Por Guillermo Zimmermann

Abismos enmarcados

Aquella especie de autorretrato desinflado. Me refiero a ese pellejo marchito, arrugado y colgante con que Bonarotti se representó a sí mismo en el Muro del Juicio, para decoración de la Capilla Sixtina. Tal vez no exprese, como se ha interpretado siempre, una autocondena; sino más bien un salvaconducto. Una violenta fuga de su propia obra, de esa tortura inflacionaria de los cuerpos que fue su propia obra. No son anatomías objetivas, sino volúmenes expansivos lo que introdujo, e indujo, en el arte; la musculatura masculina la fortaleza donde los aprisionó. Fortaleza compleja y hasta flexible pero al fin, inexpugnable. Una sola grieta en sus muros y muchas figuras podrían haber estallado; ceder en sus grosores a los caprichos de la esfera, rivalizar en estupidez con un Bottero. Entre el antiguo griego apolíneo y el grotesco fisicoculturista contemporáneo se sitúa precisamente el Hombre Renacentista, ese invento de Miguel Ángel. ¿Ideal? ¿Libidinoso? ¿Antinatural? ¿Anticipo necesario de las actuales obsesiones con el cuerpo? Tal vez en su Adán se denuncia mejor esta funesta predicción anabólica, más que por su magnífico antebrazo, por la ridícula pequeñez de sus genitales. Particularmente: Seurat consigue convencernos de que si tomáramos un cuadro suyo entre las manos y lo sacudiéramos violentamente hacia arriba los colores saltarían por el aire, como la arena. Y luego caerían todos otra vez sobre la tela. Volverían a situarse, implacables, obedeciendo afinidades misteriosas. Acaso compondrían una imagen nueva, pero también francesa, también soleada. La distinguiríamos con alivio después de un instante de perplejidad. Consigue convencernos de esto porque, singularmente, sus cuadros tienen frente al tiempo una relación extraña. Es como si esos puntos nos recordaran que en la realidad hay mucho más movimiento que el de los gruesos y lentos objetos. Que la serenidad de cada instante es la coordinación de cientos de danzas invisibles. De miles de pequeños huracanes. ¿¡Acaso hará falta, pregunto, que un desquiciado, un enloquecido por la verdad, se introduzca furtivamente en el Museo de Arte de los Ángeles; y que luego de una tarde oculto en la oscuridad, alimentándose sólo de raíces, se sitúe frente a La Traición de las Imágenes de Magritte y dibuje sobre ella unas líneas verdes, o unas flores rosas, o cualquier otra cosa que sugiera así sea remotamente la idea de lo vegetal; para que todo el mundo entienda, de una buena vez y para siempre, que lo allí representado fue, es, siempre será y nunca ha sido más que una maceta!? Una maceta de forma inusual si se quiere, pipezca acaso; pero tan maceta en su esencia y en su definición como otra con forma de tinaja, o con forma de martillo. O con forma de maceta. Nos pondríamos de acuerdo, señores. Por una vez. Dimensionaríamos en su justa medida la mentira oculta tras la verdad del autor. A lo largo de su vida, en particular en sus últimos años, Hokusai pintó más de veinte cuadros del monte Fuji. Dibujos que fingen ser de otra cosa; el monte aparece siempre en ellos, desde distintas perspectivas, como aprovechando la excusa. A veces incluso escondido, como en el célebre cuadro de las olas donde, consecuentemente, aparece disfrazado de ola. A lo largo de su vida, en particular en sus últimos años, Cezanne pintó casi sin detenerse la montaña Sainte Victoire, ensayando siempre nuevas perspectivas e iluminaciones. Si bien se diferencian en casi cualquier otro aspecto (nacionalidad, época, estilo pictórico) ambos artistas vuelven a acercarse, curiosamente, en el para qué. ¿Para qué pintaban una y otra vez la misma montaña? Lo hacían al servicio de una búsqueda. Pero una búsqueda que excedía los