LETRAS SANTIAGUEÑAS

Cuentos de María Lourdes Guzmán

Prendido

Pasan los días y todavía no puede descifrarse. Y ese vaivén emocional lo lleva a un sitio angustioso, por donde camina con zapatos de plomo. Es la primera vez que camina en falso, no sabe lo que quiere y eso lo está superando. Hasta duda de quién es realmente.

“Ser yo no es fácil”, piensa. Y no lo dice por soberbio ni narcisista, sino porque muchas veces es prisionero de sus sentimientos.

Cobijado en la desolación, aparecen las culpas sin justificaciones y los cariños imborrables, que no hacen más que sellarlo a un molde frágil, que se rompe ante el primer temblor.

Le es difícil no revolver el pasado cuando busca encontrar algunas respuestas en su interior sobre lo que fue y lo que es, lo que quedó y lo que tiene, lo que quiso y ya no quiere; o no sabe si lo quiere. Pero de algo sí está seguro: aún la espera, sin prisa ni pausa.

“Todo vuelve”, se consuela, aunque sabe que corre el riesgo de esperarla eternamente, porque sabe que ella siempre eligió desplegar las alas de la libertad.

Y es imposible que no se despegue de su recuerdo. Entre los resabios de amargura, la imagen de su sonrisa retorcida le roba una esperanza. Una esperanza que guarda, porque confía que volverá a buscarlo, a necesitarlo, a quererlo.

Así, perdido en las alegres y reconfortantes imágenes del ayer, sacude sus emociones e intenta descubrir qué es lo que realmente la ata a esa mujer… tan arrogante como seductora que, después de tanto tiempo, aun la hipnotiza. ¿Amor, amistad, pasión? Un poco de todo, quizás, con algunas gotas de compasión.

Cuando la conoció pensó que sería una noche y nada más. Estaba a acostumbrado al canje del placer por unos cuántos días. Pero ella de a poco lo fue llevando al abismo de su ternura y cuando menos se dio cuenta se encontró sediento de su compañía y clamando por sus caricias.

En las noches de aquel invierno febril, entre sábanas y amarguras, fue conociéndola y no pudo desprenderse del calor de su cuerpo y del dolor de su alma. Noches ensordecedoras donde la pasión y la efervescencia del erotismo pujaban con las lágrimas y el desconsuelo.

No pudo regresar de la mirada triste que emanaban esos ojos marrones perspicaces, que magnetizaron su sensibilidad.

Aunque en ese tiempo no pudo descifrarlo, hoy —devorado por la nostalgia— reconoce que se enamoró de su dolor. No pudo ser indiferente a su debilidad, a su llanto. No pudo y no quiso abandonarla en su miseria, atiborrada de relatos tristes y dibujos grises de una vida marcada por el desamor y el desamparo.

Embriagada en sus brazos, ella le contó sus penas y él la abrigó con su cuerpo y su sonrisa serena. Así, las horas de excitación pronto se transformaron en días de placer, con alegrías y tristezas compartidas.

Pero un día cualquiera, que quedó marcado a fuego, el desasosiego pudo más. Ella no quiso seguir enredándose en el suave y peligroso juego del amor. Decidió irse, para no aparecer más… como si nunca hubiera existido.

Las idas zigzagueantes hacia la apatía fueron más frecuentes y de pronto él se encontró lidiando solo, por un amor que ni siquiera había comenzado. De ella sólo quedó la fragancia de su cuerpo, la dulzura de sus abrazos… la aflicción de su encanto.

No se dejó amar y contra eso no pudo hacer nada. No tuvo otra opción que quedarse con las ganas del querer y la impotencia del no poder. El mayor error que cometió fue pretender ser lo que no es, ocupar un lugar que no fue ni es suyo y corresponder a sentimientos que no le pertenecían.

En el silencio pleno que lo habita y con la sinceridad que la caracteriza, admite que nunca encajará en su vida, porque llegó a destiempo o porque los mandatos del destino fueron otros. Sin embargo, no abandona la ilusión de amarla, sin importar el precio de arder en la quimera de sus besos fáciles. No teme esperarla… y quedarse con el corazón en la mano.

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Fotosíntesis

Y de repente el árbol de la vida se va deshojando... frutos caídos, ramas secas... y el tronco y las raíces quedan un poco doblegados. Si están bien regados permanecerán intactos, tal vez los vientos huracanados o las tormentas intensas lo tuerzan un poco… pero cuán importante será, entonces, el riego y el calor del sol para que ese árbol no se caiga.

Como un árbol estamos plantados aquí y ahora. Algunos venciendo plagas, otros resistiendo tormentas y muchos otros creciendo y dando frutos. Sobredosis de agua hace mal, así como también el cariño puede ahogar. Y el sol... brilla y permite brillar siempre y cuando no queme las hojas impidiéndoles crecer.

¿Cuál será la dosis ideal de esa agua y ese sol para brindar a los demás? ¿Será que ahogamos o dejamos brillar? ¿Cómo será que alimentamos y cuidamos nuestras raíces? ¿Qué tipo de árbol somos? ¿Un sauce llorón? ¿Un potus? ¿Un lapacho en flor? ¿Un palo borracho, tal vez? No sé.

El otoño ha llegado y con él se va llevando muchas hojas secas y frutos caídos… dejando que la savia riegue algunos huecos y vitalice el interior.

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