Raíz aérea

“La flor es bella, la berza es útil, la adormidera nos hace enloquecer. Pero la hierba es desbordamiento, toda una lección de moral. A la larga todo vuelve al estado de China”. Henry Miller

Helio fan ía Un diente de león se ha mareado en los brazos del viento. Borracho, se abraza con sus plumosas manos a la Fortaleza, que se emplaza en mitad de la nada como un inmóvil gigante de cemento, un león petrificado en pose de absoluta solemnidad. Las puertas están cerradas. Se enraiza un mito en esa prepotencia parada: un brazo eólico, una usina de vapor veloz, hace levitar cada vértice de los muros y al mismo tiempo, el silencio que vive en las rocas de esas paredes, al acodarse, hace desnudar con la luna una bestia amarilla, de miel rancia, embarazada de un sol mongol . Sin embargo, también es cierto que la noche acaba. Entonces ahora, que es de día, Ellos, los críos del profeta, el ejército diáfano, abren, celosos, las puertas al sol, mientras con sus pies, acarician la tierra de la casa-ciudad, se pisotean inocentemente en el tumulto o le formulan sonrisas al viento que les aterciopela las caras. Como sapitos que alternan charcos, se adentran a la fortaleza y se empujan para ganar distancia en sus carreras hacia las hamacas. Son cientos. Y cientas las hamacas, a las que ven como juguetes abandonados por los dioses que vivieron aquí, dicen, hace mucho tiempo. Lo intuyen por la cercanía del juguete con el vuelo y por lo tanto, con la divinidad. La rutina del ejército es sencilla: por las noches conforman las rondas de defensa como refuerzo del guardián principal: un caballo negro que vela por la fortaleza, corriendo incesantemente alrededor de ella. Y allí se los ve, con sus mamelucos azules, encorvados para hacerse tierra; cerditos albinos mamando de las ubres del terruño. A veces también, forjan una belleza infrecuente: subidos a los muros, vestidas sus cabezas con turbantes rojos, los pechos contra el suelo. Ellos que fueron camellos, luego leones y finalmente iracundoss -pomelos, vino, azúcar- zarandeados por las rutas de los médanos. La casa-ciudad, que de noche es como un tubérculo abroquelado, se relaja durante el día y se convierte en una bestia mansa y lumínica, estriada de lado a lado por esbeltos abedules. El profeta diría que debajo del sol no puede vivir el mal y que los demonios se trocan en monstruos dormidos, incapaces de libar en sus huestes alegres- piensa el Uno, el favorito del profeta. El profeta no habla de dioses ni de inmortalidades. El profeta cree que es necesario tener enemigos, buscarlos, crearlos hasta con las propias manos, con el barro de nuestro hogar. . “Corramos, niños, hay que bajar. Miren, allá, las frutillas. Cuando hubimos levantado nuestra casa, ustedes eran huérfanos, la bajura del mundo los había rozado. Y yo les he dado una redención. Las espinas son hojas que apuradas por la inclemencia y el destrato se convierten, plegándose, en poderosas agujas que resisten y combaten”. El profeta tiene los ojos almendrados y tiene a su perro. Y yo soy el Uno, el que deberá ensuciarse las manos. Las máquinas se habían apagado. A veces, con el viento, sólo llegaban parcelas de herrumbrosos ruidos o de vigas rechinantes dispuestas al coqueteo de ceder y desplomarse en la oscuridad. Después de cocinar algo frugal, iba en una procesión abúlica hasta el comedor, arrastrando los pies, se sentaba a la mesa. De a ratos la mirada en el arroz, de a ratos hacia la ventana. Y se sospechaba con el aspecto de una estalagmita única en una caverna infinita. La mesa aplastaba con su incesante anchura. Esta vez, a esa hora, se enrolló en la cama, pero sin la intención de dormir. La paz le venía como una armónica empuñada