Habitaré para siempre en medio de los israelitas

Evangelio según san Mateo 23,1-12.

En aquel tiempo, Jesús habló a la gente y a sus discípulos, diciendo: “En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos: haced y cumplid lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen. Ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar. Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y ensanchan las franjas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias por la calle y que la gente los llame maestros. Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar maestro, porque uno solo es vuestro maestro, y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo. No os dejéis llamar consejeros, porque uno solo es vuestro consejero, Cristo. El primero entre vosotros será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”.

Comentario

Durante estas últimas semanas venimos escuchando al profeta Ezequiel. Sus relatos, en forma de visiones, tienen por centro el templo de Jerusalén, lugar por excelencia, según las creencias de su tiempo, de la presencia de Dios: La gloria de Dios, en expresión suya. Ezequiel recibió del Señor la misión de consolar al pueblo cautivo en Babilonia, prometiéndoles un porvenir mejor, de prever el fin del destierro. Y como hemos leído hoy, Dios le comunicó la gran promesa: habitaré para siempre en medio de los israelitas. Promesa que Dios cumplirá en la persona de su Hijo. Jesús es el “Dios con nosotros”. Es “el sol que nace de lo alto”, es la gloria de Dios que entra en el templo “por la puerta oriental”. Él nos hizo la misma promesa que Yahvé hizo a los israelitas, “yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Cristo, en quien creemos y a quien seguimos, es el nuevo Templo, donde habita la Gloria de Dios. Cada día viene a nosotros en la Eucaristía y nos da la oportunidad de recibirlo en la Palabra y en su Cuerpo y Sangre, como alimento para una vida nueva. Israel recibió el anuncio del fin del exilio y la reconstrucción del templo, sin hacer nada de su parte. Igual nosotros, sea cual sea la situación en que nos encontremos, personal o comunitaria, tenemos que confiar siempre en que, al menos por parte de Dios, la historia puede recomenzar cada vez. Jesús es duro al criticar la hipocresía de los fariseos y los maestros de la ley, que cuidan más las apariencias que el ser y que todo lo hacen para ser honrados y aplaudidos. Jesús advierte a sus discípulos, y nos advierte a nosotros, para que no caigamos en la misma tentación de vivir una doble vida. Jesús quiere que sus seguidores sean auténticos, que sus palabras estén avaladas con su vida. El mundo necesita testigos, no maestros, como decía el Beato Pablo VI: “el hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan”. Y no nos engañemos, la gente tiene un “olfato muy fino”, aunque no sean creyentes, distinguen muy bien cuando se habla de teoría y cuando se habla desde la experiencia de vida. Jesús, en el evangelio de hoy, nos enseña el camino a seguir para ser verdaderos discípulos suyos. Su lógica es totalmente opuesta a la de los fariseos. Para Jesús la verdadera grandeza en la comunidad cristiana consiste en ser pequeño.

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