POR GUILLERMO ZIMMERMANN

Aún la arena

El desierto soñaba con viajeros que lo asediaban. Todos sedientos y horribles.

En las caravanas, los más viejos intuían algo. Al viajar por las mismas rutas de toda la vida, recordaban imágenes de su infancia y las comparaban con las que entonces veían. Notaban las dunas más crespas, y que el viento formaba torbellinos violentos sin ninguna necesidad. También por las noches, después de comer y beber el agua, al mirar la luna la encontraban más roja; y en todo momento percibían una atmósfera asfixiante, ominosa, que los oprimía por más que pretendieran ignorarla y desteñía el índigo de sus orgullosos turbantes. “Algo malo le pasa al desierto” decían, pero no mucho más que eso. “Desde hace años”, agregaban a veces, escarbando en su errática memoria. Los más jóvenes, que habían nacido habiendo ya comenzado el mal sueño del desierto, escuchaban con respeto, tratando de descubrir algo en las dunas. Y se preocupaban pero nada podían entender.

En el sueño del desierto, los exangües caminantes nunca se decidían a atravesarlo. Miraban jadeantes, con los ojos atormentados de sol y grotescas ampollas partiendo sus labios. Nunca iniciaban la mortal travesía, permanecían tras las fronteras y allí se quedaban sin que nada cambiara la situación. Pero el tiempo interno, propio del sueño, trajo más y más viajeros perdidos que llegaban arrastrando sus pies o, las más de las veces, remolcando sus moribundos cuerpos por el suelo. Se detenían ante las arenas y al agonizar estiraban un brazo marchito, como si intentaran rasgar la inmensidad. Sucedió en ese tiempo, ese tiempo viscoso de un desierto que había olvidado cómo despertar, que los contornos ya no pudieron albergar más viajeros, y los que continuaban llegando, que eran cada vez más y cada vez más horribles, se detenían detrás de los que habían llegado antes. Y a cada bucle de esa espira, más caminantes llegaban para detenerse un paso detrás de los últimos. Así las horribles filas se fueron sumando, y se hicieron legión.

El otro tiempo, el progresivo y común a todas las cosas, tampoco dejó de transcurrir. En las caravanas los patriarcas perecieron dejando lugar a sus descendientes. Éstos guardaron para sí la sanción de que el desierto estaba mal, de que algo le pasaba, y repitieron las observaciones de sus mayores, pero menos todavía que ellos pudieron leer en esos vagos signos, o en esa inicua realidad, las agitadas inquietudes de un durmiente. Más generaciones se sucedieron y al llegar, a su vez, a la ancianidad, fueron transformando ese pasado perdido, anterior al mal sueño; en una edad mítica, casi una fábula. En las noches más opresivas, frente a las tiendas, sentaban a los niños en sus rodillas, y para sosegarlos les hablaban de un tiempo muy antiguo en que todavía el desierto no era hostil con los hombres de azul. En que movía sus dunas con suavidad, y sus remolinos seguían reglas firmes e inexorables que se podían predecir. Y detrás de las nubes la luna se ofrecía blanca y pura, como tras el velo la sonrisa de una muchacha.

Aún desde el Norte, por donde lindaba con el mar, soñó el desierto que llegaban viajeros. Emergían lentos y pesados, con algas enredadas en el rostro y los cuerpos inflados de agua. Como los otros, se detenían un paso antes de que terminen las pedregosas playas sin nunca llegar a pisar la arena. Se deshinchaban durante años, chorreando agua por la boca y por otros menos virtuosos agujeros. Junto al agua caían peces vivos, viudas caracolas, antiguos anzuelos, tentáculos podridos, monedas de oro, medusas transparentes, botellas con mensajes, verdes espinazos, estrellas de mar y oxidados arpones de hierro. El desierto nunca había visto estos objetos ni sabía cómo se llamaban pero igualmente soñaba con ellos. Con el tiempo, estos viajeros quedaban tan resecos como los otros. Al menos los primeros en llegar, porque la estrecha playa también se llenó rápidamente y muchos debieron esperar y clamar mojados hasta la cintura y muchos más, de seguro, completamente sumergidos. Ni siquiera pudo el desierto hallar sosiego en el lejano desfiladero en que su brazo sudoeste se angostaba hasta ceñirse entre bruscas elevaciones rocosas. Agonizantes barbudos y cubiertos de pieles aparecieron en las laderas, y todavía prendidos a ellas imploraban en una lengua desconocida, de ásperas y extrañas palabras. La mayoría caía o había caído y se habían quebrado contra las rocas. Ni aun así daban un segundo de paz a las arenas; se agarraban como podían y clamaban al desierto con los miembros dislocados, como marionetas mal ensambladas. Sufrían sus fracturas como lo hacen los animales: sin cejar por ellas en sus ansias ni variar en su costumbre.

