, confundía a Juan Martín con

Martincito y a Martincito con Martincho. A la Rosa

le decía Rosita, a la Rosita Rositita y a la Rositita

decía que no la conocía, siendo que era la que

todos los santos días renegaba con la chata.

Y esa tarde, la viejita pidió que la sacaran a la

puerta de calle, que la pusieran en su mecedora, que

tenía ganas de ver la tarde, tan linda que estaba. Como

siempre, fue la Rositita la que molestó a los demás

bisnietos para que la ayudaran con la viejita.

Y ella, con una patita, movía la silla, cri-cri, para

adelante y para atrás. Cri-cri, para adelante y para

atrás. Cri-cri, para adelante y para atrás. Hasta que,

a la oracioncita, la mecedora dejó de hacer cri-cri. Y

todos supieron qué había pasado.

Lo que debes saber
Lo más leído hoy