Letras Santiagueñas

Inferno novo

Guillermo Zimmermann

Excusas a Dante y Mareschal.

Supe que en vano esperaría de él la rimada sentencia, aquel bello latinismo que había imaginado. Desde su imponente y laureada figura, el lombardo poeta guardó silencio. A mi derecha, el astrólogo Schultze intentó distender así sea un poco el momento propinándome unos golpecitos en el hombro, como quien da ánimos. Pero su porteñísima frase: “Está bien che pibe… se nota que tenés potencial… seguí participando que ya te va a salir mejor” terminó siendo más cruel que cualquier silencio reprobatorio. Mirando a mi alrededor pensé que el paisaje, la orquestación general de aquel infierno, no podía ser un problema. El cielo, de color rosáceo y surcado por tenues ramificaciones oscuras, recordaba con precisión un extendido tejido placentario. No me parecía mal escogido. Tampoco las tierras yermas, burbujeantes de linfas oscuras, ni el hedor general a mesa de disección que infestaba el aire. Que mis experimentados guías pudieran haber encontrado algo fuera de lugar en todo aquello no parecía muy probable. Debía tratarse de la fosa entonces: de la fosa misma. Bien podía reconocer que el suplicio al que los condenados eran sometidos en ella se mostraba un poco incomprensible, al menos a primera vista. Cada una de las ánimas llevaba sobre sus hombros un enorme y pesado armazón, que se extendía hacia los costados mediante una compleja estructura de hierro, haciendo de ellas una suerte de columpio humano. Los laterales sostenían unos platillos de balancín. Y sobre estos, a su vez, se hallaban cuerpos humanos de distinta clase. En los platillos de la derecha, arrojados como al azar, pataleaban uno o varios bebés que lloraban y se quejaban constantemente, pero a la vez con alaridos súbitos e inesperados que los tornaban aún más irritantes. Sobre los izquierdos uno o a veces dos ancianos recostados, lamentándose y divagando constantemente sin poder encontrar sosiego. Todo este complejo montaje descansaba sobre los hombros rotos de los supliciados; se explicaban así sus espaldas arqueadas y la dolorosa lentitud en sus pasos. Pero como además los platillos quedaban situados a escasos metros de sus cabezas y los llantos y los quejidos eran tan ruidosos y mortificantes, se mostraban fatigados y demacrados hasta lo cadavérico, con ojos irritadísimos, que apenas podían sostener sus párpados. Era tal la desesperación que sus gestos transmitían que resultaba humanamente imposible no verse movido a piedad; sea cual fuere el crimen que, en vida, los hubiera destinado a aquella horrenda parcela. Para mí lo era al menos. Porque para aquellos momentos ya era evidente que Virgilio había desaparecido hacía rato; y en cuanto al astrólogo, pude ver a lo lejos su delgada silueta, cabeceando con cierto encono como quien reniega de que le han hecho perder el tiempo. Más avergonzado que enojado, me disponía a darle a mi recién iniciada carrera de infiernista literario un final lo más rápido y digno posible, cuando escuché la quejumbrosa voz de un condenado, que a pesar del enorme peso que lo aplastaba había subido ladeándose hacia un lado y al otro la empinada pendiente, y que se disponía a hablarme ahora. ―Espera viajero ―me dijo―, espera antes de volver al mundo de arriba, donde los colores aún festejan la gracia de la vida y las criaturas deciden sobre sus actos sin responder a otro tribunal que el de sus conciencias. Antes de juzgar tú, en tu ignorancia, como crueldades o excesos las sentencias del Señor del Universo, escucha mi historia, y comprende por qué se me ha castigado de esta manera. Tentado estuve de excusarme, de argüir que mis periplos infernales ya estaban dados por concluidos aun cuando recién habían comenzado. Pero mientras elegía para hacerlo palabras que no quedaran tan a la saga de su sofisticada retórica de condenado, observé que las criaturas que cargaba en los platillos se le parecían asombrosamente, de lo que deduje que debían tratarse de sus familiares, hijos o sobrinos a su derecha, y padres o abuelos a su izquierda. Acicateó esto más mi curiosidad que mi lástima, y decidí prestarle oído. ―Debes saber ―continuó el ánima ― que yo fui, en vida, un hombre de fortuna. Nacido en próspera familia de comerciantes, la abundancia de mi cuna podría haberme permitido vivir con la mayor tranquilidad, incluso honrarme socorriendo a mi prójimo sin riesgo de sufrir por ello grandes privaciones. Sin embargo, por esa extraña aunque común paradoja, fui gran devoto de Mammón; y cultivando ésta mi adoración, enredado entre usuras y provechos, ofendí a un tiempo a mis semejantes y a Aquél que es Uno y es Tres, y cuyo nombre nunca podrá decirse en estas profundidades. ¿Mediante que artefactos, según qué ardides llegué a multiplicar mi ya cuantiosa fortuna hasta los límites de lo obsceno? Se trataba pues de la instalación de antros del vicio, que cumplían la condición de excitar los cuerpos y sus pasiones mediante la continua emisión de ruido. Aunque música lo llamaban, entonces de la más baja y denigrante que imaginarse pueda. Hasta aquí harto más liviana hubiera sido mi condena, no pudiendo señalarse en mí mucho más que la avaricia y la soberbia que siempre distinguieron a los de mi especie. El detalle, la innecesaria morbosidad en que caí y me revolqué y en la que finalmente, como explicaré, me perdí: mis antros, mis inmundos templos de intemperancia; se hallaban