Abismos enmarcados Abismos enmarcados
desinflado. Me refiero a
ese pellejo marchito, arrugado
y colgante con que Bonarotti se
representó a sí mismo en el Muro
del Juicio, para decoración
de la Capilla Sixtina. Tal vez no
exprese, como se ha interpretado
siempre, una autocondena;
sino más bien un salvaconducto.
Una violenta fuga de su propia
obra, de esa tortura inflacionaria
de los cuerpos que fue su
propia obra. No son anatomías
objetivas, sino volúmenes expansivos
lo que introdujo, e indujo,
en el arte; la musculatura
masculina la fortaleza donde los
aprisionó. Fortaleza compleja
y hasta flexible pero al fin, inexpugnable.
Una sola grieta en
sus muros y muchas figuras podrían
haber estallado; ceder en
sus grosores a los caprichos de
la esfera, rivalizar en estupidez
con un Bottero.
Entre el antiguo griego apolíneo
y el grotesco fisicoculturista
contemporáneo se sitúa
precisamente el Hombre Renacentista,
ese invento de Miguel
ángel. ¿Ideal? ¿Libidinoso?
¿Antinatural? ¿Anticipo necesario
de las actuales obsesiones
con el cuerpo? Tal vez en su
Adán se denuncia mejor esta funesta
predicción anabólica, más
que por su magnífico antebrazo,
por la ridícula pequeñez de sus
genitales.
Particularmente: Seurat
consigue convencernos de que
si tomáramos un cuadro suyo
entre las manos y lo sacudiéramos
violentamente hacia arriba
los colores saltarían por el aire,
como la arena. Y luego caerían
todos otra vez sobre la tela. Volverían
a situarse, implacables,
obedeciendo afinidades misteriosas.
Acaso compondrían una
imagen nueva, pero también
francesa, también soleada. La
distinguiríamos con alivio después
de un instante de perplejidad.
Consigue convencernos de
esto porque, singularmente, sus
cuadros tienen frente al tiempo
una relación extraña. Es como
si esos puntos nos recordaran
que en la realidad hay mucho
más movimiento que el de los
gruesos y lentos objetos. Que la
serenidad de cada instante es la
coordinación de cientos de danzas
invisibles. De miles de pequeños
huracanes.
¿¡Acaso hará falta, pregunto,
que un desquiciado, un enloquecido
por la verdad, se introduzca
furtivamente en el
Museo de Arte de los ángeles;
y que luego de una tarde oculto
en la oscuridad, alimentándose
sólo de raíces, se sitúe frente
a La Traición de las Imágenes
de Magritte y dibuje sobre ella
unas líneas verdes, o unas flores
rosas, o cualquier otra cosa que
sugiera así sea remotamente la
idea de lo vegetal; para que todo
el mundo entienda, de una buena
vez y para siempre, que lo
allí representado fue, es, siempre
será y nunca ha sido más
que una maceta!?
Una maceta de forma inusual
si se quiere, pipezca acaso;
pero tan maceta en su esencia
y en su definición como otra
con forma de tinaja, o con forma
de martillo. O con forma de
maceta.
Nos pondríamos de acuerdo,
señores. Por una vez. Dimensionaríamos
en su justa medida
la mentira oculta tras la verdad
del autor.
A lo largo de su vida, en particular
en sus últimos años, Hokusai
pintó más de veinte cuadros
del monte Fuji. Dibujos
que fingen ser de otra cosa; el
monte aparece siempre en ellos,
desde distintas perspectivas,
como aprovechando la excusa.
A veces incluso escondido, como
en el célebre cuadro de las
olas donde, consecuentemente,
aparece disfrazado de ola.
A lo largo de su vida, en particular
en sus últimos años, Cezanne
pintó casi sin detenerse
la montaña Sainte Victoire, ensayando
siempre nuevas perspectivas
e iluminaciones.
Si bien se diferencian en casi
cualquier otro aspecto (nacionalidad,
época, estilo pictórico)
ambos artistas vuelven a
acercarse, curiosamente, en el
para qué. ¿Para qué pintaban
una y otra vez la misma montaña?
