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EL LIBERAL . Viceversa

Los caminos del otro

29/07/2017 22:46 Viceversa
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Los caminos del otro Los caminos del otro

a los serios debatientes

Se hizo costumbre entre nosotros el llamarlo

por el apellido. Había sido expulsado de otra

institución; llegó a la escuela ya muy empezado

el año y nos lo presentaron así. Yo era de los

pocos que lo trataba de Joaquín, pero porque

lo conocía del barrio. De su barrio: el de los

monoblocks. El módulo de los Lacián estaba a

una torre del de mi tía Melina y también, curiosamente,

a dos del de mi abuela Ana. Los martes

y jueves por la tarde si mis padres no me

depositaban en el de la una lo hacían en el de

la otra; en el corazón mismo de “El Palomar”,

que así llamaban a ese gris laberinto donde la

simpleza cúbica de las formas parecía burlada

por su disposición, resultante de un complejo,

enfermizo, y lo peor de todo es que erróneo

aprovechamiento del espacio. Uno podía extraviarse

durante horas intentando llegar hasta

tal despensa por ejemplo; y al volver al módulo

aturdido de tanta y tan errática caminata,

comprobar desde la ventana que nunca había

estado a más de doscientos metros. Y de nuevo

atender indicaciones, repetirlas en voz alta; ser

obligado, incluso, a dibujar un mapita.

Si mi relación con Joaquín comenzó a estrecharse

fue no tanto por haber coincidido en la

escuela como por descubrir en él al guía perfecto

para un lugar tan difícil y ajeno. Siempre

sabía llegar adonde había que ir, nadie conocía

las vereditas internas y los angostos pasadizos

barriales como él. Acude a mi memoria la

imagen de un delgado niño caminando en ojotas,

rascando sus enormes orejas mientras escupe

cascaritas de girasol. Que nunca condesciende

a llevarme por los caminos principales.

Que me obliga a seguirlo por las arterias más

secretas del barrio, aun cuando no hay necesidad

ni apuro, hasta el precio de cruzar pequeños

pastizales, o agacharnos frente a sogas importunamente

colgadas. Sogas de la ropa; y los

pañales aún se usaban de tela en esa época.

Sospecho que solo yo di alguna importancia

a esa excentricidad suya. Para el resto, lo

que convertía a Joaquín en alguien tan extraño

y singular era el modo en que hablaba: tan

complicado, tan impenetrable al principio. Si

lo era por su enrevesada retórica o por sus largas,

desesperantemente largas pausas; si por

la dificultad de las temáticas o por el ácido humor

que apenas a él divertía: cada quien reservaba

para sí la explicación más conveniente

para concluir que estaba loco, o como mínimo

que no hablaba como debe hablar un niño. Y

eso era, en última instancia, lo que lo hacía tan

irritante para tantas personas: no hay que olvidar

que vivían expulsándolo de todos lados.

Pero para otros, los menos, también lo hacía

muy intrigante. Supongo que yo me contaba un

poco en los dos bandos. Y eso que rara vez conseguía

entender lo que decía.

Pero sin duda: yo para él no lo era. Lo de intrigante

digo. Joaquín se interesaba constantemente

por cosas novedosas y yo lo seguía.

Punto. Recuerdo una temporada, por ejemplo,

en que las caminatas se suspendieron porque

siempre quería ir a hablar con doña Amelia, la

Loca del Palomar. Vivía a pocas cuadras de los

Lacián y siempre decía que la querían matar,

ya había tenido problemas con varios vecinos.

Otra época pasamos tardes completas en el

módulo de mi tía, junto a mi pequeño primito,

a quien hizo jugar todos los juegos imaginables

frente a un espejo. Pasatiempo muy raro para

nuestra edad, aunque mentiría si dijera que

Joaquín se parecía en algo al resto de nuestros

coetarios: El deseo de fumar, por ejemplo, fue

en él inusualmente prematuro e intenso. De un

día para el otro desplazó las semillas, chupetines

y ramitas con que hasta entonces había entretenido

su ansiedad. Como no tenía dinero,

y de todos modos nadie en el barrio le habría

vendido un paquete, liaba cigarrillos de cualquier

cosa, desde yerba mate hasta hojas de romero.

Nunca supe si era muy torpe o lo hacía a

propósito pero siempre le salían mal, con una

ridícula curvatura hacia arriba que los hacía

parecer pequeñas chimeneas. Lo cierto es que

eran fuertísimos, y expelían un olor asqueroso.

Deformaron su voz infantil otorgándole un

tono seco y metálico, parecido al de un robot.