inexplicables de cercanos, más justo sería decir que colindaban, con hogares familiares. Y no creas, mortal, que en mi tiempo, digo en el espacio secular en que la sangre espumosa e hirviente corrió por mis venas, la abarrotada polis donde mis negocios me enriquecían no disponía de leyes, de reglas que bien hubieran podido impedir la tamaña desmesura. Pero viví en un tiempo impío, donde las autoridades más poderosas eran mis correligionarios, y siempre las encontré bien dispuestas conmigo, ansiosas por sumarse al convite de los beneficios que yo dispensaba. Fue así que, no conforme con ofender y perjudicar a gentes que nada podían haber hecho contra mí, decidí magnificar el sonoro estruendo de mis antros hasta hacer imposibles sus vidas, particularmente en perjuicio de los más débiles e indefensos. ―¿Los más débiles? ―pregunté aquí, interesado ya en el curioso relato. ―Mortal: sabrás tan bien como yo que para el hombre de trabajo no hay premio mayor que el del nocturno regreso a su hogar para permitirse, concluida ya su jornada y antes de entregarse al merecido descanso o acaso a las gracias de su mujer; no existe premio mayor decía, que cosechar esa última sonrisa que observa en los ya adormecidos rostros de sus hijos, o la relajada serenidad de sus mayores en la que, al menos durante las treguas que la enfermedad otorga a la vejez, puedan entregarse al sueño casi con la misma felicidad que a sus recuerdos. ¡Pues bien! ¡Yo me propuse flagelar puntualmente esa realidad! ¡Oh, sí! ¡En cientos de inocentes hogares! Mi oído agudísimo (otra de las extrañas paradojas de mi historia) me permitía disfrutar desde mis viciosas guaridas, aún aturdido por el absurdo estruendo que ya a mí mismo me asqueaba; de aquellos sonidos de niños llorando; de puertas, de cristales temblando; de enfermos delirando que debían transformar en nocturnos infiernos aquellos sencillos hogares; y las quejas de los viejos ¡ah! torturados en sus últimas noches. ¡Todo aquello era para mí el deleite! Aún por las mañanas, luego de supliciar durante toda la noche a mis impotentes víctimas, me recreaba yo pensando en los cientos de niños ojerosos que se dormirían en sus pupitres. ¡En los empleados y los comerciantes erráticos! Los médicos que iniciarían sus jornadas plagadas de responsabilidades ya desplomados por…. Pero hacía varios minutos que los llantos y quejidos venían pronunciándose in crescendo sobre los platillos. En el acto entendí el porqué: habiendo ya presentado su culpa, el condenado se había relajado un ápice. Harto distante estaba del sueño o del descanso, pero hasta este mínimo, fugaz atisbo de tranquilidad le era negado. Lo cual tampoco ayudó a su monólogo, puesto que las lamentaciones tornaron inaudible su discurso hasta que se ajustó las correas del columpio y con gran esfuerzo levantó su propia voz. Tan urgente, tan grande y sin embargo tan negada ya era su necesidad de confesión. ―¡Recorría orondo los barrios de la polis! Chismorreaba con conocidos, saludaba alguna mammonita autoridad. Un extraño placer me producía escuchar en los suburbios la reproducción de la repulsiva música de mis templos. ¡Así es! Aquellos mismos que venían a dejarme su dinero la llevaban, como un escudo de armas, para perturbar hogares distantes, otorgándome cualidades de hormiguero o mejor de pulpo, que extendiera sus tentáculos de nefasta influencia hacia los más apartados puntos de la ciudad. Siempre con las mismas consecuencias; porque también es cierto que esta nueva reproducción se efectuaba a un volumen más allá de cualquier convenio ¿¡Y como lo harían de otro modo, aquellos mis humildes e involuntarios sirvientes, si veían todo el tiempo que las leyes no castigaban, que incluso incitaban mi funesto accionar!? Pero aquí se equivocaban ellos, porque queriendo reproducir la perversidad que los incitaba, olvidaban que no tenían ni mi poder ni mi oro, y de allí el que ellos mismos sí fueran ciertamente, y no de modo infrecuente, reprimidos por las fuerzas del orden. ¡Cómo me regocijaba con ello! El caos y el malestar se propagaban por la ciudad. Los citadinos ediles enmascaraban estas represalias como morales acciones, cuando en realidad las orquestábamos juntos. No servían a otro fin que dejar a mis tácitos esclavos sin otra opción que la de volver a mis templos para poder continuar allí la dependencia de sus vicios y dejar en mis arcas, pero sólo en mis arcas, sus pocas broncíneas piezas. ¡Ah! ¡Que grata es la ofensa cuando se realiza impune, y se la presenta y favorece como virtud! Pero aquí fue demasiado ya. Tanto los infantes como los viejos de los platillos habían elevado hasta el grito el volumen de sus ayes, aturdiéndome y aturdiendo al condenado. Olvidando moralejas y despedidas, dio media vuelta e inició su lento descenso hacia la fosa impía, intentando sin éxito taparse los oídos. Y cuando yo, condolido al fin, hube de perder su visión en lontananza, encontré a mi derecha al astrólogo Schultze rascándose, pensativo, la cabeza. Y también al altísimo poeta escuché a mis espaldas, declarando en estilo bello mas sombrío el tono: ―Quod non mortalia pectora cogis, auri sacra fames.

N. de la R.; La locución latina es un verso de Virgilio (Eneida, 3. 84-85), tomado por Séneca como “Quod non mortalia pectora cogis, auri sacra fames”, que significa “a qué llevas a los pechos mortales, maldito deseo del oro”.

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