ANÉCDOTAS DE LA HISTORIA

La violencia política en la historia argentina (octava entrega): El fusilamiento de Dorrego: un crimen sin sentido

Por Eduardo Lazzari. Historiador.

El nombre de una época: ¿Guerras Civiles Argentinas?

Los historiadores han discutido, a lo largo de los años, sobre la caracterización del período, original comparado con otros países del continente sudamericano, que va desde el tiempo de la Independencia argentina hasta la sanción de la Constitución. La historiografía liberal lo llamó “anarquía”, por la ausencia de un gobierno central. El revisionismo, a inicios del siglo XX definía al sistema de caudillos como una federación perfecta, que obligaba a las provincias a plantear sus acuerdos y alianzas permanentemente.

El historiador y jurisconsulto entrerriano Juan Álvarez, de destacada actuación pública, iba a plantear este largo período como una guerra civil, y lo abordó como el de “Las guerras civiles argentinas”, título de un libro extraordinario que incluyó la perspectiva económica, describiendo los enfrentamientos políticos entre federales y unitarios como una guerra civil multicausal con distintos grados de intensidad.

La historia que transcurre entre los congresos y asambleas de 1813, 1815 y 1816, y la renuncia de Bernardino Rivadavia a la presidencia en 1827, puede ser tomado como una proto - guerra civil, en la que el cambio permanente de posición de los distintos actores políticos y militares, no permite un relato ordenado que haga entender las motivaciones en juego, mucho más si tomamos los enfrentamientos como una simple forma de conservación del poder, que prevaleció sobre las convicciones ideológicas. Quizá el ejemplo más rotundo fue el tucumano Gregorio Aráoz de Lamadrid, que transitó la mayor parte de la guerra civil en el bando unitario, pero no cejó en participar de campañas ordenadas por los federales Rosas y Urquiza. Muchas veces, el espíritu guerrero se imponía a la pertenencia partidaria.

El fin de la presidencia de Rivadavia

Las consecuencias funestas del final de la guerra contra el Brasil, en 1827, arrasaron el sistema político en ciernes, acabando con la presidencia de Rivadavia y el Congreso General. Las victorias del ejército argentino, llamado así por primera vez, al mando del general Carlos de Alvear, en Rincón, Bacacay, Ombú e Ituzaingó, sumada a su penetración en territorio brasileño, y la campaña naval del almirante Guillermo Brown, que prácticamente acabó con la flota imperial en Los Pozos, Quilmes y Juncal, iban a ser ignoradas por el negociador argentino Manuel J. García en la convención de paz que se celebró en Río de Janeiro.

La llegada a Buenos Aires del documento del 24 de mayo de 1827 provocó un escándalo que acabó con todo el orden establecido. García había firmado que: “La República de las Provincias Unidas del Río de la Plata reconoce la Independencia é Integridad del Imperio de Brasil, y renuncia a todos los derechos que podría pretender al territorio de la Provincia de Montevideo, llamada hoy Cisplatina.”. Si bien no estaba claro que el Brasil se quedaría con el Uruguay, la brutal decepción del pueblo oriental, que se sintió abandonado por el gobierno argentino, fue devastadora. Vale recordar la declaración de independencia que, luego de la expedición de los 33 orientales, el general Juan Lavalleja había jurado el 25 de agosto de 1825, con el objeto de reincorporar la Banda Oriental a las Provincias Unidas.

El presidente Rivadavia rechazó el acuerdo de paz, acompañado por el pleno del Congreso, en el que proclamó que “un argentino debe perecer mil veces con gloria antes de comprar su existencia con el sacrificio de su dignidad y de su honra”, se hizo responsable de la horrible negociación y presentó su renuncia el 26 de junio. Lo reemplazó Vicente López y Planes, quien tuvo por misión restaurar la provincia de Buenos Aires, convocar a elecciones para una nueva legislatura, clausurar el Congreso y aniquilar la presidencia. La desaparición del gobierno central dio lugar a un nuevo sistema de negociación entre las provincias, desde entonces todas pares, sin preeminencias, que generó una federación de hecho, que en poco tiempo iba a llamarse Confederación Argentina.

Manuel Dorrego: gobernador del partido Federal

La legislatura porteña eligió gobernador al coronel Manuel Dorrego, jefe del sector constitucionalista del partido Federal. Los gobernadores del interior, incluyendo al santiagueño Juan Felipe Ibarra, delegaron en Dorrego el manejo de las relaciones exteriores, ya que debía concluirse la negociación con Brasil. El panorama había cambiado, ya que en el sur del Brasil estalló una revolución para incorporar Río Grande do Sul a las Provincias Unidas. Pero el pésimo estado de las cuentas públicas y la debilidad política de Buenos Aires llevaron a Dorrego a reconocer la independencia del Estado Oriental del Uruguay, a principios de 1828.