Es verdad que en los últimos años me distancié

cada vez más de él. Los dos lo hicimos,

en realidad: yo por allegarme cada vez menos

por las inmediaciones, él por dejar poco a poco

de hablar. Había reducido todo a unas pocas

frases apretadas y difíciles, si no imposibles

de entender. A la par de esto, nuestras caminatas

por el barrio se habían tornado distintas

y radicales: los imprevisibles caminos que

encontraba, doblando a toda velocidad en los

más curiosos ángulos, conseguían desorientarme

hasta la angustia y suponer que ya no le importaba

llegar a ningún lado. Cuando por fin

arribábamos a una diminuta plazoleta donde

sentarnos o a algún negocito donde podríamos

haber comprado una gaseosa, no se detenía

más que un instante, apenas el necesario para

asegurarse de que no era eso lo que buscaba, y

prendiendo otro de sus grotescos cigarros, retomaba

la marcha. Recuerdo haber tenido que

aguantar la respiración y caminar de costado

atravesando ajustadas medianeras entre torres,

con el pánico de quedar atascado a perder

la desigual batalla entre mis costillitas de niño

y la monumental dureza de aquellos bloques; a

morir lentamente de asfixia y humedad. También

arrastrarme cuerpo a tierra entre cañerías

hirvientes, preguntándome que hacía yo

ahí, cómo había llegado y a que apuntaba ya el

afiebrado buscar de mi guía. Lo único que parecía

importarle era encontrar nuevos caminos.

Acaso abrirlos. Quiero confesar mi fantasía:

que era el barrio mismo el que se hacía cada

vez más complejo, el que curvaba sus trayectos

y se hendía con nuevos senderos. Quien

plegaba y desplegaba sus niveles; torciéndose,

como una cinta, para él. La atesoré en silencio

y tal vez me haya conquistado, porque los

años pasados son muchos y mis recuerdos sospechosos,

y ninguno me ayuda a distinguir lo

efectivamente vivido de lo imaginado. Así, me

veo avanzando a largas zancadas por el miedo

a pisar el cristal de las ventanas, o encorvarme

como un tullido para no cabecear una terraza

invertida. Prefiero no pensar en la entrada

a aquella torre en donde encontramos la calle

y volver a mis recuerdos más claros y seguros:

La tarde en que me llamó su madre, cuando

me invitó a su módulo para la fiesta. Me alegré

muchísimo, hacía ya un buen tiempo que

no veía a Joaquín. Se trataba de su cumpleaños,

me explicó, pero de uno especial porque

también era una fiesta de despedida: los Lacián

se mudarían, Joaquín viajaría a otra provincia

donde continuaría su escolaridad.

éramos bastantes, más de los que yo esperaba.

él intentó ser sociable y divertido, pero

al final estuvo más callado y enigmático que

nunca. También que su madre nos reunió a todos

para el momento de soplar las velitas y que

lo exhortó a que dijera unas palabras de despedida.

Y que él dijo: “Por lo general, por lo general

tengo algo que decirles”; y solo después de

una extensísima pausa continuó: “pero hoy, ya

que tengo un pretexto- es mi cumpleaños -, desearía

poder verificar si sé lo que digo.”

“Pese a todo, decir apunta a ser escuchado.

Me gustaría verificar, en suma, si no me contento

en hablar para mí- como lo hace todo el

mundo por supuesto, al menos si este barrio

tuvo alguna vez un sentido” y aquí nos miró a

todos, directamente a los ojos.

“Así pues, yo preferiría que hoy alguno me

haga una pregunta. Digo alguno, no pido mucho,

no pido en absoluto que se saquen chispas.”

Pero nadie dijo nada. Como siempre, ninguno

parecía estar seguro de haber entendido.

El embarazoso silencio, en el que sólo escuchábamos

el crepitar de las velitas, se sostuvo por

demasiado tiempo. No quise que él pasara esa

vergüenza y le pregunté sin pensar, señalando

a las llamitas “¿Ya pediste tu deseo, Joaquín?”.

Difícil dimensionar en su justa medida la

expresión de desencanto y fatiga que inundó

su rostro. Lo añoré solitario, avanzando adelantado

por ocultos caminos. Sin embargo esta

vez, y para mi sorpresa, me respondió. “Sí, ya

lo hice. Lo hice hace mucho tiempo, y es siempre

el mismo.” “¿Y qué es, entonces?” insistí.

“Un campo. No me alcanzará la vida para verlo,

seguramente. Pero recuerden que lo he deseado.”

Partió dos días después. Sentí que todo se

fijaba, volviéndose más simple y gris.

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