Letras Santiagueñas

Malicia con aroma de café

Cuento de Ariel Ledesma

El árbol de la plaza se avergonzaba de su desnudez otoñal, al mismo tiempo que un viento de risa asmática intentaba alejar sus hojas. Me acerqué a él con un miedo extinto y me senté al borde de su cantero, recordando cuando joven, tal vez tendría unos veintidós años, me ocurrió de encontrarme con ese extraño sujeto. Vestía como si de un tanguero se tratase y fumaba un habano del tamaño de mi mano. Recuerdo esa inconfundible fragancia a nicotina con notas de café molido. Expulsó el humo de sus pulmones, carraspeó tres veces y como si su voz ronca produjese un eco en las profundidades de su cuerpo, pronunció en un lamento sereno: “¡Ay pibe!... Qué terrible resulta ser testigo de tanta indiferencia. Acostumbrados a ver como el pez gordo se come al chiquito. Y todos haciendo la vista gorda, ignorando el dolor ajeno, queriéndolo enterrar —respiró con profundidad y cerró con un quejoso...— ¡Por Dios!” Recapitulé en sus palabras, tratando de interpretar qué era lo que me quería decir con eso. En primera instancia no lo concebí como el delirio de un viejo desconocido. Había cierta profundidad en su plática que me atraía, una verdad con gusto a experiencia que supe comprender. Yo también, de vez en cuando, dependiendo de cómo el bobo se sintiera, solía tomarme un tiempo para reflexionar sobre las penas que da la vida, o sobre la vida que vale la pena. Pero de todos modos algo no me cerraba. Presentía un condimento extraño en sus palabras que me dejaba intranquilo, con un malestar en las entrañas. “Mira aquellos pequeños, los que juegan en la arena... ambos se divierten como si de grandes amigos se trataran, pero en realidad, acaban de conocerse. Los niños, a diferencia de nosotros, son tan espontáneos, tan frescos y confiados. Y sin embargo, sin que ellos lo sospechen, algo terrible están haciendo: aprenden a dominarse el uno al otro. Un claro ejemplo es lo que está a punto de ocurrir. Pronto ambos correrán hacia el tobogán y pelearán por tirarse primero. Naturalmente el más fuerte ganará... y es allí donde mis manos equilibran la balanza, donde el alma mortal consagra su venganza”. El cambio abrupto en su tono de voz me había llenado el cuerpo de una tensión incalculable. Estuve a punto de ponerme de pie y alejarme, pero fue pura intención, permanecí rendido a la expectativa de un vaticinio especulador y perverso. Los niños forcejeaban sobre la base metálica de los juegos. De pronto, el más grande empujó al otro haciéndolo retroceder y acto seguido, con la rapidez del travieso, se deslizó por el tobogán, canturreando su victoria con un retintineo molesto. Pensaba en la coincidencia, tal vez débil, que el sujeto del habano había proferido, cuando unas palabras próximas a mi oído me anunciaron: “Ahora viene lo mejor”. Y aunque su vozarrón me tomó por sorpresa, no pude reaccionar ni moverme. Desgarré mis uñas sobre el banco de cemento, incluso comencé a temblar, pero no logré zafarme, algo invisible me sujetaba con una fuerza anómala que vulneraba mi libertad, mi existencia. Y poco a poco, todo se enlenteció de forma siniestra. La luz que sobre la tierra caía con alegría parecía deteriorarse en la desesperanza de un paisaje inhóspito, incluso el aire que respiraba comenzaba a sulfurarse. El niño que aún quedaba arriba del tobogán, sufrió de forma repentina la desfiguración en sus inocentes ojos. Miró a su amigo quien todavía se mofaba, y sin más, se lanzó sobre él, en un deslizamiento semejante al arrastre irascible de una cobra. Un impacto que descongeló el tiempo y que a la vez me aprisionó en un eterno recuerdo que revivo cada vez que me acerco al mismo árbol, que me siento en el mismo cantero. El niño embestido llorando, con la nariz ensangrentada de un rojo demoniaco, en cambio el otro, con el inconfundible rostro del confundido, volviendo en sí... tosiendo, tal vez arena, o tal vez un humo... con aroma a café.l
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