Letras Santiagueñas

REENCUENTRO

Unos años más acá, descubrimos que ese día había llovido en toda Prusia. No hubo centímetro cuadrado en todo el reino que no estuviera siendo regado en ese instante en el que Carlos abría el cajón de su escritorio por última vez. Había evitado semejante osadía durante años, pero la inminencia de lo inevitable le obligó a armarse de valor y a escudar su debilitado corazón para darse el último gusto antes de partir. Allí estaba la foto. La escala de grises se había difuminado con el tiempo, sus ropas no se distinguían correctamente, el brillo se había apagado, su barba ya no se percibía en todo su esplendor... pero ¡su rostro! ¡Cuánta luz! Se vio feliz, con esa media sonrisa de picarón, de hombre junto al amor verdadero: rendido ante la voluntad de su amada, pero encolumnado y erguido sobre ella, su gran pilar, frente a una vida llena de dificultades. La foto era el tiempo que había pasado. Resumía su vida, sus dolores, sus sueños y fracasos. Ella, como profeta, apoyaba sus manos sobre su hombro derecho, dejándole bien en claro que él también era su pilar, y que si él caía, ella también. Un nudo se instaló en su garganta. Por un momento temió lo peor. La recordó tan distante, tan lejos de ese mundo que él quiso cambiar. Se acordó que ella ya no estaba junto a él, que ya no compartían esas tardes de buena compañía, que ya no renegaban juntos ante lo establecido, que ya no se reían juntos de los achaques que sufría la revolución. Que los amigos, las paredes, los hijos, los momentos ya no eran de ambos. Ella ya no estaba, pero él la sentía bien presente. Entonces, una encrucijada lo hizo transpirar más de lo debido. El corazón le latía con fuerza, y un nudo se había instalado en su garganta, haciéndole temer lo peor. Pensó en ella una vez más, y sintió el estómago vacío, un retorcijón de miedo y compunción en las tripas. Lágrimas. Supo, entonces, que debía hacerlo. No era la primera vez que lo hacía, no era la primera vez que ella lograba vencer sus ansias, que lograba domar a la bestia que despotricaba contra lo imperceptible, lo construido. Federico entró en la habitación para preguntarle si deseaba algo. Carlos, lejos de enojarse, sonrió con paz. -Traeme agua, por favor. Federico asintió y salió, entrecerrando la puerta. Carlos aprovechó el momento. Puso la foto sobre el escritorio y, sobre ella, una imagen de la Virgen María. Federico encontró a su amigo dormido para siempre en su sillón. Tenía el rostro apacible de un hombre que había estado esperando ansiosamente el reencuentro. l
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