Letras Santiagueñas

Detrás de las intenciones

Cuento de María Fabiana Calderari

—¡Apuren! ¡Apuren! En quince comenzamos —gritó el hombrecito apoltronado en el sillón. Y así fue. Matilde apenas pudo empolvar la cara de Francisco, quien con gesto arbitrario e indiferente, pretendía ocultar ese otro rostro, tembloroso de vergüenza. Empeñado en el rescate de su cordura, Francisco fue Francisco. Y conservando intacta la sangre de conquistador español, empuñó la espada y comenzó su historia: Llegó a mediados de 1553, y mudó esa otra ciudad de Barco III, trasladándola un cuarto de legua hacia el noroeste, siempre al lado del Río Dulce y la rebautizó. “Santiago del Estero del Nuevo Maestrazgo” . Echó una mirada a los presentes y les dijo: “Desde esta ciudad se fundarán las demás ciudades. Se recordarán los nombres de sus protagonistas, los acontecimientos reales, los finos detalles que se hilvanan en el tiempo, para que la historia no sea una vagabunda de datos ficcionales ni el antojo de un loco historiador”. Además, yo, Francisco, agrego con la voz del historiador catamarqueño Armando Bazán, que “la historia argentina no será verdaderamente nacional mientras no sean debidamente conocidas las historias provinciales y gracias a ellas podamos valorar la participación decisiva que tuvieron las provincias en la formación de nuestra patria”. —¡Qué hace este tipo! ¡Qué dice! ¿Está delirando? ¡Corten! ¡Corten! El sopor de la siesta y la actuación fuera de los márgenes del guion hizo que el director, que estaba apoltronado en el sillón, se parara de un brinco que pareció provocado por el peso de su nariz. Volteó los anteojos y, más contrariado aún, les gritó que retornaran al libreto. Que basta de improvisaciones con pretensión de salvataje. Que, al fin y al cabo, la historia no está compuesta de intenciones. Y Francisco volvió a ser Francisco, el fundador. Y continuó la escena. Clavó el rollo de justicia, sin la presencia de sacerdotes. Y mientras repetía el nuevo nombre para su ciudad, se plantó el madero grueso. Y así, la otra ciudad, la de Nuñez de Prado, era borrada, y eliminados todos los vestigios de esa vez. En secreto, con un gesto sonoro y prolijo, Francisco envolvió esas actas capitulares que daban cuenta de esa otra ciudad fundada, de sus mudanzas y de la que él mismo inauguraba, para enviarlas a… —¡Corten! No, no, no. No. Así no quiero que se desarrolle esta primera escena. Mejor vamos por la primera fundación. Y ahí estaba, otra vez, bullicioso, ese tal Juan Nuñez de Prado, haciéndose el capitán designado por el Virrey para la conquista y fundación de la primera ciudad española. Adelantándosele. Simpático. Sonriendo. Dejándose maquillar por Matilde. Permitiéndole acomodar el casco, sacudir el polvo de la armadura, con esas manos dulces y esos dedos finos. Alistando al conquistador, el iniciador de la trama de ceremonias solemnes (tres, como si una no le bastara). Ahora, Nuñez de Prado, montado en su caballo, aparecía ante las luces de las cámaras, reflejado en la esbeltez de su armadura, mientras el sonido de clarines jugaba con el viento rojizo de la tarde. El fundador, con la cabeza descubierta y la espada en su mano derecha, hacía el juramento y mandaba a colocar el rollo de justicia. Concentrado en la ceremonia, echó la espada al aire y sobrevino una danza certera de cortes invisibles y nadie contradijo esa fundación. Se escuchó una voz quebrada y estertórea que repetía: “Por Dios, España, y el rey, la ciudad del Barco del Nuevo Maestrazgo de Santiago del Estero”. Y sonaron las trompetas y la insignia militar ondeó movida por el mismo viento rojizo de la tarde. Y hubo una ciudad inventada con barro y paja. Y con el mismo entusiasmo, decidió las mudanzas. Una y otra vez. Ya instalados sobre la margen del Río Dulce y luego de una marcha agotadora, llegó el tiempo de Francisco de Aguirre, el poblador. —¡Francisco! A escena. ¡Ahora! Y ahí estaba, otra vez, Francisco, ocultando el temblor tras los visajes de coraje. Supo que no iba a pasar lo mismo. No. No. No. No. La próxima oportunidad en la que Matilde empolvara su cara, él no disimularía, con un mohín de hombre adusto, ese rostro interior enrojecido. La próxima vez, tragaría la lava de esa volcánica timidez y derretiría el fuego de las entrañas. Supo, por fin, que hablaría. Que tal vez, llegaría a tiempo para desnudar sus intenciones frente a Matilde. Que al fin y al cabo, se animaría a ser el primero, al menos, una vez. l Cuento ganador del Primer Premio de Cuento, en el Concurso organizado por la Sade filial Santiago del Estero y Summa colectivo de arte, octubre de 2017.
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