General Don José de San Martín: ¡No morirá tu nombre!
Por Coronel Hugo Eduardo Peralta Delegado del Estado Mayor General del Ejército en Santiago del Estero.
A las tres de la tarde de un día de agosto, la rutina grabada a lo largo de toda una vida en la milicia, lo ayudaba a llevar adelante sus años, sus enfermedades y la creciente ceguera que lo encerraba cada día más en la oscuridad.
Temprano ese día, comenzó su actividad. Pese al calor del agosto europeo, no dejó de ponerse su pañuelo negro al cuello y su tapado de grandes solapas y de dos filas de botones, que él mismo muchas veces remendó.
Ayudado por su bastón y no por ello sin dificultad, comenzó su diario caminar hasta un promontorio del cual podía observar el rugiente mar, aunque ahora poco lo podía ver. Pero eso no importaba. Allí, sentía el viento sobre su arrugado rostro y sobre su blanco cabello. Ese viento le traía también entrañables sonidos de trompetas, de cascos de caballos, de rugidos de cañones, de choques de sables y lanzas, en síntesis, le devolvía lo que había sido su vida, que ahora se le escapaba día a día.
Pasado el mediodía regresó a la casa, se sentó en el sillón tan viejo como él y comenzó a mirar el pequeño fuego que siempre estaba encendido.
Una vez más los recuerdos comenzaron a acompañarlo. Lentamente su bravo corazón dejó de latir y la poca luz que había en sus ojos se apagó. Se vio extrañamente joven caminando con su uniforme azul, sintió el peso y el ruido de su sable corvo colgado del cinturón a su izquierda.
Vio a lo lejos una torre con un campanario, que creyó haber visto antes, y cerca de ella a muchos soldados con uniformes de la patria tan lejana y querida. Alguien se adelantó cuyo rostro, reconoció.
Ese muchacho, con una tonada fuertemente correntina le dijo: - Bienvenido mi Teniente Coronel... lo estábamos esperando. En ese momento comprendió. El anciano militar lo estrechó en un abrazo y al hacerlo tocó la espalda del correntino y le dijo: - Todavía está abierta esa herida. - Es mi orgullo... -fue la corta respuesta. - Esa mañana cuando fui a verlo y a agradecerle ya era tarde, se lo digo ahora, ¡muchas gracias! -dijo el recién llegado. - El agradecido soy yo, por haber podido cabalgar con usted hacia la gloria.
El resto de los que allí estaban se acercaron a abrazarlo, vio allí muchas caras muy queridas. El lugar que Dios tiene reservado para los soldados, a partir de ese momento fue mejor, porque el Primer Soldado de América, el Capitán del Nuevo Mundo, había llegado.
En un lugar del norte de Francia a las tres de la tarde de ese día de agosto, un reloj detuvo su andar. General Don José de San Martín: ¡No morirá tu nombre, ni dejará de resonar un día tu grito de batalla, mientras haya una piedra en Los Andes, y un cóndor.