La pandemia de los 70

Hugo Fernando Rodríguez

La exasperante quietud de la noche deslizaba su silencio transformándolo en una densa rutina próxima al mes de aislamiento. Había terminado de quitarse la ropa para acostarse cuando el viejo hábito de pensar, programar el día siguiente irrumpió casi con frescura sin importarle los nuevos estigmas.

Todo se truncó abruptamente por la despiadada figura de levantarse ahora aferrándose al límite de no poder salir de la vivienda provocando una tortura en estos últimos años de vida que le quedaban. “Es por tu bien”, le repetían sus hijos.

En los setenta y cinco años su lucidez y su cordura mostraban su benignidad como una ofrenda por el paso de los años, pero le traumatizaba perder el sentido de libertad. Cómo todo este tiempo transcurrido, pareció resignarse, pero al poner su cabeza en la almohada una lágrima silenciosa brotó mansa recorriendo su mejilla lentamente hasta sentirse absorbida por la sábana.

La mente de Fernando lo obligaba a mantener los ojos abiertos hacia el techo mientras miles de disquisiciones brotaban impiadosas desafiando la lucidez de su pensamiento. Casi nada había cambiado, menos su libertad. Bah, demasiadas cosas habían cambiado, muchas de ellas importantes, y no había reparado en ellas. No poder disponer de su tiempo, ir donde él quisiera, poder comprar sus remedios, ver sus nietos… Dios, tantas cosas que le resultaba imposible enumerarlas. Los jóvenes podían moverse, incluso muchos de ellos trabajar.

Él no, dependía ahora casi totalmente de sus hijos, ni tampoco podía movilizarse con en automóvil. Al principio se sintió tan agradecido por la actitud de los chicos. - Papá, tenés los remedios? Papá, cómo estás de ropa? Papá te llevo comida para hoy y para mañana… La atención se fue distanciando como las propias urgencias con sus hijos.

Era lo natural, nunca les reprocharía nada: “Tienen su propia vida y debo admitirlo, de qué me sirve agregar una amargura a mi viejo muestrario de frustraciones inventadas o reales.” Ahh, el silencio con sabor a soledad. Cuando era joven demasiadas veces imaginó el universo de sus padres, especialmente cuando empezó a percibir los primeros signos de envejecimiento, los cuerpos empezaban a ponerse deformes, las arrugas, la lentitud de los desplazamientos, las enfermedades con huellas de deterioro, incluso subestimándolo en su capacidad de razonamiento… una vida llena de límites que era imprescindible cubrir por ese amor y gratitud de quien lo había recibido todo. Qué diferente era su propio tiempo.

Quizás la mayor distancia entre lo que se imaginó sobre el mundo de sus padres y el propio hoy, era que jamás se sintió vencido. Los parámetros no eran los mismos, pero demasiado lejos estaban seguramente, de transitar por los carriles de la desolación.

Eso lo charlaban demasiado con sus amigos en el bar del Gringo donde se había hecho una suerte de himno a la vida el encuentro para hablar de sus cosas. Preferían discutir por la calidad de un porrón como si se tratase del tema más trascendente de sus vidas. Exponer una y otra vez las angustias que taponaban sus razonamientos con una amargura rayana en lo traumático cuando lo único que buscaban era poder desahogarse. O contar que su hija lo fue a visitar y le comentó que le habían cambiado el medicamento del corazón y que eso les hizo bien… Nuevamente la soledad, la que imprime su sello con sensaciones de decrepitud y depresión no consentida.

En esa retahíla de recuerdos de un matrimonio que prefiere olvidar y refugiarse en la calidez de esos hijos con migajas de tiempos, pero que aún con sus límites tienen el fragor de ese amor que siempre quiso transmitir pero no siempre supo o quiso. Ahora mismo, quiero levantar el celular, buscar un rostro, imaginarlo que me espera con una sonrisa… pero no lo encuentro. Por favor, no me olviden. Los días parecen dinámicos con sus limitaciones para los jóvenes. Para los viejos tienen ese grotesco matiz de los días que faltan por vivir. No dejen de regalarles una alegría.

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