La historia del tango contada por Borges La historia del tango contada por Borges
sabemos que hubo hombres
valientes”, dijo Jorge Luis Borges
una tarde de octubre de
1965, en el número 82 de la calle
General Hornos, en el barrio
Sur de Buenos Aires. Entre
el público estaba Manuel Román
Rivas, un inmigrante gallego
y antiguo productor musical,
quien grabó con un magnetófono
las cuatro conferencias
que dedicó Borges al tema.
Casi cuarenta años después, en
2002, las cintas llegaron a manos
del escritor Bernardo Atxaga,
quien digitalizó y confirmó
la autenticidad del material
reunido en El tango. Cuatro
conferencias (Lumen), un
libro que además de incluir las
transcripciones, contiene un
código que permite escuchar
las grabaciones originales con
la voz del escritor.
Un hombre al que puede
atribuirse una historia universal
de la infamia, es capaz de
contarlo todo. O casi todo, incluyendo
el tango. A mitad de
camino entre la erudición y el
golpe de efecto, en estos textos
Borges confecciona una fábula.
Aun sin escuchar las grabaciones,
el lector es capaz de ‘oír’
a Borges. A ese Borges pedante
y prodigioso que en las pausas
inocentes mete el navajazo de
la ironía y el desdén, pero también
de la pasión y, por qué no,
una cierta melancolía.
En estas conferencias, Borges
retrata mucho más que un
baile o una melodía. Cuenta en
verdad el Palermo y el Sur de
antaño, los poblados y barrios
de compadritos, las casas de
mala fama y milongas. Se recrea
también en los mitos y la
lírica. Y justamente ahí, en las
posibilidades literarias y de ficción
que consigue en el tango,
es donde el libro aporta más riqueza:
“El tango nos da a todos
un pasado imaginario”. Borges
emplea el tango como un gran
relato.
El libro sigue el orden las
cuatro conferencias que dictó el
escritor: “Orígenes y vicisitudes
del tango”, “El Compadrito”,
“El Río de la Plata a comienzos
de siglo” y “El tango y sus deliberaciones”,
lo cual aporta un
ritmo ascendente de la lectura.
Comienza en los almacenes
bonaerenses y culmina en una
estampa mucho mayor. Al leer
a Borges –o escucharlo- es posible
entender de qué forma la
historia de los argentinos es la
historia del tango. Del gaucho
al malevo, una genealogía que
le sirve a Borges para fabular lo
argentino.
La infamia, siempre la infamia
El interés de Borges por el
tango, dice él, comenzó en ocasión
de un estudio sobre el poeta
Evaristo Carriego, de quien
cita el poema “Tríptico del tango”.
En los versos de aquella
poesía, Casariego relata la historia
de un hombre –un compadre,
un malevo- que mata a
la mujer que le ha sido infiel.
Es ahí, en esa operación trágica,
donde el tango sella su origen
“infame”, dice Borges. “Y
esto lo confirma algo que he
visto muchas veces, algo que
víia principios de siglo siendo
chico, en Palermo, y que vi,
mucho después, por las esquinas
de la calle Boedo, antes de
la segunda mitad de la dictadura.
Es decir, he visto a parejas
de hombres bailando el tango,
digamos al carnicero, a un carrero,
acaso con un clavel en la
oreja alguno, bailando el tango
al compás de un organito. Porque
las mujeres del pueblo conocían
la raíz infame del tango
y no querían bailarlo”.
Ubica como una fecha de
partida para hablar del tango
el año 1880. El país al cual atribuir
su origen, es algo que Borges
resuelve con la misma arbitrariedad
con la que resolvería
el final de unos de los relatos:
“En cuanto a la geografía
del tango, ahí las respuestas
han sido diversas, según el barrio
del interlocutor o según su
nacionalidad. Así, Vicente Rossi
elige el lado sur de la ciudad
de Montevideo, alrededores de
la calle Buenos Aires y la calle
Yerbal. Así, mis interlocutores,
según su barrio, elegían el norte
o el sur. Así, algún rosarino
se lo llevó a Rosario. Esto debe
importarnos poco; es lo mismo
que haya surgido en una margen
del río o en otra. Pero creo
que ya que estamos en Buenos
Aires, y ya que yo soy porteño,
podemos optar por Buenos Aires”.
