Evangelio según San Lucas 15, 1-3. 11-32

Esta parábola, es la respuesta de Lucas a la crítica que hacen fariseos y doctores de la ley a Jesús por juntarse con los “pecadores”. Ellos se acercan a Jesús para escuchar su palabra.

La categoría “pecadores” tiene una connotación social, se identifica con los pobres. Pobres y pecadores son términos intercambiables. Estos van donde Jesús a escuchar su anuncio del Reino que los llena de esperanza, y él comparte con ellos la “mesa”.

El protagonista principal de esta parábola no es el hijo arrepentido, sino el padre. El padre representa al amor de Dios. Un amor incondicional, abierto, ilimitado que no sólo se expresa sobre el pecador arrepentido, hijo menor, sino también sobre el crítico testarudo, hijo mayor, que se cierra en su incomprensión.

El amor de Dios queda expresado en la actitud del padre que sale al encuentro del hijo menor que vuelve al hogar después de haber solicitado su herencia, independencia- libertad, y haberla malgastado hasta llegar a lo más bajo de su existencia, criar cerdos y comer las algarrobas con las que se alimentaban. Lejos de reprocharle su conducta, conmovido, se echó a su cuello y lo llenó de besos, ordenó que lo vistan con la mejor túnica, que le ponga el anillo, signo de filiación, sandalias en sus pies y matar el ternero cebado para “celebrar una fiesta” porque el “hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y lo hemos encontrado”. Pero este amor, no se limita a ello, también se expresa en la salida del padre a buscar al hijo mayor que se niega a compartir la alegría por el retorno de su hermano, a quién desconoce y llama “ese hijo tuyo”.

Conclusión

En el contexto del Evangelio de Lucas la finalidad de esta parábola consiste en una legitimación del comportamiento de Jesús con los pecadores, demostrando que en su actitud de acogida, compartir con ellos la mesa y anunciarles el Reino, se cumple la voluntad salvífica de Dios que quiere que el pecador se convierta y tenga vida. Dios ama al pecador aún en su situación de pecado, es decir, antes de que se convierta. Más aún, la conversión sólo es posible desde la experiencia del amor de Dios.

¿Acaso hoy, como ayer, todavía los cristianos no tenemos que justificar nuestro amor preferencial por los pecadores y los pobres? Pues aquí podemos encontrar una respuesta genuina: el amor por aquellos que la sociedad excluye se fundamenta en el amor de Dios que envío a su Hijo al mundo para atraer y compartir la mesa con los que están perdidos, con los que están muertos y necesitan resucitar a la vida.

Cada día, en nuestros barrios, me encuentro con chicas y chicos en situación de adicción. Rostros endurecidos por el abandono y el dolor, caminar sin sentido, mendigando amor, en cada pitada de cigarro de marihuana, o inhalando pegamento, o consumiendo cocaína. Cuanto dolor, cuanta necesidad de ser queridos, abrazados, respetados en su dignidad. Muchos huyen ante su presencia, como antiguamente frente a los leprosos, pocos son capaces de recibirlos, de escucharlos, de tenderles una mano.

Jesús nos pide amarlos y servirlos, anunciarles alegrías, ayudarlos a descubrir que no sólo pueden recibir amor, sino también darlo, generosamente, sin interés, por el solo hecho de dar, como la vida misma, como lo hace el Padre Dios.

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