Día de la Autonomía Provincial

Por Clemente Di Lullo - Diario Clarín Prof, Sup. en Historia Especialista en Estudios Culturales Especial para EL LIBERAL

"Porque sin cultura no puede haber progreso para la Patria, por ser ella el único camino de su realización". Alfredo Gargaro (historiador santiagueño, 1893 – 1963) Hoy recordamos el 196º aniversario de la Autonomía Provincial, declarada el 27 de abril de 1820. En este día tan relevante para la ciudad más antigua del país, surge una pregunta ineludible, profunda: ¿qué fue de aquellos valores de firme defensa de los indeclinables derechos a forjarnos nuestro propio destino, sin aceptar subordinaciones políticas, económicas, sociales, jurídicas que afecten el desarrollo autonómico de nuestro futuro? Con serena reflexión y a la luz de los hechos presentes, con dolor, podríamos decir que los santiagueños no supimos cultivar, cuidar o preservar por distintas razones aquel histórico legado. Indolentemente, aceptamos voces y hechos extraños que colonizaron nuestro pensamiento, a punto tal que nos convertimos en "un pueblo mal informado que quiso dejar de ser sin antes haber sido". EL SIGNIFICADO DE LA PALABRA AUTONOMÍA Política y ciudadanía, curiosamente, en griego y latín significan: "vínculo del individuo con la comunidad". Autonomía, en griego y latín refieren a "ley propia". Por lo tanto, autonomía es lo que une sólidamente al ciudadano con la política y a la política con el ciudadano. Históricamente, esta vinculación sustancial ya aparece como práctica activa en la antigua polis ateniense. Otro ejemplo de auténtica vocación autonómica lo encontramos en el juramento de obediencia y fidelidad que los aragoneses hacían a su rey, y que dice: "Nosotros, y cada uno de nosotros que somos igual a vos y que juntos, tenemos más poder que vos, os juramos obediencia y lealtad si os comprometéis a respetar nuestras leyes y garantizar nuestros privilegios, si no, no". No cometamos el error de apreciar este testimonio desde una perspectiva presente pues podemos sentirnos impulsados a considerarla excesivamente conservadora o esencialista, y aún, si así lo fuera, tendría un sentido de preservación de su identidad y comunidad de intereses frente a propuestas "modernistas", "progresistas" diríamos hoy, con pretensión de dominación hegemónica que exigen renuncia de valores y principios tradicionales para adoptar otros foráneos, desconocidos, que producen una condición subalterna indefinida. Los españoles que plantaron la ciudad de Santiago del Estero procedían de aquel cuño. En sus ciudades natales habían aprendido que lo más preciado que tenía la comunidad eran sus fueros y que ellos eran irrenunciables. Para eso se vivía. Es casi seguro que huellas de ese pensamiento político dejaron en estas tierras, aunque más no sea como restos investidos de pretensión cívica, y no filosófica. La historia de los tres siglos posteriores a su fundación otorgó a la nuestra ciudad una condición jerárquica indiscutida en las tierras del Tucumán. Era el centro político, económico, religioso y cultural de la región. Para no equivocarnos, sobreabundan los documentos que registran los hechos heroicos que protagonizaron sus hombres. Por eso, Orestes Di Lullo, convencido, afirma: "Ninguna ciudad puede ofrecer hoy a la gratitud argentina, una probanza de méritos y servicios superior que la de esta heroica ciudad de Santiago del Estero". EL PROCESO HISTÓRICO DE LA AUTONOMÍA En este camino de reflexión, los invito ahora a imaginarnos la situación de nuestra ciudad a principios del siglo XIX. Pregunto: ¿alguna vez no han sido despojados maliciosamente de un bien o herencia muy apreciada? Imagino la angustia y el dolor apoderándose de ustedes frente a tamaña injusticia y atropello. Pues bien, cuando la Revolución de Mayo de 1810 hizo sonar la trompeta de la libertad en nuestro territorio, en ese mismo instante se iniciaba el período más difícil para las provincias del interior, especialmente Santiago del Estero. Ya hacía tiempo que su linaje de Noble y Leal Ciudad había caído en el olvido. Tampoco importaron la decidida voluntad de los santiagueños en defensa de los objetivos del nuevo gobierno. Como siempre, Santiago