por un negro cuyos ojos se empecinan en la contemplación del cielo. Su cuerpo acarocalado ahora se elastizaba, en un despliegue de las extremidades hasta lograr la electricidad de los veinte dedos. Sentía la amortiguada vida de quienes no esperan nada; un roedor en su guarida. El receso de las máquinas parecía adelgazar las paredes y entonces los sonidos le llegaban dibujados con mayor nitidez, como imágenes esféricas que al contener un polvo arenoso y brillante se deslizaban por la habitación. Su cabeza, hundida en la almohada, escucha frases enteras de esos sonidos que eran voces y provenían de la casa de abajo. Quiso la inauguración de la rostrificación de esas voces: ha visto a un hombre y a una mujer. Los escucha hablar, susurrar desnudos en medio de juegos, montados en un colchón maloliente. El l Uno y la Una: (“Miel y leche hay debajo de la lengua de mi amado”) -Podría ser una casa-ciudad... -Sin duda... Algúuuuun díiiiiia. ¡Bah!- dice mientras le besa el seno izquierdo: su preferido.- Recuerdo unos puentecitos leves en Friburgo. Tenían en los extremos unas flores bonitas, ¿sabes? ¡Parecían una postal o una ilustración de los bosquecillos en los libros de cuentos infantiles! Quiero que la casaciudad tenga muchos de esos puentecitos... -Va a haber puentecitos y jardines colgantes y pequeñas lagunas, muñequita (los hombros de ella le parecen de un mármol lujurioso) -Lo de las lagunas no me cierra. No me gusta tu compulsión a saltar sobre los charcos que dejan las lluvias para salpicarme con barro el vestido. -No seas tonta...También me gustaría, Bicho, que haya un hospital, una escuela y una cancha de fútbol para nuestros hijos, nuestro propio edificio de oficinas, un Supermercado y quioscos 24 horas para tus tabacos, por lo menos diez plantas de azahares, ¡qué lástima que solo le pertenezcan a agosto!¿No te gustaría? -Puf. Megalomanía. -También podría ser una casa-ciudad con una gran puerta de madera labrada y lustrosa, abierta de día para que recibamos a todos nuestros amigos. Una puerta alta, donde cada día encuentres un diente de león como un abrojito que acerques a esa nariz casi inexistente que tienes y recuerdes al mundo y me recuerdes a mí, que estoy adentro, desde el otro lado. O una fortaleza en la que niños albinos la protejan y que en medio de la euforia y el desorden se pisoteen los pies. La noche Los caseríos habían muerto. Las galerías de la casa-ciudad se habían convertido en un desfiladero de nichos negros. Advino el desastre. Algunos niños se diluían en los espacios, desbandándose como hormigas, caían de los muros, señalaban alguna herida, o entre las dunas se encontraban sus cuerpos brunos y secos, los ojos abiertos y con alguna mueca de horror. El Uno, el favorito del profeta, seguía tras la barricada. Los ojos fijos detrás de la escopeta. Estaba decidido a descocer la estofa de cualquier dios que tuviera la vana pretensión de rasarlos con las especies del exterior. La carita ajada, se limpiaba los mocos en la oscuridad. Ni un movimiento. Ha decidido abandonar la barricada. Se dirige hacia los trenes, pero los trenes también habían muerto. Quedaban sus esqueletos de chapa en las vías, y adentro sólo láminas delgadas y el tizne. Ha seguido por el camino de los rieles, sin mirar hacia abajo. Sabe que el abajo de la casa -ciudad se ha convertido en hueco. Las vías son aéreas. Los durmientes dejan sentir a través de sus entresijos, un viento helado, ascendente y succionador que parece susurrar cínicamente : “Vas a caer. Vas a morir”. El Uno respira, abre bien los ojos, se envalentona y salta eludiendo los pozos y ciñiendo los ojos mientras está en el aire : ¡Padrenuestroqueestásenloscieloss antificadoseatunombre...