Microrrelatos de Juan Manuel Aragón Microrrelatos de Juan Manuel Aragón
Lo último que hicimos juntos fue repartirnos algunos
lugares de la ciudad. De la plaza, quedaron para vos todos
los bancos de la Avellaneda y la Libertad, los de la
Veinticuatro y la Independencia serían míos y el resto,
zona liberada, como dicen ahora, impropia e impunemente,
porque no es zona cualquier lugar.
Hubo algunos roces en la negociación por el mercado
Armonía y el parque. Vos querías todo el mercado y
la parte del parque donde estaba Chetosbar. Me pareció
excesivo por lo que también me tuviste que dar la placita
de las Chismosas, en la que a veces nos sentábamos a
conversar, antes de encarar una compra en el centro o,
muchas veces, a hablar nomás, sin un para qué.
Las heladerías también fueron un drama. Quedaron
las de la Avellaneda para allá, para vos y las de la Avellaneda
para aquí para mí, el resto decidimos que fueran
tierra de nadie.
La tristeza de los domingos a la tarde, cuando va terminando
el fin de semana, me la apropié íntegra yo y te
regalé la amargura de los lunes a la mañana, caminando
rumbo al trabajo.
No nos repartimos los suspiros ni las palabras de
amor, porque supusimos -con mucha razón- que los
usaríamos en otras felices oportunidades, lo mismo que
algunos mimos y caricias que sabíamos que serían repetidos.
Para ir a La Banda, vos tendrías que moverte por el
carretero, yo por el puente nuevo, no era cuestión de andar
cruzándonos por el camino. Hubo un chiste que no
te gustó: te dije qué bueno que hubiéramos sido una pareja
y no un trío porque no hay tres puentes para pasar el
río. No te reíste.
No alcanzamos a decidir para quién serían los buenos
recuerdos y para quién los malos, ya habías comenzado
de nuevo con aquellas peleas que terminaron con
ese amor, que en un tiempo había sido definitivo. Agarré
mi mochila y me fui.
Con lo que me tocaba tenía suficiente.
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Merengues
Final de la copa de Europa del 60 o del 60 y tantos.
Juegan el Real Madrid con el Bayer Munich,
en la capital española. Faltan tres minutos. Penal a
favor de los locales. El estadio estalla en una gran
ovación. ¿Quién lo va a tirar? Según el gallego Mario
Cerón, que todavía se acuerda como si hubiera
sido ayer, le toca a José Martínez, «Pirri», que
también jugaba en el combinado español. Va a tirar.
Pone la pelota en los doce pasos justos, que en
ese tiempo medía el árbitro. Si entra el balón, el
Real es campeón de Europa, si no, no. El jugador
mira al arquero. El arquero se inclina hacia adelante,
las piernas abiertas, las manos al costado.
Pirri hace uno, dos, tres, cuatro pasos para atrás.
En eso, pasa una mosca y el estadio la oye zumbar,
cómo será el silencio. Pirri toma carrera. Patea
con fuerza. Y le erra al arco. Dice Mario Cerón que
la pelota salió del estadio y fue a caer en cualquier
parte. Y se sintió clarito cómo ciento cincuenta mil
españoles en el Santiago Bernabeu y muchos más
prendidos a sus receptores de radio, mentaban a la
madre del jugador, a la abuela, a la bisuabuela, a la
tatarabuela y así, en una larga ristra hasta llegar al
tiempo de las cavernas. Los Merengues no saldrán
campeones de Europa ese año. ¿Culpa de quién?
De Pirri. Termina el partido y se le acercan los reporteros
para preguntarle qué ha pasado.
-Oiga, cómo va a errar un penal así- le dice uno.
¿Sabe qué respondió Pirri?
-Solamente erramos penales quienes los pateamos.
El gaita abre los ojitos y con esa tonada española
que todavía no ha perdido del todo, dice
-Venga, que cualquiera es torero cuando pasó la
corrida, pero hay que estar. Si tú lo haces mejor,
pues hazlo tú, tío.
Afuera del bar en el que tomamos un café, sigue
el temporalcito de los últimos días. Y Mario se
sonríe.
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Cri-cri
Cantaba la abuela, los últimos días. Qué canciones
serían, nadie lo sabía, porque ya no se le
entendía nada. Mientras ella fechaba su nacimiento
en el año siete, los bisnietos calculaban
que serían muchos más, porque, usted sabe, le decían
a los pocos que la visitaban, antes a los chicos
los anotaban tarde, a los años de nacidos recién.
Igual que los Acosta, que eran seis y el padre
los había inscrito en el Registro Civil a todos juntos.
Pero como no se acordaba la fecha de nacimiento
de cada uno, a los dos morochos los anotó
un año, a los dos blanquitos otro y otro a los
dos restantes que le habían salido ñatitos. Así que
tenía tres pares de mellizos nacidos en distintos
años, pero qué importaba, si todos iban a morir
pobres.
De vez en cuando aparecía uno por la casa y
cuando se enteraba de que la viejita estaba viva
todavía, sacaba cuentas de que también era pariente.
Entonces la ponían en la mecedora para
que contara de los tiempos de antes. Había que
gritarle, así que un nieto siempre tenía que oficiar
como de traductor, porque las visitas, ya se sabe,
no gritan. Pero los últimos años la abuela mezclaba
las generaciones, confundía a Juan Martín con
Martincito y a Martincito con Martincho. A la Rosa
le decía Rosita, a la Rosita Rositita y a la Rositita
decía que no la conocía, siendo que era la que
todos los santos días renegaba con la chata.
Y esa tarde, la viejita pidió que la sacaran a la
puerta de calle, que la pusieran en su mecedora, que
tenía ganas de ver la tarde, tan linda que estaba. Como
siempre, fue la Rositita la que molestó a los demás
bisnietos para que la ayudaran con la viejita.
Y ella, con una patita, movía la silla, cri-cri, para
adelante y para atrás. Cri-cri, para adelante y para
atrás. Cri-cri, para adelante y para atrás. Hasta que,
a la oracioncita, la mecedora dejó de hacer cri-cri. Y
todos supieron qué había pasado.