Raíz aérea Raíz aérea
Un diente de león se ha mareado en
los brazos del viento.
Borracho, se abraza con sus plumosas
manos a la Fortaleza, que se
emplaza en mitad de la nada como un
inmóvil gigante de cemento, un león
petrificado en pose de absoluta solemnidad.
Las puertas están cerradas.
Se enraiza un mito en esa prepotencia
parada: un brazo eólico, una usina
de vapor veloz, hace levitar cada vértice
de los muros y al mismo tiempo, el
silencio que vive en las rocas de esas
paredes, al acodarse, hace desnudar
con la luna una bestia amarilla, de miel
rancia, embarazada de un sol mongol .
Sin embargo, también es cierto que
la noche acaba.
Entonces ahora, que es de día, Ellos,
los críos del profeta, el ejército diáfano,
abren, celosos, las puertas al sol,
mientras con sus pies, acarician la tierra
de la casa-ciudad, se pisotean inocentemente
en el tumulto o le formulan
sonrisas al viento que les aterciopela
las caras. Como sapitos que alternan
charcos, se adentran a la fortaleza
y se empujan para ganar distancia
en sus carreras hacia las hamacas.
Son cientos. Y cientas las hamacas, a
las que ven como juguetes abandonados
por los dioses que vivieron aquí,
dicen, hace mucho tiempo. Lo intuyen
por la cercanía del juguete con el vuelo
y por lo tanto, con la divinidad. La rutina
del ejército es sencilla: por las noches
conforman las rondas de defensa
como refuerzo del guardián principal:
un caballo negro que vela por la fortaleza,
corriendo incesantemente alrededor
de ella.
Y allí se los ve, con sus mamelucos
azules, encorvados para hacerse tierra;
cerditos albinos mamando de las
ubres del terruño.
A veces también, forjan una belleza
infrecuente: subidos a los muros, vestidas
sus cabezas con turbantes rojos,
los pechos contra el suelo. Ellos que
fueron camellos, luego leones y finalmente
iracundoss -pomelos, vino, azúcar-
zarandeados por las rutas de los
médanos.
La casa-ciudad, que de noche es
como un tubérculo abroquelado, se relaja
durante el día y se convierte en una
bestia mansa y lumínica, estriada de
lado a lado por esbeltos abedules.
El profeta diría que debajo del sol
no puede vivir el mal y que los demonios
se trocan en monstruos dormidos,
incapaces de libar en sus huestes alegres-
piensa el Uno, el favorito del profeta.
El profeta no habla de dioses ni de
inmortalidades.
El profeta cree que es necesario tener
enemigos, buscarlos, crearlos hasta
con las propias manos, con el barro
de nuestro hogar. .
“Corramos, niños, hay que bajar.
Miren, allá, las frutillas. Cuando hubimos
levantado nuestra casa, ustedes
eran huérfanos, la bajura del mundo
los había rozado. Y yo les he dado una
redención. Las espinas son hojas que
apuradas por la inclemencia y el destrato
se convierten, plegándose, en poderosas
agujas que resisten y combaten”.
El profeta tiene los ojos almendrados
y tiene a su perro. Y yo soy el Uno,
el que deberá ensuciarse las manos.
Las máquinas se habían apagado. A veces,
con el viento, sólo llegaban parcelas de herrumbrosos
ruidos o de vigas rechinantes dispuestas
al coqueteo de ceder y desplomarse
en la oscuridad.
Después de cocinar algo frugal, iba en una
procesión abúlica hasta el comedor, arrastrando
los pies, se sentaba a la mesa. De a ratos
la mirada en el arroz, de a ratos hacia la
ventana. Y se sospechaba con el aspecto de
una estalagmita única en una caverna infinita.
La mesa aplastaba con su incesante anchura.
Esta vez, a esa hora, se enrolló en la cama,
pero sin la intención de dormir. La paz le venía
como una armónica empuñada por un negro
cuyos ojos se empecinan en la contemplación
del cielo. Su cuerpo acarocalado ahora se
elastizaba, en un despliegue de las extremidades
hasta lograr la electricidad de los veinte
dedos. Sentía la amortiguada vida de quienes
no esperan nada; un roedor en su guarida.
