Entre la Justicia y los ajusticiamientos
Por Sergio Sinay - www.sergiosinay.com
¿Q ué es la Justicia? Quizás
ocurra con ella lo mismo
que decía San Agustín del
tiempo: “Sé lo que es, pero
cuando tengo que explicarlo
ya no lo sé”. Abundan las definiciones de
Justicia. Y seguirán sumándose. En la Argentina
de hoy, y gracias a los encargados
de administrarla, se equipara justicia con
impunidad, inequidad, prebendas, corruptelas,
indiferencia, decepción, privilegios.
Nada, en fin, que ligue al concepto
con sus fundamentos. Y, como una perversa
secuela eso, con una frecuencia inquietante
se empieza a confundir justicia
con ajusticiamiento. Los linchamientos
están a la orden del día. Justicia es, así,
lo que cada uno decide según lo afectado
que se sienta por las acciones o conductas
de otro. Es remplazada por venganza, revancha,
vendetta, desquite, represalia.
En el siglo IV antes de Cristo, Epicuro,
el filósofo que proponía la búsqueda
de la felicidad a través de una vida armónica
y de un hedonismo no egoísta, decía
en sus Máximas capitales que la justicia
no es algo en sí, sino el contrato entre
un grupo de personas que, independientemente
de cantidad y lugar, se comprometen
a no hacer daño ni padecerlo.
El periodista y filósofo francés Emile
Chartier (1868-1951), profundo humanista
conocido como Alain, señaló a
su vez: “En todo contrato ponte en el lugar
del otro y juzga desde ahí si lo aprobarías”.
Thomas Hobbes (1588-1679),
uno de los padres de la filosofía política,
hubiera sonreído con escepticismo ante
ambos. También él creía que la convivencia
humana solo es posible a partir de
un contrato social, pero no confiaba en la
buena voluntad de los firmantes. La condición
natural del hombre es la de guerra
de todos contra todos, pensaba. Cada
uno está gobernado por su propia razón
y, puesto a proteger o imponer lo suyo,
se siente con derecho a cualquier cosa,
incluso en el cuerpo de los demás. Estas
ideas inspiran su obra monumental,
Leviatán, en la que sostiene la necesidad
de un árbitro implacable para garantizar
el cumplimiento del contrato e impedir
que, convertidos en lobos, los hombres
se devoren entre sí. Este árbitro es
el Estado, con sus organismos, normas y
leyes.
Con o sin Epicuro, Alain, Hobbes y
otros que, como Pascal o el contemporáneo
John Rawls, se abocaron al tema de
la justicia, lo cierto es que la especie humana
hubiese desaparecido pronto (y no
discutiremos aquí las potenciales ventajas
de eso para el planeta), de no haber
encontrado una forma de convivencia
que superara el cruento y estéril “nosotros
vs. ellos” del estadio tribal. El Estado
y las leyes no nacieron como capricho
sino como necesidad, y así se mantienen.
Si todo se reduce a tomar lo del
otro cuando me apetezca, pasando incluso
por sobre su cuerpo y su vida, y si la
defensa ante ello es reprender o castigar
al depredador o usurpador disponiendo
de su cuerpo y su vida, cualquier comunidad
quedaría rápidamente diezmada y
al final sobreviviría el más fuerte, el más
astuto, el de menos escrúpulos. No sólo
su propia vida sería breve, ya que los seres
humanos necesitamos vivir en grupos,
sino que con esas prácticas resultaría
imposible toda idea de moral.
La moral agrupa los deberes y obligaciones
que asumimos ante el otro para
garantizar, en conjunto, la mutua convivencia
en un ámbito digno. Los actos
morales, decía Kant, no buscan recompensa.
Esta se encuentra en el mismo acto.
Y solo el imperio de la moral (que nos
eleva de humanos a personas) puede regular
el funcionamiento de la economía,
la política y la justicia orientándolos a la
construcción y conservación de lo que
Rawls llama “una comunidad humana
viable”. Cuando la moral está ausente,
los organismos del Estado (la Justicia es
uno de ellos) son cáscaras vacías, simulacros.
La sociedad desanda caminos y regresa
a estados tribales que rozan lo pre
cultural, y quienes linchan mientras
gritan “¡Justicia, justicia!” terminan
por romper el contrato que en principio
desconoció el ajusticiado. Quizás
no sea la economía lo principal (como
argumentó un estúpido en una campaña
electoral estadounidense y se repitió
desde entonces ciegamente), sino
la moral. No en el aire, no en abstracto,
sino aplicada a la reconstrucción de un
Estado que sea tal, y no un árbitro parcial
e interesado. Conseguirlo antes de
que sea tarde será justicia.