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EL LIBERAL . Viceversa

Raíz aérea

19/08/2017 22:48 Viceversa
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Raíz aérea Raíz aérea

Helio fan ía

Un diente de león se ha mareado en

los brazos del viento.

Borracho, se abraza con sus plumosas

manos a la Fortaleza, que se

emplaza en mitad de la nada como un

inmóvil gigante de cemento, un león

petrificado en pose de absoluta solemnidad.

Las puertas están cerradas.

Se enraiza un mito en esa prepotencia

parada: un brazo eólico, una usina

de vapor veloz, hace levitar cada vértice

de los muros y al mismo tiempo, el

silencio que vive en las rocas de esas

paredes, al acodarse, hace desnudar

con la luna una bestia amarilla, de miel

rancia, embarazada de un sol mongol .

Sin embargo, también es cierto que

la noche acaba.

Entonces ahora, que es de día, Ellos,

los críos del profeta, el ejército diáfano,

abren, celosos, las puertas al sol,

mientras con sus pies, acarician la tierra

de la casa-ciudad, se pisotean inocentemente

en el tumulto o le formulan

sonrisas al viento que les aterciopela

las caras. Como sapitos que alternan

charcos, se adentran a la fortaleza

y se empujan para ganar distancia

en sus carreras hacia las hamacas.

Son cientos. Y cientas las hamacas, a

las que ven como juguetes abandonados

por los dioses que vivieron aquí,

dicen, hace mucho tiempo. Lo intuyen

por la cercanía del juguete con el vuelo

y por lo tanto, con la divinidad. La rutina

del ejército es sencilla: por las noches

conforman las rondas de defensa

como refuerzo del guardián principal:

un caballo negro que vela por la fortaleza,

corriendo incesantemente alrededor

de ella.

Y allí se los ve, con sus mamelucos

azules, encorvados para hacerse tierra;

cerditos albinos mamando de las

ubres del terruño.

A veces también, forjan una belleza

infrecuente: subidos a los muros, vestidas

sus cabezas con turbantes rojos,

los pechos contra el suelo. Ellos que

fueron camellos, luego leones y finalmente

iracundoss -pomelos, vino, azúcar-

zarandeados por las rutas de los

médanos.

La casa-ciudad, que de noche es

como un tubérculo abroquelado, se relaja

durante el día y se convierte en una

bestia mansa y lumínica, estriada de

lado a lado por esbeltos abedules.

El profeta diría que debajo del sol

no puede vivir el mal y que los demonios

se trocan en monstruos dormidos,

incapaces de libar en sus huestes alegres-

piensa el Uno, el favorito del profeta.

El profeta no habla de dioses ni de

inmortalidades.

El profeta cree que es necesario tener

enemigos, buscarlos, crearlos hasta

con las propias manos, con el barro

de nuestro hogar. .

“Corramos, niños, hay que bajar.

Miren, allá, las frutillas. Cuando hubimos

levantado nuestra casa, ustedes

eran huérfanos, la bajura del mundo

los había rozado. Y yo les he dado una

redención. Las espinas son hojas que

apuradas por la inclemencia y el destrato

se convierten, plegándose, en poderosas

agujas que resisten y combaten”.

El profeta tiene los ojos almendrados

y tiene a su perro. Y yo soy el Uno,

el que deberá ensuciarse las manos.

Las máquinas se habían apagado. A veces,

con el viento, sólo llegaban parcelas de herrumbrosos

ruidos o de vigas rechinantes dispuestas

al coqueteo de ceder y desplomarse

en la oscuridad.

Después de cocinar algo frugal, iba en una

procesión abúlica hasta el comedor, arrastrando

los pies, se sentaba a la mesa. De a ratos

la mirada en el arroz, de a ratos hacia la

ventana. Y se sospechaba con el aspecto de

una estalagmita única en una caverna infinita.

La mesa aplastaba con su incesante anchura.

Esta vez, a esa hora, se enrolló en la cama,

pero sin la intención de dormir. La paz le venía

como una armónica empuñada por un negro

cuyos ojos se empecinan en la contemplación

del cielo. Su cuerpo acarocalado ahora se

elastizaba, en un despliegue de las extremidades

hasta lograr la electricidad de los veinte

dedos. Sentía la amortiguada vida de quienes

no esperan nada; un roedor en su guarida.