El receso de las máquinas parecía adelgazar
las paredes y entonces los sonidos le llegaban
dibujados con mayor nitidez, como imágenes
esféricas que al contener un polvo arenoso
y brillante se deslizaban por la habitación.
Su cabeza, hundida en la almohada, escucha
frases enteras de esos sonidos que
eran voces y provenían de la casa de abajo.
Quiso la inauguración de la rostrificación de
esas voces: ha visto a un hombre y a una mujer.
Los escucha hablar, susurrar desnudos
en medio de juegos, montados en un colchón
maloliente.
El l Uno y la Una:
(“Miel y leche hay debajo de la lengua de
mi amado”)
-Podría ser una casa-ciudad...
-Sin duda... Algúuuuun díiiiiia. ¡Bah!- dice
mientras le besa el seno izquierdo: su preferido.-
Recuerdo unos puentecitos leves en
Friburgo. Tenían en los extremos unas flores
bonitas, ¿sabes? ¡Parecían una postal o una
ilustración de los bosquecillos en los libros
de cuentos infantiles! Quiero que la casaciudad
tenga muchos de esos puentecitos...
-Va a haber puentecitos y jardines colgantes
y pequeñas lagunas, muñequita (los
hombros de ella le parecen de un mármol lujurioso)
-Lo de las lagunas no me cierra. No me
gusta tu compulsión a saltar sobre los charcos
que dejan las lluvias para salpicarme con barro
el vestido.
-No seas tonta...También me gustaría, Bicho,
que haya un hospital, una escuela y una
cancha de fútbol para nuestros hijos, nuestro
propio edificio de oficinas, un Supermercado
y quioscos 24 horas para tus tabacos, por lo
menos diez plantas de azahares, ¡qué lástima
que solo le pertenezcan a agosto!¿No te gustaría?
-Puf. Megalomanía.
-También podría ser una casa-ciudad con
una gran puerta de madera labrada y lustrosa,
abierta de día para que recibamos a todos
nuestros amigos. Una puerta alta, donde cada
día encuentres un diente de león como un
abrojito que acerques a esa nariz casi inexistente
que tienes y recuerdes al mundo y me
recuerdes a mí, que estoy adentro, desde el
otro lado. O una fortaleza en la que niños albinos
la protejan y que en medio de la euforia y
el desorden se pisoteen los pies.
La noche
Los caseríos habían muerto.
Las galerías de la casa-ciudad se
habían convertido en un desfiladero
de nichos negros.
Advino el desastre. Algunos
niños se diluían en los espacios,
desbandándose como hormigas,
caían de los muros, señalaban alguna
herida, o entre las dunas se
encontraban sus cuerpos brunos
y secos, los ojos abiertos y con
alguna mueca de horror.
El Uno, el favorito del profeta,
seguía tras la barricada. Los
ojos fijos detrás de la escopeta.
Estaba decidido a descocer la
estofa de cualquier dios que tuviera
la vana pretensión de rasarlos
con las especies del exterior.
La carita ajada, se limpiaba
los mocos en la oscuridad. Ni un
movimiento.
Ha decidido abandonar la
barricada. Se dirige hacia los trenes,
pero los trenes también habían
muerto. Quedaban sus esqueletos
de chapa en las vías, y
adentro sólo láminas delgadas y
el tizne.
Ha seguido por el camino de
los rieles, sin mirar hacia abajo.
Sabe que el abajo de la casa
-ciudad se ha convertido en hueco.
Las vías son aéreas. Los durmientes
dejan sentir a través de
sus entresijos, un viento helado,
ascendente y succionador que
parece susurrar cínicamente :
“Vas a caer. Vas a morir”.
El Uno respira, abre bien los
ojos, se envalentona y salta eludiendo
los pozos y ciñiendo los
ojos mientras está en el aire : ¡Padrenuestroqueestásenloscieloss
antificadoseatunombre...¡Venga
a nosotros tu reino!
-Tengo miedo.
-¿Dónde estás?
-Estoy sola.
