Nos dejó la Gina

Por Luis Gerardo Quadrelli

Un día como cualquiera llegó a nuestra casa de una manera inesperada. Era un pequeño capullo de suave y atigrado pelaje. En un santiamén se hizo amiga y cómplice de mi nieto mayor. La bautizamos con el nombre de Gina, en honor a una perra que me guió en el monte para salvarme de un posible ataque de abejas africanas en un lugar llamado Agua Amarga. Al poco tiempo de compartir con Gina, a mi nieto se le fueron los miedos propios de la edad infantil.
La perrita también demostraba que para ella, Enzo era su amo preferido. Cuando él volvía de la escuela, Gina lo recibía con fuertes y sonoros ladridos de alegría, que resonaban en la casa a pesar del rezongo y protestas de los que se llamaban al descanso. Su colita no terminaba de moverse nunca demostrándole todo su gozo al recién llegado, que respondía a ese cariño llamándola por lo bajo. Gina lo acompañaba durante el almuerzo “carancheando” lo que le daba a escondidas o caía de su plato. Así como Gina llegó a nuestra casa, de esa misma manera un día trajeron a una gatita con quien a pesar de las diferencias de especie se hicieron compañeras de juego.
La gatita llamada Lola le daba unos zarpazos juguetones y Gina corría detrás de ella. Lola subía de un salto los sillones y Gina la seguía torpemente, en comparación con la felina agilidad de la gata. Estos juegos tuvieron el resultado que la Gina, una pekinés de las razas más chicas, terminara con un problema en la columna. La llevamos a la veterinaria, pero a pesar del tratamiento no mejoraba. Un día amaneció sin poder caminar, daba pena verla arrastrándose y sufriendo. Qué gran ejemplo nos dio Lola al no dejarla sola nunca. Siempre estaba a su lado, como acompañándola en su enfermedad y su gatuna mirada de alegría se transformó en una mirada triste, opaca.
Así como los grandes deberíamos aprender de los niños, también deberíamos asimilar de los animales que nos viven dando ejemplos de amor y de solidaridad. Tal vez si aprendemos de ellos viviríamos en un mundo mejor. Yo no podía ver sufrir más a ese pobre animal. Una mañana, casi escondido la llevé a la veterinaria con el triste fin de que la sacrificaran. Cuando se lo dije a la doctora irrumpió en llanto y me dio la tarjeta de una colega alemana que atendía en La Banda. Perdido por perdido, la llevé pensando que si se da, se da. Sin darme ninguna garantía, la profesional empezó a hacerle acupuntura. Este tratamiento duró dos meses y la pobre perrita no daba señales de mejoría. Una mañana al levantarme para ir al trabajo busqué a Gina en su cucha, pero no estaba. Afligido, la busqué por toda la casa y cuando salí al patio encontré a la perrita caminando con alguna dificultad, pero estaba de pie. Poco a poco se fue recuperando, con la prohibición de no subir más los sillones. Gina vivió diez años más, llenando de alegría mi hogar, disfrutando de la compañía de las personas queridas. Mi nieto se apegó más a ella. Era la mimada de la casa, pues había vuelto de la muerte.
Hoy extrañamos su diminuta presencia, en especial a la hora del almuerzo. Llorando silenciosamente, tomándole la manito derecha y sentado en el suelo, mi nieto la acompañó hasta que dio su último suspiro y viajó al mundo de los perros, donde con seguridad ya tiene su lugar ganado. En la ventana, Lola entorna sus ojitos felinos tal vez esperándola para volver a jugar.
Ir a la nota original

MÁS NOTICIAS