Denzel Washington es uno de "Los Siete Magníficos"

Tras rodar "Día de Entrenamiento" (película por la que ganó un Oscar) y "El justiciero", Denzel Washington vuelve a ponerse a las órdenes del director Antoine Fuqua por tercera vez para esta nueva versión de "Los Siete Magníficos".

Antoine Fuqua ha vuelto a poner de moda las pistolas, las miradas desafiantes, los territorios indómitos y el calor sofocante con "Los siete magníficos", remake del clásico de 1960 de John Sturges que a su vez se basó en "Los siete samurais" de Akira Kurosawa.

Si en la versión de Sturges la historia tenía lugar en un pueblo de México cerca de la frontera con Estados Unidos, Fuqua ha trasladado esta vez el escenario del crimen a Rose Creek, un pueblo que vive el asedio sin escrúpulos del industrial Bartholomew Bogue y cuyos habitantes deciden plantarse con la ayuda de siete forajidos que no tienen nada que perder.

El líder indiscutible de la banda tiene el rostro de Denzel Washington, actor fetiche del director junto a Ethan Hawke, con los que trabajó en su cinta mejor valorada hasta la fecha.

Ahora bien, Washinton ha pasado de ejercer de policorrupto a convertirse en Sam Chisolm, el jefe de un grupo de hombres que pondrá en peligro sus vidas por defender las de unas familias desamparadas cuya portavoz es una viuda joven y valiente que busca justicia sin descartar la venganza (Haley Bennett).

Denzel es el Yul Brynner en esta versión del siglo XXI, un cazarrecompensas de temple tranquilo que se encargará de reclutar al resto de hombres formados por un jugador de cartas (Chris Pratt), un forajido mexicano (Manuel García Rulfo), un rastreador (Vincent D’Onofrio), un indio de pocas palabras (Martin Sensmeier) un francotirador en horas bajas (Ethan Hawke) y su inseparable amigo surcoreano que domina como nadie las armas blancas (Byung-Hun Lee).

Así las cosas, el siete se convierte en el número mágico que apunta firme a la ejecución de un plan para acabar con la maldad del personaje de Peter Sarsgaard, un especialista en hacer de malo. Su Bogue es capaz de equiparar a Dios con el capitalismo y hablar de democracia en una iglesia abarrotada de gente que teme perder sus bienes por el afán recaudador del industrial. La cobardía es su punto fuerte y la exhibe sin pudor ante las caras de horror de la gente.