entregó la sangre de sus hijos, ganado, armas y víveres para sostener los ejércitos patriotas. Buenos Aires era la nueva estrella en el firmamento político de la revolución e intentó bajo todas las formas dirigir estas tierras. Su preponderancia como capital del Virreinato fortalecía su posición. Sus principales dirigentes sostenían que ella era la heredera legal del virrey depuesto y por lo tanto recaían en ella todos los poderes, atributos y competencias correspondientes a la autoridad anterior (teoría de la subrogación). Por el contrario, la mayoría de las ciudades del interior, que entendían la organización nacional como un pacto entre jurisdicciones en igualdad de condiciones, defendían el derecho a elegir sus propios gobernantes y dictarse sus propias leyes, pues al no existir la autoridad legítima la soberanía recaía en el pueblo (teoría de la retroversión). Su voluntad política era la reunión de un Congreso General de las Provincias que estableciera un gobierno central encargado de la administración general y de las relaciones exteriores, sin menoscabo de las autonomías provinciales. Esta tensión entre Buenos Aires y las Provincias se extendió durante gran parte del siglo XIX. ¿Qué ocurrió con Santiago del Estero en este lapso? Mucho y todo para mal. Cayó en una situación de dependencia política, primero de la Gobernación de Salta y, más tarde, de la Gobernación de Tucumán, con capital en la ciudad de San Miguel (una de sus primeras hijas históricas). Esta última circunstancia motivó una carta de reclamo del Cabildo Santiagueño al entonces Director Supremo de las Provincias del Río de la Plata, Dn. Gervasio Antonio de Posadas, en estos términos: "No tuvimos un día más amargo que aquel aciago en que se estableció Tucumán en cabeza de Provincia y se nos sometió a este gobierno bajo el cual no hemos experimentado otra cosa que vejaciones, insultos y despotismo". No requiere mucho esfuerzo ponernos en la piel de aquellos pobladores, mancillados en su dignidad y atropellados en sus derechos por gobernantes extraños a quienes poco y nada les importaba los intereses y necesidades de los santiagueños. Así se explica y se justifica las primeras sublevaciones contra la opresión tucumana dirigidas por el Tte. Cnel. Juan Francisco Borges, llamado con justicia el Precursor de la Autonomía. La primera en 1815 y la segunda en 1816. Si bien es cierto, estos intentos fracasaron y hasta le costaron la vida, el reclamo autonómico se volvió llama encendida que se propagaba cada vez con mayor fuerza entre todos los habitantes, sin distinción de clases o condición. Los esfuerzos de los descontentos estaban puestos en la recuperación de la libertad perdida (los fueros, recuerdan), aunque este sentimiento mayoritario no nos hace desconocer que había una minoría que comulgaba con los funcionarios tucumanos. El segundo momento de este proceso tuvo como protagonista principal a Juan Felipe Ibarra, Comandante de Frontera, con asiento en Abipones, a orillas del río Salado. Convocado por las fuerzas civiles de la ciudad, avanzó sobre ella con su milicia gaucha y con el apoyo de fuerzas santafesinas proporcionadas por su gobernador, Estanislao López. Tras unas horas de combate en las cercanías de la iglesia de Santo Domingo, venció al Capitán Juan Francisco María de Echaurri, designado por el gobernador tucumano Bernabé Aráoz, como custodio del Cabildo y sofocar los intentos separatistas de los santiagueños. Este combate ocurrió el 31 de marzo de 1820. Las horas siguientes fueron de una fragorosa actividad enmarcada en un ambiente de alegría, angustia y esperanza para la población. El vecindario fue convocado a una asamblea popular que designó como Teniente Gobernador Interino a Ibarra y, enseguida, se integró el nuevo Cabildo que quedó compuesto con miembros santiagueños. Es posible imaginar la algarabía, los abrazos compartidos y hasta el llanto de un pueblo que recuperaba el ejercicio total de su soberanía. Ese mismo día se envió una comunicación al gobernador Aráoz anoticiándole de todo lo resuelto. "El lisonjero esplendor del uso libre de vuestros derechos os deslumbra y alucina hasta el deplorable grado de creeros capaces de