Por Mario Ramón Tenti, sacerdote

Cristo llega, esperémoslo con júbilo y alegría

Es t e domingo comenzamos el Adviento, tiempo de espera vigilante por la venida de Jesús que nace para nosotros en la Navidad. Es un tiempo de esperanza, porque Jesús viene a nosotros. Él es el rostro amoroso de Dios que sana, perdona y salva. Y por eso, lo esperamos como una enamorada espera a su enamorado, “¡La voz de mi amado! Ahí viene, saltando por las montañas, brincando por las colinas… y me dice: levántate amada mía, y ven hermosa mía….” (Cantar de los cantares), así esperamos los discípulos a Jesús que se acerca, el viene a nosotros hecho Palabra que ilumina el corazón, pan que alimenta e invita a la comunión, luz que disipa las tinieblas del pecado, voz que anuncia buenas nuevas de salvación para toda la humanidad. Y porque lo esperamos como se aguardan los enamorados, el corazón está lleno de alegría, de gozo, de saber que viene a nosotros para cumplir su promesa: “yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Su venida nos alegra el corazón, ya no hay lugar para la tristeza, los discípulos siempre estamos alegres, porque Jesús vive en medio de nosotros y su Reino esta en nosotros y nos envuelve en su dinamismo de amor. Pablo nos dice: “Alégrense siempre en el Señor. Vuelvo a insistir, alégrense. Que la bondad de ustedes sea conocida por todos los hombres. El Señor está cerca.” (Filp 4, 4-5). La alegría por la venida de Jesús recrea en nosotros la bondad, volvemos a creer en Dios y a creer en nosotros mismos, recuperamos el sentido de nuestra vida, hemos sido creados para el amor, para la bondad, para la belleza, para la verdad. Ese es nuestro destino. Cristo en su venida nos comunica la verdad de Dios, que es padre de bondad, y también la verdad sobre nuestra condición humana: nos revela quiénes somos y cuál es nuestro lugar en el mundo. El aguardar su venida nos llena de esperanza, es posible alcanzar la paz, demoler los muros de la violencia que deshumaniza, de la xenofobia que obstaculiza el proyecto de fraternidad entre los pueblos, de la pobreza que estigmatiza y condena a muerte a millones de hermanos. Nuestro mundo no está perdido, no esta condenado al fracaso. Cristo es nuestra esperanza (1 Tim 1,1), El es el camino y la respuesta de Dios al sufrimiento humano, al pecado y a la muerte. Pedro nos invita a los discípulos “Estén siempre dispuestos a defenderse delante de cualquiera que les pida razón de la esperanza que ustedes tienen.” (1 Pe 3,15). Cristo es nuestra esperanza porque en él hemos resucitado a la vida y hemos vencido para siempre al pecado y la muerte: “Ya que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes del cielo donde Cristo está sentado a la derecha de Dios.” (Col 3,1). De esto se trata la vida de los discípulos, buscar los bienes del cielo, del Reino de Dios en la historia, las bienaventuranzas que Jesús nos dejó en el monte a orillas del mar de Galilea. El adviento es espera segura de que el Señor vendrá, porque cumple su promesa; Dios es fiel (Dt 7,9), nunca decepciona, jamás abandona a sus hijos que lo esperan enamorados, alegres y en vigilante búsqueda de los bienes del cielo. La fidelidad de Dios renueva nuestra fe siempre débil y necesitada de ser sostenida por su misericordia, Dios que camina a nuestro lado nos enseña a creer y a esperar un nuevo cielo y una nueva tierra donde habitará la justicia (2 Pe 3,13), y en esa fidelidad de Dios se fundamenta nuestra oración suplicante que dice: “Ven Señor Jesús” (Ap 22, 20). Anhelamos su venida, lo esperamos enmarados, alegres y vigilantes, confiados en su misericordia providente, con los ojos y el corazón puestos en los bienes del cielo, ese es el mejor de los programas, no sólo para el adviento, sino para la vida de todo discípulo. Tenemos la certeza de que Jesús está con nosotros cuando nos reunimos en su nombre (Mt 18, 20), cuando comemos el pan de la eucaristía y de la vida (Jn 6,57), cuando nos amamos unos a otros (1 Jn 4, 12), cuando servimos a los hermanos, en especial a los pequeños, (Mt 25, 40). Por eso, estamos alegres, porque Jesús viene a nosotros y vive en medio de nosotros, El es el Alfa y la Omega, el que nos da de beber de la fuente del agua de la vida (Ap 21,6), por eso estamos siempre alegres, porque nada ni nadie podrá separarnos jamás de su amor (Rom 8, 35).
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