EL EVANGELIO DEL DOMINGO

Creer en un Dios crucificado - Lucas 22,7.14-23,56

La Cruz ha sido para las primeras generaciones de cristianos, y posiblemente para todas las posteriores, hasta el día de hoy, motivo de desconcierto, asombro e incomprensión. ¿Se puede creer en alguien que ha terminado sus días, muerto en una Cruz? ¿Cómo integrar el anuncio de la llegada del Reino y sus signos prodigiosos que suponen el comienzo de una nuevo cielo y una nueva tierra, con el fracaso de Jesús, el abandono de sus discípulos, y el triunfo, una vez más de los poderosos? La muerte de Jesús, de aquel que pasó su vida haciendo el bien, produce a priori el rechazo de aquellos que lo dejaron todo para seguirlo. En los sueños incumplidos de Jesús, se hicieron trizas los sueños de muchos que habían apostado al profeta de Nazaret, que se habían entusiasmado con su mensaje y pensaban que finalmente, Dios había escuchado la súplica de su pueblo. ¡Que locura creer en un Dios crucificado¡ Ninguna religión en la historia de la humanidad había dicho de Dios algo así. Se supone que Dios es lo más grande, poderoso, que muchas veces ha sido descrito como un ser impiadoso, vengativo y controlador de la vida humana. Sin embargo, Jesús nos lo muestra como un Padre preocupado por la felicidad de sus hijos, que sale al encuentro del pecador, no para recriminarle su conducta sino para abrazarlo, besarlo y ofrecerle su amor, como lo refiere Lucas en las parábolas de la misericordia: la oveja perdida y del padre misericordioso (Lc 15). Este es el Dios de Jesús, alguien que ama, perdona, experimenta en carne propia el dolor de sus hijos. Dios es amor, y el amor lo puede todo, allí está el centro del misterio de la fe cristiana. La muerte de Jesús en la Cruz, a pesar de ser la consecuencia de su vida y del odio de los poderosos de su pueblo, dirigentes religiosos y políticos de Israel, es a la vez, el signo de amor más grande. Sólo a partir de la Cruz, como donación de la propia vida, podemos entender el ministerio de Jesús y su resurrección. La Cruz es amor, y el amor que no pase por el tamiz de la cruz nunca será fecundo, jamás podrá engendrar vida y esperanza. Ese es el Dios de Jesús, no hay otro, no puede haber otro: el Dios amor, que se vuelve perdón, pan compartido, abrazo solidario y alegría para el mundo. Conclusión La Iglesia a lo largo de la historia ha presentado a Dios como un ser lejano a la vida de los hombres, con rasgos autoritarios, vengativos y de extrema severidad. Esta imagen ha engendrado hijos temerosos, de obediencia legal y conciencia infantil. Pero la hora actual, exige mostrar el verdadero rostro de Dios, el que reveló Jesús, rostro de Padre misericordioso, que sufre en el sufrimiento de sus hijos, que se alegra con sus gozos, cercano y providente. Ese es el Dios amor, el que queda patentizado en la Cruz, porque sólo el amor cura las heridas, redime el pecado y ofrece salvación a quienes se encuentran con Jesús para compartir su vida y ser sus testigos en el mundo.
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