Invisible Invisible
música. Yo nunca pude, así tan
fácilmente, amarla. No sé tocar
instrumentos, no distingo las notas
musicales, no soy una experta
como la mayoría de mis amigos.
En mi familia (no sé si en todas)
la costumbre era agarrar un disco
y escucharlo por días, incluso
meses, hasta que la cinta se rompía
o el CD empezaba a saltar. Esa
no era una relación de amor, sino
de exigencia. Lo que tengo con
la música (la ocasión me obliga a
tratar de definir) es una conversación.
Y mis diálogos internos
no son apacibles.
Hace unos años tuve una relación
de esas de madrugada. Las
despedidas eran distantes, tenía
que bajar sola, con los reflejos infinitos
en el ascensor, y esperar a
que algún desconocido me abriera
la puerta de su edificio. El regreso
era siempre igual, aunque
no me gustara caminar por los
mismos lugares. Me ponía los auriculares
y dejaba que suene “El
diluvio y la pasajera”. La ciudad
me protegía con su silencio, sus
luces perdidas y sus perros callejeros,
la única compañía verdadera
en esas horas.
“Si ya no la esperan a cenar en
casa debe ser porque se marcha
y nunca regresa por la noche; sin
embargo, por las mañanas amanece
en su cama”, me cantaba, de
alguna manera, Luis Alberto Spinetta,
con su voz de otra galaxia y
sus letras inspiradas en leyendas
lejanas. Era una apelación, no sé,
un reclamo que se sumaba al mío:
¿qué hacía otra vez diciendo a todo
que sí?
Mientras avanzaba por las cuadras
sombrías, empezaban los
acordes pesados de “Suspensión”.
Y él me explicaba: “nunca estuve
aquí, querida, nunca estuve aquí
y nunca estaré”. Yo seguía caminando
por la noche ignorando -a
propósito- que ese disco se llamaba
Invisible y que eso era todo lo
que quería ser; ignorando -a propósito-
que una vez que lo conseguís
ya no es posible el regreso a
casa.