“No conocen al que me envió”

Lectura del Santo Evangelio, según San Juan 15, 18-21.

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mí antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo os amaría como cosa suya, pero como no sois del mundo, sino que yo os he escogido sacándoos del mundo, por eso el mundo os odia.

Recordad lo que os dije: ‘No es el siervo más que su amo’. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán; si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra. Y todo eso lo harán con vosotros a causa de mi nombre, porque no conocen al que me envió”.


Enviar a los amigos a que den un fruto que no se corrompe

El miércoles dábamos comienzo al capítulo 15 de San Juan. Con una serie de enseñanzas que nos abren a comprender más y mejor el sentido de este pasaje evangélico. Los contrastes nos hacen caer en la cuenta de la de importancia que tiene para nuestra fe ahondar en la Palabra de Dios como seguidores, de este modo, también entraremos en la tónica de la resurrección. Al inicio del capítulo san Juan nos habla de la importancia de permanecer en Cristo para dar fruto y de este modo rebosar alegría. Un mandato concreto: Amaos los unos a los otros.

De este modo, se ve que ambas realidades conforman la columna vertebral del discipulado. Y un título importante: Ya no os llamo siervos sino amigos, para de este modo enviar a los amigos a que den un fruto que no se corrompe.

Ese es el marco concreto con el que Jesús Resucitado se presenta después de la Pascua. El fenómeno de la resurrección no es una obra de magia, sino que es algo muy real e intrínsecamente unido a nuestra realidad de discípulos. Para ello, se está hablando de mundo, no como algo malo de lo que tengamos que huir, sino que se está refiriendo a todo aquello que va contra Dios. Es decir, Jesús ha resucitado, pero sigue habiendo en nuestro interior esa batalla entre muerte y vida, oscuridad y luz, pecado y salvación. Sigue habiendo zonas en nuestro corazón y en nuestra alma en la que no hemos dejado que llegue la luz resucitadora de Jesucristo. Tenemos que de alguna manera hacer ese proceso de reciclaje, conversión del que nos habla el cántico del siervo de Yahvé: “El Señor Dios me ha dado una lengua de discípulo; para saber decir al abatido una palabra de aliento. Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los discípulos” (Is 50,4-9).

Pasar de lo que nos distrae de la voluntad de Dios, de esas cegueras, de ese desamor que va anidando en lo más íntimo de nuestro corazón para actuar como lo hizo el mismo Jesús.

A Él lo persiguieron por el mensaje que tría de parte de Dios y no guardaron su Palabra la de vivir en el mandato del amor. Dar una palabra de aliento y espabilar el oído, es la condición necesaria del discipulado que se debe injertar en la realidad de un mundo sufriente como es el nuestro. Es esa necesidad de ir más allá de la que nos habla el evangelista cuando dice correr la misma suerte que tuvo Jesús. Conocer o no conocer su Nombre, como tan bellamente nos dice el salmo: «Se puso junto a mí: lo libraré; lo protegeré porque conoce mi nombre; me invocará y lo escucharé. Con él estaré en la tribulación, lo defenderé, lo glorificaré, lo saciaré de largos días y le haré ver mi salvación» (Sal 90,14-16).

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