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EL LIBERAL . Viceversa

Abismos enmarcados

03/12/2016 21:28 Viceversa
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Abismos enmarcados Abismos enmarcados

Aquella especie de autorretrato

desinflado. Me refiero a

ese pellejo marchito, arrugado

y colgante con que Bonarotti se

representó a sí mismo en el Muro

del Juicio, para decoración

de la Capilla Sixtina. Tal vez no

exprese, como se ha interpretado

siempre, una autocondena;

sino más bien un salvaconducto.

Una violenta fuga de su propia

obra, de esa tortura inflacionaria

de los cuerpos que fue su

propia obra. No son anatomías

objetivas, sino volúmenes expansivos

lo que introdujo, e indujo,

en el arte; la musculatura

masculina la fortaleza donde los

aprisionó. Fortaleza compleja

y hasta flexible pero al fin, inexpugnable.

Una sola grieta en

sus muros y muchas figuras podrían

haber estallado; ceder en

sus grosores a los caprichos de

la esfera, rivalizar en estupidez

con un Bottero.

Entre el antiguo griego apolíneo

y el grotesco fisicoculturista

contemporáneo se sitúa

precisamente el Hombre Renacentista,

ese invento de Miguel

ángel. ¿Ideal? ¿Libidinoso?

¿Antinatural? ¿Anticipo necesario

de las actuales obsesiones

con el cuerpo? Tal vez en su

Adán se denuncia mejor esta funesta

predicción anabólica, más

que por su magnífico antebrazo,

por la ridícula pequeñez de sus

genitales.

Particularmente: Seurat

consigue convencernos de que

si tomáramos un cuadro suyo

entre las manos y lo sacudiéramos

violentamente hacia arriba

los colores saltarían por el aire,

como la arena. Y luego caerían

todos otra vez sobre la tela. Volverían

a situarse, implacables,

obedeciendo afinidades misteriosas.

Acaso compondrían una

imagen nueva, pero también

francesa, también soleada. La

distinguiríamos con alivio después

de un instante de perplejidad.

Consigue convencernos de

esto porque, singularmente, sus

cuadros tienen frente al tiempo

una relación extraña. Es como

si esos puntos nos recordaran

que en la realidad hay mucho

más movimiento que el de los

gruesos y lentos objetos. Que la

serenidad de cada instante es la

coordinación de cientos de danzas

invisibles. De miles de pequeños

huracanes.

¿¡Acaso hará falta, pregunto,

que un desquiciado, un enloquecido

por la verdad, se introduzca

furtivamente en el

Museo de Arte de los ángeles;

y que luego de una tarde oculto

en la oscuridad, alimentándose

sólo de raíces, se sitúe frente

a La Traición de las Imágenes

de Magritte y dibuje sobre ella

unas líneas verdes, o unas flores

rosas, o cualquier otra cosa que

sugiera así sea remotamente la

idea de lo vegetal; para que todo

el mundo entienda, de una buena

vez y para siempre, que lo

allí representado fue, es, siempre

será y nunca ha sido más

que una maceta!?

Una maceta de forma inusual

si se quiere, pipezca acaso;

pero tan maceta en su esencia

y en su definición como otra

con forma de tinaja, o con forma

de martillo. O con forma de

maceta.

Nos pondríamos de acuerdo,

señores. Por una vez. Dimensionaríamos

en su justa medida

la mentira oculta tras la verdad

del autor.

A lo largo de su vida, en particular

en sus últimos años, Hokusai

pintó más de veinte cuadros

del monte Fuji. Dibujos

que fingen ser de otra cosa; el

monte aparece siempre en ellos,

desde distintas perspectivas,

como aprovechando la excusa.

A veces incluso escondido, como

en el célebre cuadro de las

olas donde, consecuentemente,

aparece disfrazado de ola.

A lo largo de su vida, en particular

en sus últimos años, Cezanne

pintó casi sin detenerse

la montaña Sainte Victoire, ensayando

siempre nuevas perspectivas

e iluminaciones.

Si bien se diferencian en casi

cualquier otro aspecto (nacionalidad,

época, estilo pictórico)

ambos artistas vuelven a

acercarse, curiosamente, en el

para qué. ¿Para qué pintaban

una y otra vez la misma montaña?

