POR SEBASTIÁN BARRIONUEVO SAPUNAR (*)

La anormalidad normada

No sé cómo será en otras escuelas, pero de la Normal nadie se termina de ir, uno queda felizmente escolarizado para todo el viaje. Unos cuantos años después de haber egresado, al pasar por ahí, miro distraídamente el reloj a las 9:05 y pienso qué lindo sería que Martín o Hugo abrieran el portón de la calle 24 de Septiembre y poder compartir un recreo en la cancha de básquet sentado en las gradas de madera conversando desinteresadamente sobre cualquier tema. Fui a la Normal desde el jardín, a esa institución sobre la que alguien siempre decía “ahí nunca tienen clase”.

Es cierto, a veces teníamos unas horas libres seguiditas, pero de ahí a “nunca tener clases” hay un largo trecho. Para mí la Normal siempre será la anormalidad normada, y allí está su belleza, en su poderosa diversidad estuvo la mejor educación para mí. Al pasar enumero algunos recuerdos: los machetes en diminutos papeles manuscritos, artesanías invaluables de algún compañero precavido que además nos dejaba fotocopiarlos. También los ejemplares aplazos de machetes fallidos y, por qué no, las pruebas aprobabas con la satisfacción del estudio y el esfuerzo.

El tiempo de las maravillosas profes que se sentaban a conversar de la vida hasta que sonaba el timbre del recreo, y de las más exigentes, que nos sacudían con largas lecciones y pruebas sorpresas. Las peleas acordadas por algunos compañeros en la plaza Sarmiento con un “nos vemos a la salida”. Los contrincantes se revolcaban en el piso a la hora señalada hasta que alguno los separaba invocando la sagrada amistad y el compañerismo. Afortunadamente, muchas otras peleas quedaron en proyectos inconclusos. Las broncas se apaciguaban y al día siguiente había un reencuentro con un abrazo. Un buen uniforme se componía de una chaqueta tatuada con algún dibujo en lapicera y los zapatos fugazmente limpios hasta que algún compañero lo pisoteaba por “una distracción”.

Los bustos de los próceres del hall ingreso de vez en cuando tenían un chicle tapando la nariz y otro en la oreja. Algún compañero después señalaba la broma como un horror, mientras que otro –cariñosamentele destapaba los oídos a Belgrano y algún patriota le sonaba la nariz a San Martín. Las autoridades tenían siempre un apodo. No faltaba por ahí un bromista que imitaba a la perfección la seriedad o solemnidad de un docente, alguna compañera que advertía el tic nervioso de un profe, alguna muletilla recurrente que convocaba el ingenio; y entonces, toda la imitación se hacía justo segundos antes de que la/el destinatario cruzara la puerta del aula. Esa adrenalina, sacaba otras carcajadas de nuestros cuerpos. El sanguchazo que nos comíamos afuera a las “12 y cinco” cuando nos escapábamos, los noviazgos de semanas y de días, con los pedidos de “haceme la pata”, “haceme gancho”, “tal gusta de vos”.

Las fiestas, que arrancaban a la tarde en el patio con la promo del pancho y la coca, la música en los recreos de las estudiantinas. La preceptora que se interponía vigilante ante las parejas que escandalosamente se besaban y la que nos borraba algunas tardanzas. Las clases de “la Yocca” sobre la célula, operaciones combinadas con “la Mema”, física con “la Cachi”, todas las profesoras siempre tendrán el articulo antes de sus apellidos. Música con “la Anríquez”, lengua con “la Marquetti”, historia con “la Ordóñez”. Había algunas materias en las que sabíamos de antemano cierta característica, rigor o ritual, por ejemplo, inglés con la teacher Martínez, un ritual de orden riguroso y absoluta concentración.

El centro de estudiantes y las elecciones, los debates acalorados entre las listas, la campaña para colgar carteles, la rotura de carteles entre los grupos contrarios, las propuestas y los saluditos en las revistas. De las sentadas heroicas en defensa de nuestros derechos, a la docilidad estratégica. El partido de fútbol que extraña vez jugué. Las veces que me enviaron de vuelta a mi casa para que me afeitara. Las amonestaciones legítimamente colocadas que aun hoy me avergüenzan.

La Normal fue siempre así, verdaderamente normal, duramente real, cercana al barro, al roce de la calle, al cruel apodo y al compañerismo amoroso. Llena de dobleces y contradicciones. A veces hoy cruzo alguno de los cientos de rostros con los que nos encontrábamos en las galerías en un recreo, o en la formación, y recuerdo entonces el cruce sorpresivo que se tornaba en sospecha de una “cuca” mutua. Una mirada cómplice y un saludo casi imperceptible, como si nos dijéramos con los ojos “yo a vos te conozco, te has cuqueao hace rato”.

El buchón fue una terrible mala palabra entre nosotros. He visto severas amonestaciones en las personas equivocadas, pero no buchones. Una normalidad caótica, apurada de juventud, de abrazos emocionados cuando sonaba “Brillante sobre el mic” de Fito, en cualquier despedida que valiera la pena. Estoy leyendo algo que escribí hace unos días, pero que seguro aprendí a hacerlo aquí, porque desde el jardín arranqué ingresando por la 24 de Septiembre, cuando las palabras eran apenas dibujos que podía con dificultad deletrear, silabear, luego solo balbucear.

Con esas primeras herramientas que la escuela me dio, vengo a contar con cariño lo que me marcó, porque las palabras son la materia prima de quien escribe y vengo a leer no en un acto solemne a donde tengo que adoptar cierta postura o tono protocolar, sino en una feria que los estudiantes secundarios organizan con profes, y eso también para mí es una marca, la mejor forma de volver.

Este texto que comparto no tiene una rigurosa edición, ni un pretendido estilo, es un ejemplo de lo que debe y no debe hacer un escritor. Muchas veces hay que hacer también lo que algunos dicen que no se debe hacer, porque casualmente resulta que en esos lugares hay otros aprendizajes, los que enumera desordenadamente el corazón y la memoria. Por eso vengo a compartir y a agradecer también lo aprendido y lo desaprendido. Y sigo pensando que algún día sería lindo despertarme, calzarme la camisa, el pantalón, los zapatos y ponerme la chaqueta con rayones. Llegarme por aquí con una carpeta bajo el brazo y una sonrisa de oreja a oreja para decirles: -Hola profe, hola amigos, ¿qué había que hacer para hoy?


(*) Texto leído por su autor en el patio de la Escuela Normal Manuel Belgrano, en ocasión de la primera Feria del Libro organizada por estudiantes y docentes.

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