¡Venga a nosotros tu reino! -Tengo miedo. -¿Dónde estás? -Estoy sola. -Dame la mano. -Hace fresco. -Vení. Aterriza enhiesto. Logra treparse a un abedul, pero no puede vivir eternamente ahí, menos presintiendo el vacío. Debía correr. Se arroja desde el árbol, previo cálculo, hacia el riel que está debajo. El riel queda entre sus piernas, es como si el Uno lo montara. No puede obtener equilibrio con las manos. Siente la muerte. Le duele la panza. No quiere cerrar los ojos. No puede evitar llorar. Un miedo cerval le bloquea las piernas. Respira. Transpira. El tabique donde fabricaban ladrillos para fortificar la casa ciudad era un gran horno, muy alto, esférico, por supuesto. El profeta solía subir por una escalera hasta el techo. Un día bajó. Estaba irritado y con una horquilla de amontonar carbón, le había atravezado la cara a uno de sus perros. Él decía que la piedad era un vicio. Pero eso no lograba distraerse. Sentía ahora a la casa ciudad como una enorme torta de cartón y que al mínimo paso, podía hundirse. Solo. Intenta otra estrategia. Estira los brazos hacia el riel contiguo y se apoya con los pies en el hierro donde estaba sentado, de modo que ahora queda acostado boca abajo hacia la nada, no quiere mirar. Ciñe los ojos al punto de las lágrimas: el desfonde tiene un ruido: el del movimiento de cascabeles explotando la tierra en un grito. Se aferra al riel con más fuerza y suelta los pies en impulso hacia el que había abandonado . Pende. Ahueca con los pies las paredes de tierra. Trepa. logra salir del circuito de los pozos. Se pregunta cómo la altura puede ser subterránea. Cómo el hundimiento puede generar vértigo. Atrás quedan los trenes muertos. De pronto recordó aquél día. Las cosas deben morir, se consuela. Le había disparado en la cabeza. Él, el Uno era su sucesor natural y dos leones no pueden convivir en una mismas sahabana. Le había volado la cabeza a su profeta y luego todo el mundo escuchó sus berridos de osezno traidor. -¿Vale la pena? -¿Qué cosa? -Que sigamos intentando... -Las relaciones son siempre relaciones de poder. -Lo sé. ¿Pero se puede? (El Uno le ceba un mate) La vieja tapa con el tul los moroncitos. Al frente, bajo un falso arrebol, las factorías. Entra en un galpón. Las chapas de las paredes, flojas, se mueven con el viento. El piso huele a orín, hay basura y cascotes en los rincones. En el aire, una invasión de polillas. A su izquierda, una fila de muñecas de cera, sin ojos y con el pelo hecho viruta por la quemazón. En todas las direcciones va cuajándose el desperdicio sin culpas. No podía dejar de pensar en cómo se detuvo el caballo negro. Las dos patas de adelante se le doblaron hincadas en la arena. Relinchaba como un demonio, pero las patas no respondían. Una caravana formada por los últimos niños que quedaban vivos se había organizado para salir de la fortaleza al rescate del guardián. Menos él. Recuerda que a aquel querubín arrodillado le brillaba el lomo y sobre esa masa sedosa había recaído veloz el hachazo, entonces, antes de desplomarse hizo una última mirada litúrgica de terneza hacia los niños que también caían, como guirnaldas de carne, en la arena. Ahora Otra vez el viento, que sigue haciendo vibrar las chapas. A lo mejor, un sobreviviente. En el fondo, una gruta. Gemidos. Es una niña puérpera. -Encontrémonos siempre, en esta vida, y en las próximas siete, a la sombra del duraznero que hemos plantado juntos. -¿En Abril? Las máquinas se han encendido. Otra vez la sordera. Las voces de los del piso de abajo caen. Es hora de la Risperidona y de acaracolarse para, ahora sí, dormir. Mientras tanto, un diente de león aterriza en su ventana.
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