El receso de las máquinas parecía adelgazar

las paredes y entonces los sonidos le llegaban

dibujados con mayor nitidez, como imágenes

esféricas que al contener un polvo arenoso

y brillante se deslizaban por la habitación.

Su cabeza, hundida en la almohada, escucha

frases enteras de esos sonidos que

eran voces y provenían de la casa de abajo.

Quiso la inauguración de la rostrificación de

esas voces: ha visto a un hombre y a una mujer.

Los escucha hablar, susurrar desnudos

en medio de juegos, montados en un colchón

maloliente.

El l Uno y la Una:

(“Miel y leche hay debajo de la lengua de

mi amado”)

-Podría ser una casa-ciudad...

-Sin duda... Algúuuuun díiiiiia. ¡Bah!- dice

mientras le besa el seno izquierdo: su preferido.-

Recuerdo unos puentecitos leves en

Friburgo. Tenían en los extremos unas flores

bonitas, ¿sabes? ¡Parecían una postal o una

ilustración de los bosquecillos en los libros

de cuentos infantiles! Quiero que la casaciudad

tenga muchos de esos puentecitos...

-Va a haber puentecitos y jardines colgantes

y pequeñas lagunas, muñequita (los

hombros de ella le parecen de un mármol lujurioso)

-Lo de las lagunas no me cierra. No me

gusta tu compulsión a saltar sobre los charcos

que dejan las lluvias para salpicarme con barro

el vestido.

-No seas tonta...También me gustaría, Bicho,

que haya un hospital, una escuela y una

cancha de fútbol para nuestros hijos, nuestro

propio edificio de oficinas, un Supermercado

y quioscos 24 horas para tus tabacos, por lo

menos diez plantas de azahares, ¡qué lástima

que solo le pertenezcan a agosto!¿No te gustaría?

-Puf. Megalomanía.

-También podría ser una casa-ciudad con

una gran puerta de madera labrada y lustrosa,

abierta de día para que recibamos a todos

nuestros amigos. Una puerta alta, donde cada

día encuentres un diente de león como un

abrojito que acerques a esa nariz casi inexistente

que tienes y recuerdes al mundo y me

recuerdes a mí, que estoy adentro, desde el

otro lado. O una fortaleza en la que niños albinos

la protejan y que en medio de la euforia y

el desorden se pisoteen los pies.

La noche

Los caseríos habían muerto.

Las galerías de la casa-ciudad se

habían convertido en un desfiladero

de nichos negros.

Advino el desastre. Algunos

niños se diluían en los espacios,

desbandándose como hormigas,

caían de los muros, señalaban alguna

herida, o entre las dunas se

encontraban sus cuerpos brunos

y secos, los ojos abiertos y con

alguna mueca de horror.

El Uno, el favorito del profeta,

seguía tras la barricada. Los

ojos fijos detrás de la escopeta.

Estaba decidido a descocer la

estofa de cualquier dios que tuviera

la vana pretensión de rasarlos

con las especies del exterior.

La carita ajada, se limpiaba

los mocos en la oscuridad. Ni un

movimiento.

Ha decidido abandonar la

barricada. Se dirige hacia los trenes,

pero los trenes también habían

muerto. Quedaban sus esqueletos

de chapa en las vías, y

adentro sólo láminas delgadas y

el tizne.

Ha seguido por el camino de

los rieles, sin mirar hacia abajo.

Sabe que el abajo de la casa

-ciudad se ha convertido en hueco.

Las vías son aéreas. Los durmientes

dejan sentir a través de

sus entresijos, un viento helado,

ascendente y succionador que

parece susurrar cínicamente :

“Vas a caer. Vas a morir”.

El Uno respira, abre bien los

ojos, se envalentona y salta eludiendo

los pozos y ciñiendo los

ojos mientras está en el aire : ¡Padrenuestroqueestásenloscieloss

antificadoseatunombre...¡Venga

a nosotros tu reino!

-Tengo miedo.

-¿Dónde estás?

