Los caminos del otro Los caminos del otro
a los serios debatientes
Se hizo costumbre entre nosotros el llamarlo
por el apellido. Había sido expulsado de otra
institución; llegó a la escuela ya muy empezado
el año y nos lo presentaron así. Yo era de los
pocos que lo trataba de Joaquín, pero porque
lo conocía del barrio. De su barrio: el de los
monoblocks. El módulo de los Lacián estaba a
una torre del de mi tía Melina y también, curiosamente,
a dos del de mi abuela Ana. Los martes
y jueves por la tarde si mis padres no me
depositaban en el de la una lo hacían en el de
la otra; en el corazón mismo de “El Palomar”,
que así llamaban a ese gris laberinto donde la
simpleza cúbica de las formas parecía burlada
por su disposición, resultante de un complejo,
enfermizo, y lo peor de todo es que erróneo
aprovechamiento del espacio. Uno podía extraviarse
durante horas intentando llegar hasta
tal despensa por ejemplo; y al volver al módulo
aturdido de tanta y tan errática caminata,
comprobar desde la ventana que nunca había
estado a más de doscientos metros. Y de nuevo
atender indicaciones, repetirlas en voz alta; ser
obligado, incluso, a dibujar un mapita.
Si mi relación con Joaquín comenzó a estrecharse
fue no tanto por haber coincidido en la
escuela como por descubrir en él al guía perfecto
para un lugar tan difícil y ajeno. Siempre
sabía llegar adonde había que ir, nadie conocía
las vereditas internas y los angostos pasadizos
barriales como él. Acude a mi memoria la
imagen de un delgado niño caminando en ojotas,
rascando sus enormes orejas mientras escupe
cascaritas de girasol. Que nunca condesciende
a llevarme por los caminos principales.
Que me obliga a seguirlo por las arterias más
secretas del barrio, aun cuando no hay necesidad
ni apuro, hasta el precio de cruzar pequeños
pastizales, o agacharnos frente a sogas importunamente
colgadas. Sogas de la ropa; y los
pañales aún se usaban de tela en esa época.
Sospecho que solo yo di alguna importancia
a esa excentricidad suya. Para el resto, lo
que convertía a Joaquín en alguien tan extraño
y singular era el modo en que hablaba: tan
complicado, tan impenetrable al principio. Si
lo era por su enrevesada retórica o por sus largas,
desesperantemente largas pausas; si por
la dificultad de las temáticas o por el ácido humor
que apenas a él divertía: cada quien reservaba
para sí la explicación más conveniente
para concluir que estaba loco, o como mínimo
que no hablaba como debe hablar un niño. Y
eso era, en última instancia, lo que lo hacía tan
irritante para tantas personas: no hay que olvidar
que vivían expulsándolo de todos lados.
Pero para otros, los menos, también lo hacía
muy intrigante. Supongo que yo me contaba un
poco en los dos bandos. Y eso que rara vez conseguía
entender lo que decía.
Pero sin duda: yo para él no lo era. Lo de intrigante
digo. Joaquín se interesaba constantemente
por cosas novedosas y yo lo seguía.
Punto. Recuerdo una temporada, por ejemplo,
en que las caminatas se suspendieron porque
siempre quería ir a hablar con doña Amelia, la
Loca del Palomar. Vivía a pocas cuadras de los
Lacián y siempre decía que la querían matar,
ya había tenido problemas con varios vecinos.
Otra época pasamos tardes completas en el
módulo de mi tía, junto a mi pequeño primito,
a quien hizo jugar todos los juegos imaginables
frente a un espejo. Pasatiempo muy raro para
nuestra edad, aunque mentiría si dijera que
Joaquín se parecía en algo al resto de nuestros
coetarios: El deseo de fumar, por ejemplo, fue
en él inusualmente prematuro e intenso. De un
día para el otro desplazó las semillas, chupetines
y ramitas con que hasta entonces había entretenido
su ansiedad. Como no tenía dinero,
y de todos modos nadie en el barrio le habría
vendido un paquete, liaba cigarrillos de cualquier
cosa, desde yerba mate hasta hojas de romero.
Nunca supe si era muy torpe o lo hacía a
propósito pero siempre le salían mal, con una
ridícula curvatura hacia arriba que los hacía
parecer pequeñas chimeneas. Lo cierto es que
eran fuertísimos, y expelían un olor asqueroso.
Deformaron su voz infantil otorgándole un
tono seco y metálico, parecido al de un robot.