límites de la vida. Cezanne declaró que pintaba desde la derrota, sabiendo que a pesar de sus esfuerzos nunca pintaría Sainte Victoire como ésta lo merecía. Más chistoso, más romántico, Hokusay había escrito que si le era dado vivir hasta los ciento diez añossin duda llegaría a dibujar del modo sublime, indescriptible, con el cual soñaba. “Entonces cada color vivirá” declaró hermosamente, acaso presagiando la hermosura en la paleta de Cezanne. Solo por esta vez, lector. Concédame la gratuidad de la metempsicosis. Permítame suponer que una recatada y tal vez anónima montaña hace siglos que espera. Y que una sensibilidad ya envejeció en muchos cuerpos, ya cegó en muchos ojos preparándose para ese encuentro. Es cierto que, sobre todo los martes y los jueves, las telas de De Chirico se transforman en abismos. Enmarcados abismos. Lo que las circunda, el mundo digamos, se desintegra rápidamente. Y uno se compenetra hasta la absorción. Avanzando por aquellos páramos se observan los callados maniquíes, las abandonadas columnas, las estáticas nubes. Se siente que aun siendo solo esto: ni un observador, apenas un proyectado punto de observación, un virtual e imaginado voyeur; se tiene de todos modos menos silencio, se está menos helado que ellos. Y uno se engaña. Sin advertirlo se reduce a ser una distancia, un desprecio casi ontológico por toda esa desolación. Esta inocencia funciona, pero solo hasta que ¡ay! algo nos rescata (un importuno sonido de teléfono celular por ejemplo) y nos vuelve a la superficie del mundo. El gigantesco y ruidoso cumpleañitos para nenes crueles. Digamos. Antes de abandonar la sala, ya respondiendo el teléfono, ya consultando la agenda, les damos una última mirada. Querríamos clavarnos esos maniquíes en el pecho. Un futuro distante: Un profesor de Historia del Arte (puede imaginárselo como un autómata, como un programa inteligente o como un evolucionado homo sapiens de grotescas protuberancias encefálicas) pone en aprietos a su alumnado con una pregunta simple: “¿Quién fue, sin lugar a apelación, el pintor más original del siglo XX? Recuerden: el siglo en que los manifiestos se sucedieron a vertiginoso ritmo, en que los artistas (todos) se liberaron de las cadenas de lo bello solo para calzarse los más ajustados grilletes de lo novedoso; el siglo en fin, en que todos los artistas enloquecieron, se perdieron, en una compulsiva e incomprensible búsqueda de originalidad”. Y he aquí que el profesor sonríe malicioso. Es fácil imaginar consternados a sus alumnos (el auditorio de autómatas, el espacio virtual, la comunidad telepática), “¿Pero qué, que se respondería?” pensamos desde nuestro distante presente: “¿Picasso? ¿Matisse? ¿Modigliani?”. No, no de ninguna manera. Se responderá: “Sin duda, profesor, debe señalarse a Elmyr de Hory”. “A lo largo de su increíble vida, de Hory falsificó más de un millar de obras. Pintó Modiglianis que endeudaron a los marchantes, Matisses que embellecieron los museos, Picassos que admiraron, y engañaron, al mismísimo Picasso. De todos modos, y lo admito, mi argumento es más lógico que estético: en un período polarizado entre la fetichización de lo nuevo y la fabril reproducción; la recreación, la búsqueda de inventar sin asombrar fue lo nuevo, la única posición original”. “Lamentablemente,” dice el alumno, y en sus últimas palabras se trasmite algo del fastidio que le produce la bolilla, “de Hory no pudo escapar. Hacia el final de su vida, ya perseguido y célebre, firmó algunas de sus obras con su propio nombre, cediendo a aquella monótona e injustificada costumbre que, como usted bien sabe profesor, aún aprisionaría al arte por un THE MUSICIAN, de André Masson (1896-1987).
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