Luego de confusos y furtivos pensamientos sobre rostros descubiertos y sonrisas de muchachas, el pequeño Aderfi abrió los ojos y entendió que estaba dormido. En ningún momento tuvo miedo, a pesar de que su abuelo y la fogata y la tienda y los camellos habían desaparecido y sólo lo rodeaba el desierto. En parte porque no era un niño miedoso, y en parte porque aún sentía, de un modo lejano y ubicuo, el crepitar de la fogata, las palabras del abuelo, su larga barba rozándole un antebrazo. Dedujo entonces que no estaba dormido profundamente, que más bien se hallaba en una frontera delgada donde los pensamientos se corretean un poco entre sí, sin desarraigarse por completo de las sensaciones. Que podía despertarse en cualquier momento. Y se le ocurrió entonces que, si su sueño era esa cosa tan débil y maleable, y además él se había dado cuenta de que era eso, podría hacer con él lo que quisiera, todo era cuestión de imaginación y voluntad. Y lo que Aderfi siempre había querido era volar. Como un pájaro.

Pero debía apurarse, por ese remoto eco de voz y esas huidizas sensaciones táctiles que le llegaban hasta donde estaba, sospechaba que la historia, esa misma historia que desde siempre relataban los mayores de su tribu, ya estaba próxima a terminar. Cuando eso sucediera lo despertarían, y él habría perdido su oportunidad. Decidido, ensayó una rápida prueba: metió una mano entre los pliegues de sus telas y la sacó rápidamente pero era una garra, una garra de pájaro. Había resultado mucho más sencillo de lo previsto. La exactitud de su garra lo asombró: las plumillas mínimas rodeando el espolón, las arrugas por todo el pellejo, el filo de sus uñas carniceras. Estaba casi seguro que, despierto, nunca habría sido capaz de imaginar un objeto tan preciso. Por un momento hasta pensó en abandonar su experimento, en esperar pacientemente que lo despertaran o en esforzarse en soñar algo más fácil y ajeno. Pero Aderfi no era un niño miedoso, y desde siempre lo que había querido era volar. Arrojó su taguelsmut a las arenas descubriendo sus plumas más negras que la noche, y olvidando cualquier reserva comenzó a correr, tan fuerte como pudo.

El primer salto apenas lo elevó unos metros. Un insignificante aleteo para volver a caer pesadamente sobre la arena. Él no se iba a rendir tan fácil, por cierto, y tras una nueva carrera y echando mano de toda su determinación, se suspendió unos cuantos segundos en el aire. Y luego, todavía otros más. De hecho ya podía decirse que volaba, pero no de la manera que él ansiaba. Todavía sentía los reclamos del suelo. La arena lo pedía y él podía desatender un instante ese llamado pero nunca romper la insistente atracción: no podía izar la cabeza y levantar al cielo un vuelo soberbio, hasta las altas nubes y acaso más todavía. Pero entonces, precisamente cuando pensaba en eso y se lamentaba, fue como si una fuerza lo atajara justo antes de que volviera a tocar la arena y lo impulsara nuevamente hacia arriba, hacia el cielo; una fuerza misteriosa e inesperada que casi lo guiaba, que le enseñaba que debía mover sus alas a la vez con fuerza y suavidad y así ascender veloz, hundiéndose en la noche que lo rodeaba, silenciosa y total.

Entonces se detuvo, y se sintió más libre de lo que nunca se había sentido. Desplegó sus alas como desperezándose, sintió el viento cosquilleando entre sus plumas. Desde esa altura miró hacia abajo y vio el desierto blanco y enorme, y a sus bordes una negra marea que parecía envolverlo. La sensación de rareza que ya lo había extrañado antes se le presentó todavía más fuerte, porque pensó que de ningún modo él podía haber creado una imagen como la que ahora se le presentaba. La magnificencia del desierto, y también lo intrincado de esa negrura que parecía elevarse en un sordo rumor. Sí, un rumor que Aderfi advirtió en seguida con sus agudos oídos de pájaro. Se preguntó que sería ese sonido para llegar a alcanzarlo hasta esa altura. Entonces aguzó su mirada, como si bajara hasta allí aunque no lo hiciera en absoluto ni dejara en ningún momento de aletear, y distinguió lo que conformaba la marea. Y vio el horror. Y en el rumor distinguió la suma de millares, de infinitas voces ajadas implorando hacia el desierto algo que él era por no tener. Fue en ese instante cuando Aderfi advirtió que ya no escuchaba la voz de su abuelo, ni el crepitar de la fogata de su tribu. Supo improbable el llegar a despertarse algún día. Presa del pánico intentó volver hacia el suelo pero ni aun eso pudo. Se quedó en su lugar, moviendo atormentado sus alas, graznando hacia el desierto. Estirando su cuerpo hacia abajo, sus uñas intentando rasgar.
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