Lo hacían al servicio de una

búsqueda. Pero una búsqueda

que excedía los límites de la

vida. Cezanne declaró que pintaba

desde la derrota, sabiendo

que a pesar de sus esfuerzos

nunca pintaría Sainte Victoire

como ésta lo merecía. Más chistoso,

más romántico, Hokusay

había escrito que si le era dado

vivir hasta los ciento diez añossin duda llegaría a dibujar del

modo sublime, indescriptible,

con el cual soñaba. “Entonces

cada color vivirá” declaró hermosamente,

acaso presagiando

la hermosura en la paleta de Cezanne.

Solo por esta vez, lector.

Concédame la gratuidad de la

metempsicosis. Permítame suponer

que una recatada y tal vez

anónima montaña hace siglos

que espera. Y que una sensibilidad

ya envejeció en muchos

cuerpos, ya cegó en muchos

ojos preparándose para ese encuentro.

Es cierto que, sobre todo los

martes y los jueves, las telas de

De Chirico se transforman en

abismos. Enmarcados abismos.

Lo que las circunda, el mundo

digamos, se desintegra rápidamente.

Y uno se compenetra

hasta la absorción. Avanzando

por aquellos páramos se observan

los callados maniquíes, las

abandonadas columnas, las estáticas

nubes. Se siente que aun

siendo solo esto: ni un observador,

apenas un proyectado punto

de observación, un virtual e

imaginado voyeur; se tiene de

todos modos menos silencio,

se está menos helado que ellos.

Y uno se engaña. Sin advertirlo

se reduce a ser una distancia,

un desprecio casi ontológico por

toda esa desolación. Esta inocencia

funciona, pero solo hasta

que ¡ay! algo nos rescata (un

importuno sonido de teléfono

celular por ejemplo) y nos vuelve

a la superficie del mundo. El

gigantesco y ruidoso cumpleañitos

para nenes crueles. Digamos.

Antes de abandonar la sala,

ya respondiendo el teléfono, ya

consultando la agenda, les damos

una última mirada. Querríamos

clavarnos esos maniquíes

en el pecho.

Un futuro distante: Un profesor

de Historia del Arte (puede

imaginárselo como un autómata,

como un programa inteligente

o como un evolucionado

homo sapiens de grotescas

protuberancias encefálicas)

pone en aprietos a su alumnado

con una pregunta simple:

“¿Quién fue, sin lugar a apelación,

el pintor más original del

siglo XX? Recuerden: el siglo en

que los manifiestos se sucedieron

a vertiginoso ritmo, en que

los artistas (todos) se liberaron

de las cadenas de lo bello solo

para calzarse los más ajustados

grilletes de lo novedoso; el siglo

en fin, en que todos los artistas

enloquecieron, se perdieron, en

una compulsiva e incomprensible

búsqueda de originalidad”.

Y he aquí que el profesor sonríe

malicioso.

Es fácil imaginar consternados

a sus alumnos (el auditorio

de autómatas, el espacio virtual,

la comunidad telepática), “¿Pero

qué, que se respondería?”

pensamos desde nuestro distante

presente: “¿Picasso? ¿Matisse?

¿Modigliani?”. No, no de

ninguna manera. Se responderá:

“Sin duda, profesor, debe señalarse

a Elmyr de Hory”.

“A lo largo de su increíble vida,

de Hory falsificó más de un

millar de obras. Pintó Modiglianis

que endeudaron a los marchantes,

Matisses que embellecieron

los museos, Picassos que

admiraron, y engañaron, al mismísimo

Picasso. De todos modos,

y lo admito, mi argumento

es más lógico que estético:

en un período polarizado entre

la fetichización de lo nuevo

y la fabril reproducción; la recreación,

la búsqueda de inventar

sin asombrar fue lo nuevo, la

única posición original”.

“Lamentablemente,” dice el

alumno, y en sus últimas palabras

se trasmite algo del fastidio

que le produce la bolilla, “de

Hory no pudo escapar. Hacia el

final de su vida, ya perseguido

y célebre, firmó algunas de sus

obras con su propio nombre, cediendo

a aquella monótona e injustificada

costumbre que, como

usted bien sabe profesor,

aún aprisionaría al arte por un

THE MUSICIAN, de André Masson (1896-1987).

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