Fe

¡Buen día! Cuentan que al regresar Ki Chie- Kang de sus viaje de estudios por Europa, fue a visitar a Tsang Tai-yen, su maestro. Había llegado a una importante conclusión: “No debemos creer en nada si no podemos verlo con nuestros propios ojos, o a través del microscopio”. Ante semejante seguridad, el maestro le pregunta: “¿Usted tiene antepasados?”. “Claro que sí”, respondió el muchacho. A lo que el maestro replicó: “¿Los ha visto?” No hubo respuesta, pero la lectura quedó bien aprendida- Nuestro mundo tecnificado nos impulsa a comprobarlo todo, como si todo pudiera comprobarse con los elementos de las ciencias exactas. Como si el pensamiento pudiera pesarse. Como si el amor pudiera medirse. Como si Dios pudiera encuadrarse en las mezquinas ecuaciones de los hombres. Decía Jacques Maritain: “El hombre sólo puede balbucear en los dominios de la fe; pero es más digno ese balbuceo que la infecunda claridad discursiva sostenida con el único apoyo de la razón pura”. Y Maritain entendía de fe, pues la había encontrado siendo ya famoso y adulto. La fe, efectivamente, no es producto de la razón, sino regalo de Dios. Y para recibirla hay que tener el corazón abierto, libre de toda soberbia. Como alguien escribió: “La fe comienza donde termina el orgullo”. En ocasiones hay que recurrir a la fórmula de Franklin: “El camino para ver con la fe es cerrar los ojos de la razón”. No es eso lo ideal, pero a veces es el único camino para no dejarse avasallar por silogismos. La razón es importante, siempre que no nos aleje de la verdad. Sigue siendo verdad lo de Pascal: “El corazón tiene razones que la razón no comprende” (aunque debemos reconocer también que la razón tiene razones que el corazón no comprende...). San Agustín solía decir: “La fe es creer en lo que no vemos y su recompensa es ver aquello en que creemos”. Profundo su pensamiento. Como es profunda esta idea pescada por ahí: “Fe es comprender que existe un océano porque hemos visto un arroyo”... ¡Hasta mañana!
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