La que respira

Recordar es ponerle nombre a lo que no quiero. La puerta se abrió con una ráfaga que llegó del sur.

PoOJjjjsss…

Ojjjhuutpssss…

Luego de desayunar me fui a la playa.

El sol me daba de lleno en la cara, los brazos y las piernas. Solo debía darle a la pata unas cuantas calles abajo que hacía, como casi todo por aquella época, sin el menor esfuerzo. Ya desde la zona de campings podía ver el mar confundirse con el cielo. Descalzo, con las zapatillas en la mano, caminé hasta mucho después del mediodía.

Debí hacer varios kilómetros sin que me diera cuenta, sin que el menor síntoma de fatiga me picara. Más de una vez me lamenté por no haber llevado un poco más de agua.

Si por aquellos días ya hubiera tenido hecha mi lectura de Robinson Crusoe, seguramente, creo, me habría sentido un tanto reconfortado, porque después de todo, siempre pude haberme salido de la isla. Pero escaparse esconde un asunto de estilo que complica la cuestión. Cuando el sol comenzó a calentar la arena y mis pies desnudos no pudieron soportarlo, me recosté bajo la sombra de un acantilado muy alto y antiguo. Cerré los ojos. Me dormí.

Cuando desperté, me sentí totalmente helado. Pensé que iba a morirme cuando comencé a temblar; dejar de vivir equivalía a dejar a la suerte muchas cosas: mis dibujos de batallas espaciales y dinosaurios; una bolsa de bolitas; doce mentiras; a mi vieja: mi vieja que se pasaba todo el día laburando para que no muriéramos, para que no termináramos los dos en la calle y sin juegos. (Elipsis).

Pero, lo cierto, y triste, era que siempre hubo entre los dos poco tiempo para jugar. Porque si no era con ella yo no jugaba, salvo que se me obligara en el colegio: apuntándome con el dedo como si tener elección fuera cosa de locos, o de Tomás Moro, o de aquél perro desgraciado de Agustín Coria que, ahora que lo recuerdo, me robó un turrón en el jardín; el mismo al que muchos años después crucé en la Paz y que se hacía llamar Cristóbal Colón; se ganaba la vida vendiendo cocaína de la mala a turistas, prostitutas, enfermos de sida, enfermos de hambre, mendigos y rudos transportistas que le pagaban con sexo. Porque no solo había cambiado de nombre, se había convertido a duras penas en “maricón”—según me dijo él mismo en La Berita Salvaje; y fue, Agustín, uno de esos que se aguantó las vergas más infecciosas de cuanto cabrón lo fundió detrás de camiones y médanos desfigurados por sol y viento.

“Ey lagartija redonda”, le decían en la escuela, en los recreos, en medio de un juego. Los juegos. El mar oscuro y ruidoso. Creí ver, montado sobre un lunar cuerpo de agua, un baúl rojo que me recordó a Cristo. Pero no a cualquier Cristo, sino al de madera que colgaba sobre el dintel superior de la puerta de la cocina. Cada vez que pasaba por debajo, pedía permiso, murmuraba una oración, o me agachaba un poco, por miedo, en el fondo siempre es miedo. Y recuerdo a mi padre caminando por la casa que lo vio tanto como yo: abrazando a mi vieja; alzándome en sus hombros; recostado en el sillón mirando la tele; yo detrás de él con una manzana en la mano, contando los mosquitos del techo, o bien, marchándose, cerrando la puerta, atorado a una camisa celeste y un pantalón gris, que creo, era la única ropa que tenía, pero también pudo haber sido la ropa que usaba cuando iba a vernos, la única vez que fue a la casa mientras yo comía una manzana.

Lo acepto y lo niego. No es nada original a esta altura del partido, porque es muy probable que mis recuerdos de él, daten, todos ellos, del día en que fue a conocerme y ver qué tan parecido a él o su padre era, y nunca más regresó, y creo que está bien, que está bien que las cosas entre él y mamá, y entre él y yo, se dieran de esa manera y no de otra, sin embargo no es tan fácil. Vivir puede ser tan deprimente como escribir mal y que te den un premio. Mi madre viene del interior de Santiago.

