Nos dejó la Gina Nos dejó la Gina
nuestra casa de una manera inesperada.
Era un pequeño capullo de
suave y atigrado pelaje. En un santiamén
se hizo amiga y cómplice de
mi nieto mayor. La bautizamos con
el nombre de Gina, en honor a una
perra que me guió en el monte para
salvarme de un posible ataque de
abejas africanas en un lugar llamado
Agua Amarga.
Al poco tiempo de compartir con
Gina, a mi nieto se le fueron los miedos
propios de la edad infantil.
La
perrita también demostraba que
para ella, Enzo era su amo preferido.
Cuando él volvía de la escuela,
Gina lo recibía con fuertes y sonoros
ladridos de alegría, que resonaban
en la casa a pesar del rezongo y
protestas de los que se llamaban al
descanso. Su colita no terminaba de
moverse nunca demostrándole todo
su gozo al recién llegado, que respondía
a ese cariño llamándola por
lo bajo. Gina lo acompañaba durante
el almuerzo “carancheando” lo
que le daba a escondidas o caía de
su plato.
Así como Gina llegó a nuestra casa,
de esa misma manera un día trajeron
a una gatita con quien a pesar
de las diferencias de especie se hicieron
compañeras de juego.
La gatita
llamada Lola le daba unos zarpazos
juguetones y Gina corría detrás
de ella. Lola subía de un salto
los sillones y Gina la seguía torpemente,
en comparación con la felina
agilidad de la gata.
Estos juegos tuvieron el resultado
que la Gina, una pekinés de las
razas más chicas, terminara con un
problema en la columna. La llevamos
a la veterinaria, pero a pesar del
tratamiento no mejoraba.
Un día amaneció sin poder caminar,
daba pena verla arrastrándose y
sufriendo. Qué gran ejemplo nos dio
Lola al no dejarla sola nunca. Siempre
estaba a su lado, como acompañándola
en su enfermedad y su gatuna
mirada de alegría se transformó
en una mirada triste, opaca.
Así como los grandes deberíamos
aprender de los niños, también
deberíamos asimilar de los animales
que nos viven dando ejemplos
de amor y de solidaridad. Tal vez si
aprendemos de ellos viviríamos en
un mundo mejor.
Yo no podía ver sufrir más a ese
pobre animal. Una mañana, casi escondido
la llevé a la veterinaria con
el triste fin de que la sacrificaran.
Cuando se lo dije a la doctora irrumpió
en llanto y me dio la tarjeta de
una colega alemana que atendía en
La Banda. Perdido por perdido, la
llevé pensando que si se da, se da.
Sin darme ninguna garantía, la
profesional empezó a hacerle acupuntura.
Este tratamiento duró dos
meses y la pobre perrita no daba señales
de mejoría.
Una mañana al levantarme para
ir al trabajo busqué a Gina en su cucha,
pero no estaba. Afligido, la busqué
por toda la casa y cuando salí al
patio encontré a la perrita caminando
con alguna dificultad, pero estaba
de pie. Poco a poco se fue recuperando,
con la prohibición de no subir
más los sillones.
Gina vivió diez años más, llenando
de alegría mi hogar, disfrutando
de la compañía de las personas queridas.
Mi nieto se apegó más a ella.
Era la mimada de la casa, pues había
vuelto de la muerte.
Hoy extrañamos
su diminuta presencia, en
especial a la hora del almuerzo.
Llorando silenciosamente, tomándole
la manito derecha y sentado
en el suelo, mi nieto la acompañó
hasta que dio su último suspiro y
viajó al mundo de los perros, donde
con seguridad ya tiene su lugar ganado.
En la ventana, Lola entorna
sus ojitos felinos tal vez esperándola
para volver a jugar.