Lo hacían al servicio de una
búsqueda. Pero una búsqueda
que excedía los límites de la
vida. Cezanne declaró que pintaba
desde la derrota, sabiendo
que a pesar de sus esfuerzos
nunca pintaría Sainte Victoire
como ésta lo merecía. Más chistoso,
más romántico, Hokusay
había escrito que si le era dado
vivir hasta los ciento diez añossin duda llegaría a dibujar del
modo sublime, indescriptible,
con el cual soñaba. “Entonces
cada color vivirá” declaró hermosamente,
acaso presagiando
la hermosura en la paleta de Cezanne.
Solo por esta vez, lector.
Concédame la gratuidad de la
metempsicosis. Permítame suponer
que una recatada y tal vez
anónima montaña hace siglos
que espera. Y que una sensibilidad
ya envejeció en muchos
cuerpos, ya cegó en muchos
ojos preparándose para ese encuentro.
Es cierto que, sobre todo los
martes y los jueves, las telas de
De Chirico se transforman en
abismos. Enmarcados abismos.
Lo que las circunda, el mundo
digamos, se desintegra rápidamente.
Y uno se compenetra
hasta la absorción. Avanzando
por aquellos páramos se observan
los callados maniquíes, las
abandonadas columnas, las estáticas
nubes. Se siente que aun
siendo solo esto: ni un observador,
apenas un proyectado punto
de observación, un virtual e
imaginado voyeur; se tiene de
todos modos menos silencio,
se está menos helado que ellos.
Y uno se engaña. Sin advertirlo
se reduce a ser una distancia,
un desprecio casi ontológico por
toda esa desolación. Esta inocencia
funciona, pero solo hasta
que ¡ay! algo nos rescata (un
importuno sonido de teléfono
celular por ejemplo) y nos vuelve
a la superficie del mundo. El
gigantesco y ruidoso cumpleañitos
para nenes crueles. Digamos.
Antes de abandonar la sala,
ya respondiendo el teléfono, ya
consultando la agenda, les damos
una última mirada. Querríamos
clavarnos esos maniquíes
en el pecho.
Un futuro distante: Un profesor
de Historia del Arte (puede
imaginárselo como un autómata,
como un programa inteligente
o como un evolucionado
homo sapiens de grotescas
protuberancias encefálicas)
pone en aprietos a su alumnado
con una pregunta simple:
“¿Quién fue, sin lugar a apelación,
el pintor más original del
siglo XX? Recuerden: el siglo en
que los manifiestos se sucedieron
a vertiginoso ritmo, en que
los artistas (todos) se liberaron
de las cadenas de lo bello solo
para calzarse los más ajustados
grilletes de lo novedoso; el siglo
en fin, en que todos los artistas
enloquecieron, se perdieron, en
una compulsiva e incomprensible
búsqueda de originalidad”.
Y he aquí que el profesor sonríe
malicioso.
Es fácil imaginar consternados
a sus alumnos (el auditorio
de autómatas, el espacio virtual,
la comunidad telepática), “¿Pero
qué, que se respondería?”
pensamos desde nuestro distante
presente: “¿Picasso? ¿Matisse?
¿Modigliani?”. No, no de
ninguna manera. Se responderá:
“Sin duda, profesor, debe señalarse
a Elmyr de Hory”.
“A lo largo de su increíble vida,
de Hory falsificó más de un
millar de obras. Pintó Modiglianis
que endeudaron a los marchantes,
Matisses que embellecieron
los museos, Picassos que
admiraron, y engañaron, al mismísimo
Picasso. De todos modos,
y lo admito, mi argumento
es más lógico que estético:
en un período polarizado entre
la fetichización de lo nuevo
y la fabril reproducción; la recreación,
la búsqueda de inventar
sin asombrar fue lo nuevo, la
única posición original”.
“Lamentablemente,” dice el
alumno, y en sus últimas palabras
se trasmite algo del fastidio
que le produce la bolilla, “de
Hory no pudo escapar. Hacia el
final de su vida, ya perseguido
y célebre, firmó algunas de sus
obras con su propio nombre, cediendo
a aquella monótona e injustificada
costumbre que, como
usted bien sabe profesor,
aún aprisionaría al arte por un
THE MUSICIAN, de André Masson (1896-1987).