Es verdad que en los últimos años me distancié
cada vez más de él. Los dos lo hicimos,
en realidad: yo por allegarme cada vez menos
por las inmediaciones, él por dejar poco a poco
de hablar. Había reducido todo a unas pocas
frases apretadas y difíciles, si no imposibles
de entender. A la par de esto, nuestras caminatas
por el barrio se habían tornado distintas
y radicales: los imprevisibles caminos que
encontraba, doblando a toda velocidad en los
más curiosos ángulos, conseguían desorientarme
hasta la angustia y suponer que ya no le importaba
llegar a ningún lado. Cuando por fin
arribábamos a una diminuta plazoleta donde
sentarnos o a algún negocito donde podríamos
haber comprado una gaseosa, no se detenía
más que un instante, apenas el necesario para
asegurarse de que no era eso lo que buscaba, y
prendiendo otro de sus grotescos cigarros, retomaba
la marcha. Recuerdo haber tenido que
aguantar la respiración y caminar de costado
atravesando ajustadas medianeras entre torres,
con el pánico de quedar atascado a perder
la desigual batalla entre mis costillitas de niño
y la monumental dureza de aquellos bloques; a
morir lentamente de asfixia y humedad. También
arrastrarme cuerpo a tierra entre cañerías
hirvientes, preguntándome que hacía yo
ahí, cómo había llegado y a que apuntaba ya el
afiebrado buscar de mi guía. Lo único que parecía
importarle era encontrar nuevos caminos.
Acaso abrirlos. Quiero confesar mi fantasía:
que era el barrio mismo el que se hacía cada
vez más complejo, el que curvaba sus trayectos
y se hendía con nuevos senderos. Quien
plegaba y desplegaba sus niveles; torciéndose,
como una cinta, para él. La atesoré en silencio
y tal vez me haya conquistado, porque los
años pasados son muchos y mis recuerdos sospechosos,
y ninguno me ayuda a distinguir lo
efectivamente vivido de lo imaginado. Así, me
veo avanzando a largas zancadas por el miedo
a pisar el cristal de las ventanas, o encorvarme
como un tullido para no cabecear una terraza
invertida. Prefiero no pensar en la entrada
a aquella torre en donde encontramos la calle
y volver a mis recuerdos más claros y seguros:
La tarde en que me llamó su madre, cuando
me invitó a su módulo para la fiesta. Me alegré
muchísimo, hacía ya un buen tiempo que
no veía a Joaquín. Se trataba de su cumpleaños,
me explicó, pero de uno especial porque
también era una fiesta de despedida: los Lacián
se mudarían, Joaquín viajaría a otra provincia
donde continuaría su escolaridad.
éramos bastantes, más de los que yo esperaba.
él intentó ser sociable y divertido, pero
al final estuvo más callado y enigmático que
nunca. También que su madre nos reunió a todos
para el momento de soplar las velitas y que
lo exhortó a que dijera unas palabras de despedida.
Y que él dijo: “Por lo general, por lo general
tengo algo que decirles”; y solo después de
una extensísima pausa continuó: “pero hoy, ya
que tengo un pretexto- es mi cumpleaños -, desearía
poder verificar si sé lo que digo.”
“Pese a todo, decir apunta a ser escuchado.
Me gustaría verificar, en suma, si no me contento
en hablar para mí- como lo hace todo el
mundo por supuesto, al menos si este barrio
tuvo alguna vez un sentido” y aquí nos miró a
todos, directamente a los ojos.
“Así pues, yo preferiría que hoy alguno me
haga una pregunta. Digo alguno, no pido mucho,
no pido en absoluto que se saquen chispas.”
Pero nadie dijo nada. Como siempre, ninguno
parecía estar seguro de haber entendido.
El embarazoso silencio, en el que sólo escuchábamos
el crepitar de las velitas, se sostuvo por
demasiado tiempo. No quise que él pasara esa
vergüenza y le pregunté sin pensar, señalando
a las llamitas “¿Ya pediste tu deseo, Joaquín?”.
Difícil dimensionar en su justa medida la
expresión de desencanto y fatiga que inundó
su rostro. Lo añoré solitario, avanzando adelantado
por ocultos caminos. Sin embargo esta
vez, y para mi sorpresa, me respondió. “Sí, ya
lo hice. Lo hice hace mucho tiempo, y es siempre
el mismo.” “¿Y qué es, entonces?” insistí.
“Un campo. No me alcanzará la vida para verlo,
seguramente. Pero recuerden que lo he deseado.”
Partió dos días después. Sentí que todo se
fijaba, volviéndose más simple y gris.