Letras Santiagueñas

Los caminos del otro

Cuento de Guillermo Zimmermann

a los serios debatientes

Se hizo costumbre entre nosotros el llamarlo por el apellido. Había sido expulsado de otra institución; llegó a la escuela ya muy empezado el año y nos lo presentaron así. Yo era de los pocos que lo trataba de Joaquín, pero porque lo conocía del barrio. De su barrio: el de los monoblocks. El módulo de los Lacián estaba a una torre del de mi tía Melina y también, curiosamente, a dos del de mi abuela Ana. Los martes y jueves por la tarde si mis padres no me depositaban en el de la una lo hacían en el de la otra; en el corazón mismo de “El Palomar”, que así llamaban a ese gris laberinto donde la simpleza cúbica de las formas parecía burlada por su disposición, resultante de un complejo, enfermizo, y lo peor de todo es que erróneo aprovechamiento del espacio. Uno podía extraviarse durante horas intentando llegar hasta tal despensa por ejemplo; y al volver al módulo aturdido de tanta y tan errática caminata, comprobar desde la ventana que nunca había estado a más de doscientos metros. Y de nuevo atender indicaciones, repetirlas en voz alta; ser obligado, incluso, a dibujar un mapita. Si mi relación con Joaquín comenzó a estrecharse fue no tanto por haber coincidido en la escuela como por descubrir en él al guía perfecto para un lugar tan difícil y ajeno. Siempre sabía llegar adonde había que ir, nadie conocía las vereditas internas y los angostos pasadizos barriales como él. Acude a mi memoria la imagen de un delgado niño caminando en ojotas, rascando sus enormes orejas mientras escupe cascaritas de girasol. Que nunca condesciende a llevarme por los caminos principales. Que me obliga a seguirlo por las arterias más secretas del barrio, aun cuando no hay necesidad ni apuro, hasta el precio de cruzar pequeños pastizales, o agacharnos frente a sogas importunamente colgadas. Sogas de la ropa; y los pañales aún se usaban de tela en esa época. Sospecho que solo yo di alguna importancia a esa excentricidad suya. Para el resto, lo que convertía a Joaquín en alguien tan extraño y singular era el modo en que hablaba: tan complicado, tan impenetrable al principio. Si lo era por su enrevesada retórica o por sus largas, desesperantemente largas pausas; si por la dificultad de las temáticas o por el ácido humor que apenas a él divertía: cada quien reservaba para sí la explicación más conveniente para concluir que estaba loco, o como mínimo que no hablaba como debe hablar un niño. Y eso era, en última instancia, lo que lo hacía tan irritante para tantas personas: no hay que olvidar que vivían expulsándolo de todos lados. Pero para otros, los menos, también lo hacía muy intrigante. Supongo que yo me contaba un poco en los dos bandos. Y eso que rara vez conseguía entender lo que decía. Pero sin duda: yo para él no lo era. Lo de intrigante digo. Joaquín se interesaba constantemente por cosas novedosas y yo lo seguía. Punto. Recuerdo una temporada, por ejemplo, en que las caminatas se suspendieron porque siempre quería ir a hablar con doña Amelia, la Loca del Palomar. Vivía a pocas cuadras de los Lacián y siempre decía que la querían matar, ya había tenido problemas con varios vecinos. Otra época pasamos tardes completas en el módulo de mi tía, junto a mi pequeño primito, a quien hizo jugar todos los juegos imaginables frente a un espejo. Pasatiempo muy raro para nuestra edad, aunque mentiría si dijera que Joaquín se parecía en algo al resto de nuestros coetarios: El deseo de fumar, por ejemplo, fue en él inusualmente prematuro e intenso. De un día para el otro desplazó las semillas, chupetines y ramitas con que hasta entonces había entretenido su ansiedad. Como no tenía dinero, y de todos modos nadie en el barrio le habría vendido un paquete, liaba cigarrillos de cualquier cosa, desde yerba mate hasta hojas de romero. Nunca supe si era muy torpe o lo hacía a propósito pero siempre le salían mal, con una ridícula curvatura hacia arriba que los hacía parecer pequeñas chimeneas. Lo cierto es que eran fuertísimos, y expelían un olor asqueroso. Deformaron su voz infantil otorgándole un tono seco y metálico, parecido al de un robot. Es verdad que en los