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EL LIBERAL . Viceversa

El vendedor

No subió tan despacio, pero sí con mucha torpeza. Donde el resto de los pasajeros dejaban caer sus monedas él soltó un par de caramelos y saludó al chofer. No podría decir exactamente cuál, pero algún problema neurológico tenía. Además era muy pequeño, demasiado pequeño de estatura.

?¡Estimados pasajeros! ?dijo interrumpiendo mi distraído juicio diagnóstico? ¡Tengan ustedes muy pero muy buenos días y que Dios los bendiga a todos con su infinita sabiduría! Con el amable permiso del señor conductor voy a permitirme distraer unos segundos vuestra fina y distinguida atención. ¡Directo desde sus fabricantes llega esta increíble oferta para el señor que trabaja! ¡Para el ama de casa para el joven universitario para el niño en edad de escolarización! De primerísima necesidad en la casa en la cocina en la escuela el consultorio el taller; por fin al alcance de su mano el verdadero el único el original… ¡El internacionalmente reconocido…!

Aún en el violento traqueteo del ómnibus, y pese a sus serias limitaciones motrices (¿secuelas de accidente vascular?; no era imposible); soltó su mano de la barreta de seguridad que contorneaba uno de los asientos (no habría llegado hasta las del techo). Por cierto que me asusté: yo estaba seguro de que se caería y se rompería como un jarrón.

Manteniendo un precario equilibrio introdujo la mano liberada en su bolsito de cuero extrayendo de él un pequeño objeto. Era amarillo y brillante, sin dudas estaba hecho de plástico.

?¡Afilador!...¡Profesional!...¡Zuquela!... ¡Sólo para entendidos! En formato superpremium, presentando su nueva gama de vistosos y modernos colores para elegir. ¡Para los que no aceptan imitaciones! ¡Para los que sólo se contentan con el afilado perfecto! El mayor y mejor… ¡Sí señora aguárdeme un minutito por favor, ya me llego hasta ahí! ?dijo interrumpiéndose ?¿¡Cuánto le sale hoy un Zuquela… original… en un comercio o en una casa de ventas!? Sí señora, sí señor: no menos de doscientos treinta… doscientos cincuenta pesos. Hoy usted podrá llevarse el afilador que siempre soñó directo a su hogar por la increíble suma de… ¡Cien! ¡Cien pesitos! Si si si escuchó bien, cien pesitos nada más lo que le va a salir el Zuquela ¡pero atención! Para que esta sea una oferta verdaderamente increíble usted se llevará… no uno… ?metió la mano en el bolsito, pero mucho más lento esta vez. Al parecer intentaba armar una atmósfera de suspenso o algo así, aun cuando los bocinazos y el bullicio general eran insoportables. Extrajo un segundo objeto, igual en todo al anterior pero esta vez de color verde agua?¡Sino dos, sí, sí, sí usted llevará un segundo afilador to-tal-men-te gratis!

El colectivo llegó hasta una nueva parada, lo que me tranquilizó muchísimo. Recién entonces caí en la cuenta de lo mucho que me inquietaba por la estabilidad del pequeño sujeto. Lo que debería haber sido un distraído y somnoliento viaje se había transformado en una experiencia de inminente amenaza. Y ya no solo porque al caer se lastime contra el suelo sino también porque aterrice encima de algún pasajero sentado. Imaginaba que su bolso se enganchaba con algo y al desgarrarse saltaban cientos de afiladorcitos por el aire, como si fueran confites. Pudo haber influido, y mucho, el que precisamente yo fuera uno de los pasajeros sentados (jamás entrego mi asiento. Soy médico, religioso, padre de familia y artista marcial pero no entrego mi asiento a nadie, por nada).

?Escuchó bien, sí! ?continuó entusiasta, incansable?los dos afiladores Zuquelas nada más que a cien pesitos lo que le va a quedar. ¡Vea que ganga! Pero para que…si señora por favor un segundito, sepa entender… pero para que esto sea una oferta verdaderamente in-cre-í-ble… usted llevará… junto a los dos superpremium, nada menos que el exclusivo y original…? intentó un nuevo zarpazo al bolso. No fue tan preciso por coincidir con el exacto momento en que el colectivo volvió a arrancar, y lo obligó a adelantar tres apresurados pasitos para no desplomarse de boca?¡¡Cuchillo de cocina Zuquela!! ?gritó más excitado que nunca, mientras levantaba un objeto metálico que se detuvo a milímetros del cuello de un señor. Aquí me descubrí ya semierguido por la tensión, sin alcanzar empero a levantarme por completo. Nadie más parecía advertir el peligro. De hecho nadie parecía estar prestando la más mínima atención a nada de lo que el vendedor hacía excepto yo. él mismo pareció percatarse de esto y comenzó a mirarme fijamente, como si me entendiera un comprador. El colectivo tomaba por la avenida ahora, acelerando sin ningún tipo de contemplación.

? ¡Del mejor acero de Toledo, ideal para el cocinero el artesano el modelista el comensal! Usted llevará los dos Zuquelas más el cuchillo de cocina original todo por la humilde suma de: cien pesitos ¡Para aprovechar señor señora; un verdadero regalo, no lo deje pasar! ? y entonces ocurrió lo que ya preveía: Pese a la marcha y contramarcha constante, pese a su propia incoordinación general, pese a la continua fricción de los pasajeros de a pie que ya empezaban a amontonarse, el sujeto se disponía a ensayar una exhibición. Pretendía mostrar en vivo como funcionaba el producto. Descubrió de su bolsita al afilador amarillo que habrá tenido encima unos aros de metal o algo así y empezó a frotar el cuchillo sobre ellos.

Una nueva parada. O el chofer había calculado mal o algún otro vehículo se había interpuesto de improviso o las dos cosas a la vez, en todo caso el resultado fue una seguidilla brutal de aceleraciones y frenadas. Bamboleando la cabeza como un muñeco registré pantallazos de los contradictorios movimientos con que el vendedor intentaba sostenerse en aquel caos inercial. Pero demoré un segundo más en advertir lo verdaderamente asombroso: que durante dichos instantes había continuado afilando su cuchillo, como un poseso. Cuando el vehículo por fin se detuvo y el estruendoso motor se redujo a un relativo silencio, cuando más gente comenzó a subir por la escalera; él lo empuñaba en las alturas, y al parecer continuaba pregonando las virtudes del afilador, indicando que su afortunado dueño provocaría la envidia de todos los asadores del mundo. El cuchillo cortaría la carne como manteca. “¡Como manteca, como manteca la carne!” subrayó gritando. En ese momento concluí en que algo dentro de él no funcionaba bien. No me refiero a su cuerpo sino a su mente.

Los nuevos tripulantes subieron enardecidos. La mayoría insultaba a dos o tres colectivos anteriores que habían pasado por la parada sin detenerse. Una señora gigantesca gritó que todo era una vergüenza y que ya no podía ser y se encajó violentamente en la fila. Brutalmente expansiva, la marea humana empujó al vendedor, sin que éste interrumpiera sus demostraciones y sin que nadie se percatase, al parecer, de que se trataba de un hombre con dificultades. “Ni de que empuña un arma” pensé, y me detuve en los ecos de esta observación mientras la caótica muchedumbre lo arrastraba, implacable, hacia donde yo me sentaba. A la violencia en sí de la situación se le sumó el efecto de un nuevo arranque, más brusco que nunca, del colectivo. En lamentable desequilibrio, el hombrecito dio con sus caderas en el asiento frente a mí y cayó, trabándose su codo en mi rodilla. De no ser por esta fatalidad, tal vez aun hubiera podido controlar su cuchillo de algún modo.

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