Mar

¡Buen día! A usted que le gusta el mar ¿nunca se le ocurrió que podía rezar a partir de él? A Michel Quoist, sí. En sus “Oraciones para rezar por la calle”, le dice a Dios: “He visto, Señor, el mar sombrío y furioso atacando las rocas. Las olas desde lejos tomaban carrera, se levantaban orgullosas, brincaban, se apropellaban las unas a las otras para pensar delante y golpear a las primeras. Y cuando la espuma blanca se alejaba del inmóvil peñasco, ellas partían otra vez al galope para seguir golpeando. Otros días he visto el mar calmo y sereno. Las olas venían de lejos, calladas, para no llamar la atención, dándose sabiamente la mano, y se recostaban a todo lo largo de la arena para alcanzar la orilla con la punta de sus hermosos dedos de espuma. El sol las acariciaba suavemente, y, agradecidas, al reflejar sus rayos, ellas repartían su claridad. Señor, concédeme el evitar los golpes desordenados que cansan y hieren al enemigo sin abrir su corteza. Aleja de mí estas cóleras voceantes que agotan. No permitas que me pase la vida queriendo adelantar a los otros, pisoteando a cuantos van delante de mí. Borra de mi rostro el semblante sombrío de las borrascas vencedoras. En cambio, Señor, haz que pausadamente yo llene mis días como el mar cubre en calma toda la playa. Hazme humilde como las aguas cuando silenciosas y dulces avanzan sin hacerse notar. Concédeme el saber esperar a mis hermanos y el ajustar mi paso al suyo para ascender con ellos. Dame, Señor, la perseverancia triunfante de las olas. Haz que cada uno de mis retrocesos sea ocasión de subida. Da a mi rostro la claridad de las aguas limpias, a mi alma la blancura de la espuma. Ilumina mi vida como los rayos de tu sol hacen cantar la superficie de las aguas. Pero sobre todo, Señor, haz que no guarde para mí esta luz, y que todos aquellos que se me acerquen vuelvan a su casa deseosos de bañarse en tu Gracia”.
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