últimos años me distancié cada vez más de él. Los dos lo hicimos, en realidad: yo por allegarme cada vez menos por las inmediaciones, él por dejar poco a poco de hablar. Había reducido todo a unas pocas frases apretadas y difíciles, si no imposibles de entender. A la par de esto, nuestras caminatas por el barrio se habían tornado distintas y radicales: los imprevisibles caminos que encontraba, doblando a toda velocidad en los más curiosos ángulos, conseguían desorientarme hasta la angustia y suponer que ya no le importaba llegar a ningún lado. Cuando por fin arribábamos a una diminuta plazoleta donde sentarnos o a algún negocito donde podríamos haber comprado una gaseosa, no se detenía más que un instante, apenas el necesario para asegurarse de que no era eso lo que buscaba, y prendiendo otro de sus grotescos cigarros, retomaba la marcha. Recuerdo haber tenido que aguantar la respiración y caminar de costado atravesando ajustadas medianeras entre torres, con el pánico de quedar atascado a perder la desigual batalla entre mis costillitas de niño y la monumental dureza de aquellos bloques; a morir lentamente de asfixia y humedad. También arrastrarme cuerpo a tierra entre cañerías hirvientes, preguntándome que hacía yo ahí, cómo había llegado y a que apuntaba ya el afiebrado buscar de mi guía. Lo único que parecía importarle era encontrar nuevos caminos. Acaso abrirlos. Quiero confesar mi fantasía: que era el barrio mismo el que se hacía cada vez más complejo, el que curvaba sus trayectos y se hendía con nuevos senderos. Quien plegaba y desplegaba sus niveles; torciéndose, como una cinta, para él. La atesoré en silencio y tal vez me haya conquistado, porque los años pasados son muchos y mis recuerdos sospechosos, y ninguno me ayuda a distinguir lo efectivamente vivido de lo imaginado. Así, me veo avanzando a largas zancadas por el miedo a pisar el cristal de las ventanas, o encorvarme como un tullido para no cabecear una terraza invertida. Prefiero no pensar en la entrada a aquella torre en donde encontramos la calle y volver a mis recuerdos más claros y seguros: La tarde en que me llamó su madre, cuando me invitó a su módulo para la fiesta. Me alegré muchísimo, hacía ya un buen tiempo que no veía a Joaquín. Se trataba de su cumpleaños, me explicó, pero de uno especial porque también era una fiesta de despedida: los Lacián se mudarían, Joaquín viajaría a otra provincia donde continuaría su escolaridad. Éramos bastantes, más de los que yo esperaba. Él intentó ser sociable y divertido, pero al final estuvo más callado y enigmático que nunca. También que su madre nos reunió a todos para el momento de soplar las velitas y que lo exhortó a que dijera unas palabras de despedida. Y que él dijo: “Por lo general, por lo general tengo algo que decirles”; y solo después de una extensísima pausa continuó: “pero hoy, ya que tengo un pretexto- es mi cumpleaños -, desearía poder verificar si sé lo que digo.” “Pese a todo, decir apunta a ser escuchado. Me gustaría verificar, en suma, si no me contento en hablar para mí- como lo hace todo el mundo por supuesto, al menos si este barrio tuvo alguna vez un sentido” y aquí nos miró a todos, directamente a los ojos. “Así pues, yo preferiría que hoy alguno me haga una pregunta. Digo alguno, no pido mucho, no pido en absoluto que se saquen chispas.” Pero nadie dijo nada. Como siempre, ninguno parecía estar seguro de haber entendido. El embarazoso silencio, en el que sólo escuchábamos el crepitar de las velitas, se sostuvo por demasiado tiempo. No quise que él pasara esa vergüenza y le pregunté sin pensar, señalando a las llamitas “¿Ya pediste tu deseo, Joaquín?”. Difícil dimensionar en su justa medida la expresión de desencanto y fatiga que inundó su rostro. Lo añoré solitario, avanzando adelantado por ocultos caminos. Sin embargo esta vez, y para mi sorpresa, me respondió. “Sí, ya lo hice. Lo hice hace mucho tiempo, y es siempre el mismo.” “¿Y qué es, entonces?” insistí. “Un campo. No me alcanzará la vida para verlo, seguramente. Pero recuerden que lo he deseado.” Partió dos días después. Sentí que todo se fijaba, volviéndose más simple y gris.

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