POR CECILIA CEGOVIA

Amanda a las tres

Era una casona antigua. Habitada por generaciones de la familia de mi madre. Retirada del pueblo y de la fábrica que ya no existía. Una ventana perfumaba con el aroma de los campos, la habitación principal. Llegué al almuerzo y enseguida me prepararon una cama a su lado. “Sos la bisnieta preferida, dormirás con él estos quince días” dijo mi madre, sin que yo pudiera opinar. Pronto serán las tres. Joaquín descansaba, con su cuerpo estirado, laxo, con los ojos abiertos mirando al techo. Acomodé mis ropas hablando bajo, incómoda, haciendo pequeños sonidos para romper la monotonía y me acerqué. Un gesto pequeño para mirarlo. Para que el ritual de las tres de la tarde tradujera lo que miraban sus ojos. Lunes, martes, miércoles. Tres días a las tres de la tarde. La silla frente a la ventana abierta a la lluvia, al sol, al misterio. A lo que sea, nada variaba el espectáculo. No hablaba, en realidad, no dialogaba. Decía tres palabras a las tres de la tarde: “agua”, “Mandi”, “aire”, y miraba fijo, lejos, un punto escondido. Las repetía con pausa, marcando nostalgia. La misma nostalgia que sus ojos recorrían el camino serpenteante. Tres cuartos de hora y el cansancio aparecía. Eran sus manos flacas las que al reposar sobre sus rodillas, indicaban el tiempo cumplido. Me animé y las tome entre las mías, buscando la imagen de un gesto que anunciara algo, un indicio de su secreto. Un abrazo, un beso en la frente, una mirada profunda y lo acosté. Quería fingir que no lo veía extraño. No es raro un anciano sin habla. Mis padres me contaron muy poco. Veinte años la ventana abierta para que salgan tres palabras a las tres de la tarde. ¿Nadie preguntó al silencio senil dónde se guardan los infinitos sonidos del tiempo? Yo estaría tres semanas. Mis pacientes necesitaban control. Había regresado para recorrer la casona, antes que mis padres y tíos vendieran. “Escuchame Joaquín, ¿Qué ves por la ventana? No encontraré nada, si nada existe”. El viejo se soltó de mis manos mirando mi infancia. Insistí y la nada como un eco lastimó el eventual pero revelador encuentro. Tres de la tarde del día tres. La ventana mostró un camino ondulado, que con sigilo bordeaba la arboleda y se perdía en una sutil niebla. Me acomodé a su lado, entrelazando nuestros dedos para sentir otras palabras a través de su mano huesuda, mirando su rostro barbudo, hasta buscando en su cuerpo tenso y solo dijo “río”. Sentí la tibieza en mi palma y sonó “Mandi”, con ternura. Después como un ahogo y casi en suspiro, “aire”. Y repetí con él “río, Mandi, aire”, creando la ilusión de descifrar lo que nadie escuchó. Por la ventana, el camino seguía deslizándose por la ruedas de una bicicleta vieja. Al final, hasta donde me llevaban mis ojos solo quedaba el olor del pan. A las tres de la tarde del último día, frente a la ventana, mi voz atrapó a la del abuelo. Contesté al río, con el agua fresca bajando por mi cara. Puse Amanda al ondulante y sensual camino. El aire fue un susurro del fuego borrando huellas. El viejo estiró su brazo y despidió al recuerdo oculto en los árboles. Mordiéndose con los pocos dientes esas palabras que no se escuchaban, “río”, nosotros desnudos de culpas y ropas, las aguas que no te cubrieron dejando al fuego quemar tus gritos, ¡ay Mandi, mi Mandi! ¿Dónde estarás? Las tres se perdieron en la siesta obrera o en el aire quemado, tapando la garganta seca por el grito, “¡aire, aaaire!”. Por la ventana entra un paisaje eterno. Árboles con raíces fuertes que nacen al final del camino, justo hasta donde mis ojos alcanzan a ver. Somos tres sentados contemplando el encuentro ancestral.
Ir a la nota original

MÁS NOTICIAS