entrar por vosotros mismos en un gobierno federal por lo cual vuestra minoridad e impotencia no puede perdonaros" fue la ofensiva respuesta del gobernador tucumano que repercutió hondamente en el espíritu público santiagueño y que mereció una contundente contestación del Cabildo, a través de un Manifiesto que plantea claramente la convicción autonómica y que el camino emprendido no tenía regreso porque "una ciudad de una pequeña o grande población es como una nación, que no puede estar legítimamente subordinada a otra, porque la esencia del cuerpo político consiste en el acuerdo de la obediencia y de la libertad; será Santiago tan libre y soberana como Tucumán y Catamarca". Ibarra, entonces, apuró la reunión de los electores representativos de los pueblos y comarcas del interior. La misma se efectuó el 25 de abril, procediéndose en primer lugar a constituir la Junta Electoral, la que el 27 de abril da a conocer al Acta de Declaración de la Autonomía y un Manifiesto considerado como superior testimonio político de la más clara y precisa visión federalista de su tiempo. Por todo este accionar protagónico en aquellos días, Juan Felipe Ibarra quedó en nuestra historia como el fundador de la autonomía santiagueña. Era lógico, entonces, que un pueblo noble y agradecido lo eligiera como Gobernador de la Provincia, cargo que ejercería por más de treinta años, hasta el día de su muerte, con breves interregnos. El gobernador Aráoz no se resignó fácilmente a la destrucción de sus sueños hegemónicos y durante algún tiempo continuó las escaramuzas armadas, hasta que finalmente, presionado por Bustos, gobernador de Córdoba y Martín Miguel de Güemes, gobernador de Salta, se avino a firmar el Tratado de Vinará, el 5 de junio de 1821 que reconocía la autonomía de Santiago del Estero y disponía el cese de toda hostilidad contra esta jurisdicción, dejándola en pleno ejercicio del derecho al gobierno propio. Así se desarrollaron los hechos que nos dieron entidad jurídica definitiva y de calidad concurrente fueron los hombres que la propiciaron y cuya acción heroica debe permanecer siempre como antorcha que ilumine nuestro futuro. LA AUTONOMÍA Y EL SIGLO XX Parafraseando a E. Renan que sostenía que "una Nación es un plebiscito diario", podemos afirmar que lo mismo ocurre con el ejercicio de la autonomía. Su fortalecimiento no ocurre por un acto voluntarista individual sino por la acción conjunta de todo el cuerpo político –institucional de la comunidad organizada y el control ciudadano en la preservación de sus derechos al autogobierno. El empoderamiento de las agrupaciones civiles en sus distintas manifestaciones (asociaciones barriales, religiosas, económicas, étnicas, etc.), es un camino seguro para la afirmación de la ciudadanía en todas sus variantes y con un único objetivo: el resguardo de nuestros derechos a ser como somos y llegar a ser lo que queremos ser. ¿Cuál es el instrumento más adecuado para este logro? No se me ocurre otro que la escuela pública ya que su función natural es la formación en valores y principios éticos y morales que demanden ciudadanos honestos y responsables de sus derechos y obligaciones con la sociedad que los contiene. Es comprobable que poco de esto ocurrió durante el siglo XX en nuestra provincia. Todo lo contrario, poco a poco su dependencia del gobierno central se fue acentuando; sus posibilidades de desarrollo y progreso quedaron sujetas al gobernante de turno; el ahogo financiero y económico fue una constante; las disputas entre facciones políticas contrarias estimulaban pactos y traiciones que alimentaban la división social. El resultado: Santiago se convirtió en la provincia argentina con mayor cantidad de intervenciones federales dispuestas por gobiernos constitucionales. Todo esto ante un pueblo pasivo, que parece, como dice la psicóloga santiagueña, Adriana Guraieb, "sufrir el trauma de Peter Pan", es decir no se anima o no quiere crecer, le falta la decisión de terminar de conformarse como comunidad activa, que no delega su futuro y el de sus hijos en prácticas de lealtades personales que son clara renuncia a una verdadera democracia.

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