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EL LIBERAL . Santiago

Entre la justicia y los ajusticiamientos

03/12/2016 21:37 Santiago
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Entre la justicia y los ajusticiamientos Entre la justicia y los ajusticiamientos

¿Qué es la justicia?

Quizás ocurra con ella

lo mismo que decía San

Agustín del tiempo: “Sé lo

que es, pero cuando tengo

que explicarlo ya no lo

sé”. Abundan las definiciones

de justicia. Y seguirán

sumándose. En la Argentina

de hoy, y gracias a

los encargados de administrarla,

se equipara justicia

con impunidad, inequidad,

prebendas, corruptelas,

indiferencia,

decepción, privilegios.

Nada, en fin, que ligue al

concepto con sus fundamentos.

Y, como una perversa

secuela eso, con una

frecuencia inquietante se

empieza a confundir justicia

con ajusticiamiento.

Los linchamientos están

a la orden del día. Justicia

es, así, lo que cada

uno decide según lo afectado

que se sienta por las

acciones o conductas de

otro. Es reemplazada por

venganza, revancha, vendetta,

desquite, represalia.

En el siglo IV antes de

Cristo, Epicuro, el filósofo

que proponía la búsqueda

de la felicidad a través

de una vida armónica y de

un hedonismo no egoísta,

decía en sus Máximas

capitales que la justicia

no es algo en sí, sino

el contrato entre un grupo

de personas que, independientemente

de cantidad

y lugar, se comprometen

a no hacer daño ni

padecerlo. El periodista

y filósofo francés Emile

Chartier (1868-1951),

profundo humanista conocido

como Alain, señaló

a su vez: “En todo contrato

ponte en el lugar del

otro y juzga desde ahí si lo

aprobarías”. Thomas Hobbes

(1588-1679), uno de

los padres de la filosofía

política, hubiera sonreído

con escepticismo ante

ambos. También él creía

que la convivencia humana

solo es posible a partir

de un contrato social, pero

no confiaba en la buena

voluntad de los firmantes.

La condición natural del

hombre es la de guerra de

todos contra todos, pensaba.

Cada uno está gobernado

por su propia razón

y, puesto a proteger o

imponer lo suyo, se siente

con derecho a cualquier

cosa, incluso en el cuerpo

de los demás. Estas ideas

inspiran su obra monumental,

Leviatán, en la

que sostiene la necesidad

de un árbitro implacable

para garantizar el cumplimiento

del contrato e impedir

que, convertidos en

lobos, los hombres se devoren

entre sí. Este árbitro

es el Estado, con sus

organismos, normas y leyes.

C

on o sin Epicuro,

Alain, Hobbes y otros que,

como Pascal o el contemporáneo

John Rawls, se

abocaron al tema de la

justicia, lo cierto es que la

especie humana hubiese

desaparecido pronto (y no

discutiremos aquí las potenciales

ventajas de eso

para el planeta), de no haber

encontrado una forma

de convivencia que superara

el cruento y estéril

“nosotros vs. ellos” del

estadio tribal. El Estado y

las leyes no nacieron como

capricho sino como

necesidad, y así se mantienen.

Si todo se reduce

a tomar lo del otro cuando

me apetezca, pasando

incluso por sobre su

cuerpo y su vida, y si la defensa

ante ello es reprender

o castigar al depredador

o usurpador disponiendo

de su cuerpo y su

vida, cualquier comunidad

quedaría rápidamente

diezmada y al final sobreviviría

el más fuerte,

el más astuto, el de menos

escrúpulos. No sólo

su propia vida sería breve,

ya que los seres humanos

necesitamos vivir en

grupos, sino que con esas

prácticas resultaría imposible

toda idea de moral.

La moral agrupa los

deberes y obligaciones

que asumimos ante el otro

para garantizar, en conjunto,

la mutua convivencia

en un ámbito digno.

Los actos morales, decía

Kant, no buscan recompensa.

Esta se encuentra

en el mismo acto. Y solo el

imperio de la moral (que

nos eleva de humanos a

personas) puede regular

el funcionamiento de la

economía, la política y la

justicia orientándolos a la

construcción y conservación

de lo que Rawls llama

“una comunidad humana

viable”. Cuando la

moral está ausente, los organismos

del Estado (la

Justicia es uno de ellos)

son cáscaras vacías, simulacros.

La sociedad desanda

caminos y regresa

a estados tribales que rozan

lo pre cultural, y quienes

linchan mientras gritan

“¡Justicia, justicia!”

terminan por romper el

contrato que en principio

desconoció el ajusticiado.

Quizás no sea la economía

lo principal (como

argumentó un estúpido

en una campaña electoral

estadounidense y se repitió

desde entonces ciegamente),

sino la moral. No

en el aire, no en abstracto,

sino aplicada a la reconstrucción

de un Estado

que sea tal, y no un árbitro

parcial e interesado.

Conseguirlo antes de que

sea tarde será justicia.

TRIBUNAS

Por Bernardo Stamateas

Por Sergio Sinay

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