-Dame la mano.
-Hace fresco.
-Vení.
Aterriza enhiesto. Logra treparse
a un abedul, pero no puede
vivir eternamente ahí, menos
presintiendo el vacío.
Debía correr.
Se arroja desde el árbol, previo
cálculo, hacia el riel que está
debajo. El riel queda entre
sus piernas, es como si el Uno
lo montara. No puede obtener
equilibrio con las manos. Siente
la muerte. Le duele la panza. No
quiere cerrar los ojos. No puede
evitar llorar. Un miedo cerval
le bloquea las piernas. Respira.
Transpira. El tabique donde fabricaban
ladrillos para fortificar
la casa ciudad era un gran horno,
muy alto, esférico, por supuesto.
El profeta solía subir por una escalera
hasta el techo. Un día bajó.
Estaba irritado y con una horquilla
de amontonar carbón, le
había atravezado la cara a uno de
sus perros. él decía que la piedad
era un vicio. Pero eso no lograba
distraerse. Sentía ahora a la casa
ciudad como una enorme torta
de cartón y que al mínimo paso,
podía hundirse. Solo.
Intenta otra estrategia. Estira
los brazos hacia el riel contiguo y
se apoya con los pies en el hierro
donde estaba sentado, de modo
que ahora queda acostado boca
abajo hacia la nada, no quiere
mirar. Ciñe los ojos al punto de
las lágrimas: el desfonde tiene un
ruido: el del movimiento de cascabeles
explotando la tierra en
un grito. Se aferra al riel con más
fuerza y suelta los pies en impulso
hacia el que había abandonado
. Pende. Ahueca con los pies
las paredes de tierra. Trepa. logra
salir del circuito de los pozos.
Se pregunta cómo la altura
puede ser subterránea. Cómo el
hundimiento puede generar vértigo.
Atrás quedan los trenes
muertos.
De pronto recordó aquél día.
Las cosas deben morir, se consuela.
Le había disparado en la
cabeza. él, el Uno era su sucesor
natural y dos leones no pueden
convivir en una mismas sahabana.
Le había volado la cabeza a
su profeta y luego todo el mundo
escuchó sus berridos de osezno
traidor.
-¿Vale la pena?
-¿Qué cosa?
-Que sigamos intentando...
-Las relaciones son siempre
relaciones de poder.
-Lo sé. ¿Pero se puede?
(El Uno le ceba un mate)
La vieja tapa con el tul los
moroncitos.
Al frente, bajo un falso arrebol,
las factorías.
Entra en un galpón. Las chapas
de las paredes, flojas, se
mueven con el viento. El piso
huele a orín, hay basura y cascotes
en los rincones. En el aire,
una invasión de polillas. A su izquierda,
una fila de muñecas de
cera, sin ojos y con el pelo hecho
viruta por la quemazón. En todas
las direcciones va cuajándose el
desperdicio sin culpas.
No podía dejar de pensar en
cómo se detuvo el caballo negro.
Las dos patas de adelante se le
doblaron hincadas en la arena.
Relinchaba como un demonio,
pero las patas no respondían.
Una caravana formada por los últimos
niños que quedaban vivos
se había organizado para salir de
la fortaleza al rescate del guardián.
Menos él. Recuerda que a
aquel querubín arrodillado le brillaba
el lomo y sobre esa masa
sedosa había recaído veloz el hachazo,
entonces, antes de desplomarse
hizo una última mirada
litúrgica de terneza hacia los
niños que también caían, como
guirnaldas de carne, en la arena.
Ahora Otra vez el viento, que
sigue haciendo vibrar las chapas.
A lo mejor, un sobreviviente.
En el fondo, una gruta.
Gemidos.
Es una niña puérpera.
-Encontrémonos siempre, en
esta vida, y en las próximas siete,
a la sombra del duraznero que
hemos plantado juntos.
-¿En Abril?
Las máquinas se han encendido.
Otra vez la sordera. Las voces
de los del piso de abajo caen.
Es hora de la Risperidona y
de acaracolarse para, ahora sí,
dormir. Mientras tanto, un diente
de león aterriza en su ventana.