Las medidas económicas que tomó el gobierno provincial, como por ejemplo congelar el precio del pan y de la carne, le valieron la pérdida del apoyo de los estancieros federales, que adherían al sector apostólico (o caudillista) encabezado por Juan Manuel de Rosas. El regreso a Buenos Aires del ejército republicano que se sentía vencedor en la guerra, fue una enorme fuente de conflictos, por el gran descontento de oficiales y soldados contra el gobernador que había firmado la independencia oriental.

El comandante a cargo del ejército era el general Juan Lavalle, que había suplantado a Alvear, quien fue contactado por varios unitarios, entre ellos Salvador María del Carril, Valentín Gómez y Juan Cruz Varela, que lo convencieron con facilidad de la necesidad de derrocar a Dorrego. El 1° de diciembre de 1828 el ejército bajo el mando de Lavalle se sublevó y destituyó al gobernador, quien se replegó a la campaña.

La revolución de los sombreros. Lavalle Gobernador

Al día siguiente, en el atrio de la capilla de San Roque, a metros de la plaza de Mayo, se reunió una multitud unitaria que proclamó a Lavalle gobernador. Al no existir padrones ni urnas, se llamó a los presentes a votar levantando sus sombreros, por lo que la historia registra este hecho como la “revolución de los sombreros”. Lavalle partió en persecución de Dorrego y dejó al almirante Brown como gobernador delegado, quien inmediatamente comenzó gestiones para lograr el destierro del federal.

Dorrego intentó reagrupar fuerzas y se entrevistó con el comandante de campaña Rosas, para que lo apoyara. No tuvo éxito y el caudillo de las pampas le propuso replegarse hasta Santa Fe, tierra del gobernador Estanislao López. Dorrego no aceptó y presentó batalla el 9 de diciembre, siendo derrotado en toda la línea. Intentó escapar, pero en las afueras de Salto fue capturado por dos oficiales sublevados, Acha y Escribano, quienes lo llevaron ante el gobernador de facto, que había acampado en Navarro.

El fusilamiento de Dorrego: el inicio de la guerra civil como tal

La presión sobre Lavalle fue inmensa. Su franca labilidad le valió el sobrenombre, impuesto por Esteban Echeverría, de “la espada sin cabeza”. La carta del 12 de diciembre de Del Carril es dramática y marca el tono de la impronta unitaria: “…la ley es que una revolución es un juego de azar en el que se gana hasta la vida de los vencidos cuando se cree necesario disponer de ella. … la cuestión parece de fácil resolución. Si usted, general, …, a sangre fría, la decide; si no, yo …habré escrito inútilmente, y lo que es más sensible, habrá usted perdido la ocasión de cortar la primera cabeza a la hidra y no cortará usted las restantes; ¿entonces, qué gloria puede recogerse en este campo desolado por estas fieras?…. Nada queda en la República para un hombre de corazón.”. La suerte de Dorrego estaba echada y la decisión de Lavalle en soledad fue el fusilamiento.

El 13 de diciembre, en el campamento de Lavalle, a unos centenares de metros de la laguna de Navarro, fue fusilado el coronel Dorrego. Su póstuma carta, dirigida a su esposa, es estremecedora: “Mi querida Angelita: En este momento me intiman que dentro de una hora debo morir. Ignoro por qué; mas la Providencia divina, en la cual confío en este momento crítico, así lo ha querido… Mi vida: educa a esas amables criaturas. Sé feliz, ya que no lo has podido ser en compañía del desgraciado Manuel Dorrego”.

Lavalle se hace cargo de su decisión y envía una comunicación que reza: “Participo al Gobierno Delegado que el coronel don Manuel Dorrego acaba de ser fusilado por mi orden… La Historia, señor ministro, juzgará imparcialmente si el señor Dorrego ha debido o no morir, y si al sacrificarlo a la tranquilidad de un pueblo enlutado por él, puedo haber estado poseído de otro sentimiento que el del bien público. Quiera el pueblo de Buenos Aires persuadirse que la muerte del coronel Dorrego es el mayor sacrificio que puedo hacer en su obsequio”.

Lavalle actuó pensando en el juicio de la historia. Dorrego murió sin entender el porqué. El 13 de diciembre de 1828 fue la declaración de la guerra civil. Todos, federales y unitarios, entendieron que sólo quedaba el camino de la eliminación del enemigo para constituir el país. Pasaría un cuarto de siglo hasta la sanción de un texto constitucional. Esta esquela del delegado Brown no llegó a tiempo: “La carta… de Dorrego que incluyo… le informará de sus deseos de salir a un país extranjero, bajo seguridades: mi opinión a este respecto…, está de conformidad, pero asegurando su comportamiento de no mezclarse en los negocios políticos de este país… Esta es mi opinión privada, mas usted dispondrá lo que considere mejor, para asegurar los grandes intereses de la provincia… W. Brown”. Brown, que firmaba en inglés, había logrado un pasaje hacia Estados Unidos para el ya fusilado. No es tarea de historiadores imaginar qué hubiera pasado con el destierro de Dorrego, pero sin duda podemos afirmar que la historia hubiera sido diferente. Nunca podremos saber si mejor o peor.
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