LETRAS SANTIAGUEÑAS

Microrrelatos de Guillermo Pinto

El quetubí ya cantó

El quetubí ya cantó. El sol saldrá pronto, allá, detrás de los algarrobales. Quetubí, quetubí, ¿cómo hará el quetubí para saber que el sol saldrá pronto? Enseguida verá la primera lucesita por ese agujerito en la pared, cerca de la cama. Hace tiempo que descubrí el agujerito ese, y también otros por donde a veces veo las estrellas, y algunas otras veces son gotas las que brillan, que no son como las estrellas, parecen pequeños pedazos de vidrio, como cuando brillan las botellas rotas en el suelo del boliche, la noche del sábado, y uno que lo ve a través del vino piensa que está mirando un montón de lucecitas, igual a la entrada de los circos, de esos que vienen al pueblo en el invierno. Pero ahora es verano, y siento la piel pegada al cuerpo, también siento las nalgas amplias de la Dionisia, no sé por qué se me acerca así al amanecer, como si supiera que me estoy por levantar, que me iré y recién regresaré cuando el sol esté bajo, no sé, como si temiera algo, tampoco sé qué. Invierno y verano es lo mismo. En invierno es más lindo sentir el valor de su cuerpo, sobre todo a la hora de la helada fuerte. Pero en invierno también canta el quetubí, y entonces también me levanto temprano, de noche aún. Siempre pienso si es mejor el invierno o el verano para trabajar. En el verano están el calor y los mosquitos, y en el invierno la escarcha y el riego que hiela los pies. Invierno y verano es lo mismo, el trabajo digo. El viejo decía que el trabajo dignifica, pero eso debe ser en otro lado, no aquí. Ahora ya entra un poco de claridad por la hendija dé la puerta y por los agujeritos de la pared. Veo apenitas las cabezas, todas juntitas, de los niños dormidos. No sé por qué, me digo. Bueno, lo de todos es un decir. Con el Ramoncito que se nos fue el año pasado era la media docena. Desde que la traje a la Dionisia le dije que quería seis hijos, y la pobre me los dio. Pero el verano es malo para los niños. Al principio no cesaba de llorar, después le salía esa caquita marrón y chirle, que no le para, como el agua de la represa. Más tarde lo colgamos del alero del rancho, con la cabecita hacia abajo. A la Dionisia le dijeron que eso era bueno. Todavía tenía la mollera blandita. Pobre Ramoncito. La Dionicia lo llevó al hospital de Chaguar Punco, pero siempre hay mucha gente esperando y atiende un solo médico. Cuando finalmente le tocó el turno a ella, el Ramoncito ya se había ido. Dizque sintió como si tuviera una brasita en sus brazos, y después el cuerpecito se fue enfriando. Dizque que ella se dio cuenta, pero no lo lloró porque pensó en los angelitos del cura José. El velatorio estuvo lindo, mi compadre arrimó un cordero y cerca de la medianoche llegó el cura. Nos habló a todos, y al final yo no entendí muy bien donde estaba el Ramoncito, no sé bien qué dijo de un pecado original, pero por ello aún no podía ser ángel. Yo creo que un guagua así no puede pecar. Estoy segura que mi Ramoncito es un ángel. Quetubí, quetubí. Y si en vez de ángel se convirtió en quetubí, qué lindo sería saber que él me despierta todas las mañanas. l



La Cita

La cita fue nomás en la vieja casona de la calle Tucumán. Fueron llegando de a uno en uno; el primero en hacerlo fue Manuel, golpeó la puerta, atravesó el zaguán e ingresó en la amplia sala; apoyó sus espaldas en la pared, junto al mustio ventanal de visillos blanquísimos y encendió un cigarrillo. Pronto llegaron Abel, y un poco más tarde Ramiro; casi sin hablar calcaron los movimientos del primero. En contados minutos estuvieron todos, y ante una imperceptible seña, Ramón encendió el Winco, los acordes de “Anochecer de un día agitado” parecieron descolgarse de la gigantesca araña que pendía imponente del techo, y fue cuando todos caminaron hacia las sillas vacías e invitaron a bailar a las imaginadas mujeres de los sesenta. l

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