Y sanseacabó.
Refiriéndose al tango como
una música “orillera” –preciosa
y olvidada palabra que alude
lo arrabalero- , Jorge Luis Borges
recompone hasta el origen
de los instrumentos. Se pregunta,
acaso, cómo siendo una
melodía popular que se escuchaba
en todos los almacenes
de Buenos Aires, fue el bandoneón
–instrumento de procedencia
alemana- y no la popular
guitarra la que sirve de
acompañamiento. La conclusión
a la que llega Borges es
que, aun existiendo el piano, la
flauta o el violín, estos no eran
populares y correspondían a
medios económicos superiores
a los del compadrito –aquellos
“patoteros” o rufianes armados-,
por lo que era lógico que
se empleara este otro, también
llamado acordeón u organillo .
Así, a finales del XIX, en el contexto
de las casas de mala vida,
los bailes de las carpas y “los casinos
de baja estofa” comienza
el tango a despuntar, a labrarse
su espíritu teatral y exagerado.
“Son letras sencillas, milongas
bailadas por el malevaje montevideano
hacia el mil ochocientos
ochenta y tantos, en las
cuales está, siquiera de manera
profética, el tango, el tango cuya
evolución ulterior veremos
en la siguiente charla”.
De Carlos Gardel a Juan Dahlmann
A Borges le toma tres conferencias
llegar a los años de 1910
y 1914, cuando el tango milonga
–que solía prescindir de la
letra- pasa al tango canción.
Aquellos, claro, serían los años
de Carlos Gardel, con quien
Borges no pierde ocasión de
propinarle –también- un buen
navajazo de los suyos: “Y esta
transformación producida por
Gardel fue, según me dijo anoche
Adolfo Bioy Casares, acaso
la razón por la cual su padre,
acostumbrado al modo criollo
de cantar, no aprobaba a Gardel;
no le gustaba a Gardel”.
A medida que avanza el libro
–y el tiempo de aquellas
charlas-, Borges se adentra y
ejemplifica elementos musicales
del tango en la literatura argentina.
Allí comienzan a hacerse
algo más frecuentes las
alusiones a Bioy Casares, amigo
y escritor con el que publicó
diversas obras como “Antología
de la literatura fantástica”.
Se crece Borges, además, al
glosar el coraje y la hombría de
los personajes que pueblan los
tangos. Cita algunos: o El choclo,
El Pollito, Las siete palabras,
El apache argentino o El
cuzquito.
Ese Borges a veces petulante
y de voz aflautada, ese hombre
que habla del tango y de los
personajes que lo habitan, evoca
en quien lee a aquel Juan
Dahlmann, que muere en una
riña con un compadrito que viene
a molestarlo en “El Sur”, uno
de sus mejores relatos. Porque,
en el fondo, al hablar del tango
Borges habla de sí mismo, usa
las claves de su universo personal
y literario para proyectar
la clave colectiva, el espíritu argentino
que define al tango.
“No importa que hayan
muerto los individuos. Sabemos,
oyendo un tango viejo,
que hubo hombres no sólo valientes,
y esto ocurre con la
poesía de Ascasubi también, sino
valientes en su alegría”.
Y luego dijo que el tango nos
da a todos un pasado imaginario
(...) de un modo mágico, hemos
muerto peleando en una
esquina del suburbio.
“Es decir, recapitulando todo
lo que he dicho, que el tango
fue, sobre todo la milonga,
un símbolo de felicidad. De suponer
que esto sea eterno, creo
que hay algo en el alma argentina,
algo salvado por esos humildes,
y a veces anónimos, compositores
de las orillas, algo que
volverá. Es decir, creo, en suma,
que estudiar el tango no es inútil,
es estudiar las diversas vicisitudes
del alma argentina”.
Escuchar leyendo. Una coreografía
en la página impresa.
Eso son estas páginas: una confirmación
del ingenio. También
un regalo azaroso, inesperado,
de aquel hombre que sabía
usar el punto y coma, incluso
sin escribirlo. De puro oído. l