-Estoy sola.

-Dame la mano.

-Hace fresco.

-Vení.

Aterriza enhiesto. Logra treparse

a un abedul, pero no puede

vivir eternamente ahí, menos

presintiendo el vacío.

Debía correr.

Se arroja desde el árbol, previo

cálculo, hacia el riel que está

debajo. El riel queda entre

sus piernas, es como si el Uno

lo montara. No puede obtener

equilibrio con las manos. Siente

la muerte. Le duele la panza. No

quiere cerrar los ojos. No puede

evitar llorar. Un miedo cerval

le bloquea las piernas. Respira.

Transpira. El tabique donde fabricaban

ladrillos para fortificar

la casa ciudad era un gran horno,

muy alto, esférico, por supuesto.

El profeta solía subir por una escalera

hasta el techo. Un día bajó.

Estaba irritado y con una horquilla

de amontonar carbón, le

había atravezado la cara a uno de

sus perros. él decía que la piedad

era un vicio. Pero eso no lograba

distraerse. Sentía ahora a la casa

ciudad como una enorme torta

de cartón y que al mínimo paso,

podía hundirse. Solo.

Intenta otra estrategia. Estira

los brazos hacia el riel contiguo y

se apoya con los pies en el hierro

donde estaba sentado, de modo

que ahora queda acostado boca

abajo hacia la nada, no quiere

mirar. Ciñe los ojos al punto de

las lágrimas: el desfonde tiene un

ruido: el del movimiento de cascabeles

explotando la tierra en

un grito. Se aferra al riel con más

fuerza y suelta los pies en impulso

hacia el que había abandonado

. Pende. Ahueca con los pies

las paredes de tierra. Trepa. logra

salir del circuito de los pozos.

Se pregunta cómo la altura

puede ser subterránea. Cómo el

hundimiento puede generar vértigo.

Atrás quedan los trenes

muertos.

De pronto recordó aquél día.

Las cosas deben morir, se consuela.

Le había disparado en la

cabeza. él, el Uno era su sucesor

natural y dos leones no pueden

convivir en una mismas sahabana.

Le había volado la cabeza a

su profeta y luego todo el mundo

escuchó sus berridos de osezno

traidor.

-¿Vale la pena?

-¿Qué cosa?

-Que sigamos intentando...

-Las relaciones son siempre

relaciones de poder.

-Lo sé. ¿Pero se puede?

(El Uno le ceba un mate)

La vieja tapa con el tul los

moroncitos.

Al frente, bajo un falso arrebol,

las factorías.

Entra en un galpón. Las chapas

de las paredes, flojas, se

mueven con el viento. El piso

huele a orín, hay basura y cascotes

en los rincones. En el aire,

una invasión de polillas. A su izquierda,

una fila de muñecas de

cera, sin ojos y con el pelo hecho

viruta por la quemazón. En todas

las direcciones va cuajándose el

desperdicio sin culpas.

No podía dejar de pensar en

cómo se detuvo el caballo negro.

Las dos patas de adelante se le

doblaron hincadas en la arena.

Relinchaba como un demonio,

pero las patas no respondían.

Una caravana formada por los últimos

niños que quedaban vivos

se había organizado para salir de

la fortaleza al rescate del guardián.

Menos él. Recuerda que a

aquel querubín arrodillado le brillaba

el lomo y sobre esa masa

sedosa había recaído veloz el hachazo,

entonces, antes de desplomarse

hizo una última mirada

litúrgica de terneza hacia los

niños que también caían, como

guirnaldas de carne, en la arena.

Ahora Otra vez el viento, que

sigue haciendo vibrar las chapas.

A lo mejor, un sobreviviente.

En el fondo, una gruta.

Gemidos.

Es una niña puérpera.

-Encontrémonos siempre, en

esta vida, y en las próximas siete,

a la sombra del duraznero que

hemos plantado juntos.

-¿En Abril?

Las máquinas se han encendido.

Otra vez la sordera. Las voces

de los del piso de abajo caen.

Es hora de la Risperidona y

de acaracolarse para, ahora sí,

dormir. Mientras tanto, un diente

de león aterriza en su ventana.

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