Morocha, india, negra, igual que sus padres que son mis abuelos maternos y que por muchos años creí que no existían. Hubo un tiempo en el que pensaba que solo tenía abuelos por parte de mi viejo, sin que importase el hecho de que jamás los vi (qué sé yo), y ahora pienso que quizá fue mi culpa, porque nunca, ni siquiera una vez, intenté preguntarle a ella si tenía padres, y, cuando mamá estaba en casa, después de todo, no jugábamos mucho: veinte minutos y nada más, y me iba a ver dibujitos o El Chavo del 8, y me ponía a desear al igual que él, las “tortas de jamón”, las paletas gigantes, las gaseosas, y esos “pasteles” que solo podían ser el producto de algún hechizo de la Bruja del 71; todo de Quico, y que Quico comía de manera incompetente e inútil, como nunca lo hubiera hecho El Chavo, y ni siquiera yo, y tampoco mi amigo Mariano que, junto con el Germán (su hermano, alias…, no recuerdo) siempre comían tomates, algún pan criollo o limones mientras disputábamos improvisados partiditos de futbol: sobre la calle, al frente de nuestras casas, debajo de un árbol, utilizando como señales para perimetrar los arcos nuestras zapatillas, una remera, un chorro de meada proporcionado por el adorable de Giani, que siempre, mientras podía, se las arreglaba para usurparnos la pelota que a los ponchazos habíamos logrado parchar y con ello perdido casi toda la tarde, y precisamente, esos eran los momentos en que la gran mayoría desertaba y todo para qué, para ir y darse con la noticia de que en la casa no había luz, ni matecocido; solo un par de velas y un poco de guiso estancado desde el mediodía en una olla llena de tizne sobre la cocina; las vinchucas propagando sus benditas economías…

¿Y qué tiene que sea del interior?, podrán preguntarme ustedes mientras me “leen” esperando que diga algo inolvidable, algo discursivamente estándar. Tiene mucho que ver, porque si escribo de esta manera tan decaída es porque mi madre es de Santiago del Estero, y en parte, o por otro lado, es posible que les esté tomando, hegelianamente, el pelo.

Esta es una historia en medio del viento. Yo soy como mi vieja. Y punto. Al igual que antes me cuesta abrir la boca. Prefiero estar callado frente a otros, pero también cuando estoy solo, a mitad de la noche, a mitad del fin, del último suicidio colectivo. Seguí en la playa hasta entrada la tarde. Cuando volví a sentir el azote del frío, comencé a caminar por donde los médanos parecían más vivos e inquietos.

A la distancia, cambiaban de posición junto con las olas que se batían pleitos sucedáneos, inalterables, perseguidas por un cielo gris, cuyas nubes, remontadas, crujían en una especie de música fantástica. Siempre está la posibilidad de salirse de la isla. Y cuando llegué la casa estaba vacía. Vi partir al último auto poco antes de llegar: tres cuadras atrás, frente al almacén de Migui, donde había algunos chicos, más chicos que yo, jugando al metegol, debajo de la sucia galería que aún hoy sigue igual que ese día —o eso supongo—, como si el tiempo se hubiese agotado por pereza. Esperé a que el auto se alejara de la casa.

Encontré la puerta del fondo abierta. Primero, metí la cabeza, procurando no hacer ruido. Luego de hacer un paneo, mitad adentro, mitad afuera, descubrí al Giani comiendo un pedazo de carne asada debajo de la mesa. Por su parte, la cocina, estaba dada vuelta: platos, tazas y vasos sin lavar desbordando la bacha. Las moscas, ¡una invasión!, sobrevolaban la mesa y chocaban una y otra vez contra los vidrios de las ventanas. Pude reconstruir, por las huellas de tierra marcadas en el piso, los movimientos que se habían realizado: yendo y viniendo, todo un montón de gente alrededor del pequeño ataúd de mi hermanita muerta.

Ese maldito montón de gente interrumpiendo y haciendo tanto ruido. Antes de barrer mojé un poco el piso para no levantar polvo. Cuando terminé encendí una hornalla y puse un tarrito de aluminio sobre el fuego. Cuando sentí que habían pasado horas y horas, mientras esperaba a que el agua hirviera, me fui a la pieza. Llevé el matecocido conmigo. Aquella, creo, fue la última vez que me quemé. Me saqué los zapatos y los lancé justo debajo de la ventana de un golpe furioso. Me recosté. Bebí todo con un par de galletas saladas, aún no lo olvido, húmedas, inverosímiles. Cuando escuché que abrían la puerta, cerré los ojos, apreté las manos, y me hice el dormido. Sentí que se acercaba hacia mí, muy despacio, como agua. Pero yo me dormí.


Posdata 1. Ese día no tuvo ningún paseo por el mar, solo mucho viento llevándose cualquier cosa al cielo, solo este mismo vacío. Posdata 2. Agustín Coria pudo haber sido escritor o astronauta. Seguramente mejor escritor que astronauta.


Bio

Alfredo A. Díaz (1992) es oriundo de Los Quiroga. Desertor universitario. Escritor, tallerista, ilustrador y coeditor de Tóxicxs (revista y editorial artesanal). Ha publicado relatos y artículos en Sudestada, Catálisis, Estrépito, Tlacuache, UH!, Mundar, etc. Autor de “(R)Escritura” (2021) y del libro de cuentos “Día de semana” del cual se ha tomado esta narración.

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