Por María Fabiana Calderari

Las otras

Estoy entrando a la clínica. Siento que a ella le hubiera gustado el vestido que llevo puesto. A mí no me tiene que importar su ausencia. “Nunca me importó”, pienso en voz alta, como convenciéndome. Es azul el vestido y el azul me queda espléndido. Hace algunos años, cuando terminé la universidad, pude imaginar cómo hubiera disfrutado al mancharme la ropa con pintura o al cortarme el pelo largo de manera descuidada. Me dio lástima, pero fue hace mucho tiempo.

Yo soy la culpable por haberme puesto este vestido azul que, quizás, no le hubiera gustado. Igual, mamá siempre insistió en explicarme, una y otra vez, todo esto. “No fue tu culpa”. ”No fue tu culpa”. “No fue tu culpa”. Sí fue mi culpa. El primer día, en el jardín de infantes, me siguió por todos lados.

La pícara se comió las galletas antes de la merienda. Lloré, avergonzada, con mi cabeza refugiada entre mis brazos, como una tortuga, igual a la que estaba pintada sobre la pared que, empujé fuerte, fuerte hasta vencerla y lograr esconderme adentro. No quiso cantar ni bailar. Quieta, en un rincón de la salita, como una imagen inventada. Se rió de todos. —Ssssa mmmuu el, Samuel — dijo un niño que escupió su nombre, lleno del polvo que dejaba una carreta, metida dentro de la boca. Mientras las carcajadas retumbaban en el lugar, por la ventana entró una mariposa negra, con alas grandes que se posó sobre los ojos de ella, y desde ese día, nunca más la volví a ver. Tampoco la vieron conmigo, aunque yo sabía que era ella quien robaba los lápices de colores.

Se paseaba por mi cuarto hurgando las cosas. Desordenaba mi ropa e insistía en apoderarse de mi diario íntimo. Me había propuesto escribir en ese diario, una página por año y con un color diferente. Finalmente, pudo encontrarlo. Fue muy confuso, pero pasó, en serio, y todo por su culpa. “Fue tu culpa”. “Fue tu culpa”.

“Fue tu culpa”. Tres veces la misma frase, la que me repetía mamá, pero al revés. Cuánta maldad. Tres veces, la misma frase, escrita con tinta azul, en la página número quince, el dos de septiembre, el día de nuestro cumpleaños. No pude arrancar esa hoja, fui cobarde. En la secundaria, cuando la necesité, no estuvo. Fue difícil aceptar su ausencia.

Por una vez, le hubiera tocado a ella. La pollera corta, la camisa incómoda y el moño ridículo. Sentí bronca, indignación, ganas de romper con una piedra el espejo. La necesité, y nada. Ya sabía yo que nada, pero fue cuando más la necesité. Su complicidad me hubiera permitido escapar con mi novio, sin que la ordenanza, indiscreta, lo notara y me denunciara. O cuando no supe calcular las fórmulas en el examen de Química, o cuando me encontraron en el cuarto de profesores, con un encendedor en la mano y la cortina quemada.

De verdad, duele ese hueco, como si apareciera otra vez. Una y otra vez, en presente. Está oscuro y húmedo. Yo puedo correr, moverme, tirar de la cuerda, nadar y escaparme. Ella no puede. —¡Salí! —le grito. Vuelvo mi cabeza, giro y la veo inmóvil, a un costado, dormida, con frío. Vuelvo a gritarle—. Salí, que ya nos vinieron a buscar. Salí, tenés que mover tus brazos y tus pies y nadar, ¡tonta!, apurate. ¡Dale!, tirá de la cuerda. La batalla se divide y se multiplica. Le toca a ella y no responde. Me falta el aire, ella no reacciona. Le toco el pie, se lo tiro con fuerza, quiero quedarme para ayudarla, así podemos escapar juntas. Hay días que creo que podemos lograrlo. —Si no peleamos, no saldremos juntas —le grito, pero ella no escucha. Sigue dormida. Siento el cuerpo pegajoso, otra vez, y un olor horrible. Muevo mis brazos con insistencia y empujo con mis pies, como las ranas. Me arrancan de un tirón. Ya no me ahogo, respiro. Abro los ojos y veo el hueco lleno de mariposas negras, con alas grandes. Escucho que mamá llora y sufre. La escucho, cada vez que el hueco vuelve a abrirse y sale el olor a podrido, la cuerda gris-morada y el río. Las manos ajenas que tiran y yo sujeto el pie de ella al mismo tiempo. Quiero cambiar el final. Ya sé que gano la batalla. La gané la primera vez, y la gano siempre que se repite y se abre el hueco. Y también sé que, haberla ganado significa, precisamente, lo contrario. Una hermana no es una hermana si no está. Aunque yo insista en verla cada vez que me congelo frente a un espejo. O que crea sentirla detrás de mi nuca, en medio del pecho, hablándome dentro de mi cabeza o desde el hueco húmedo, que deja entrar un poco de luz y se cierra cubierto de mariposas negras, con alas grandes. Dos bollitos de células juntos, amontonados, separados, en un mismo saco que abriga, que crece, mientras mamá se cubre la panza con las manos. La cubren a ella también, cuando, finalmente, la dejan dormir tranquila, helada, sobre un colchón de mariposas de colores, hasta que el hueco que duele se abra de nuevo en mi cabeza. Antes de salir de la casa, busqué mi diario. Hoy es dieciséis de enero. Hay rastros de hojas arrancadas. Fui yo, las quité con fuerza, con violencia, con ese mismo ímpetu que poseí al tirar del cordón gris-morado. Escribí, con tinta azul: “Hoy será todo distinto. Sin culpas. Habrá otro final, una historia que estrenará vagidos tiernos y habrá espacio para las dos”. La batalla también será compartida. Tengo miedo, igual que antes. Cubro mi panza con las manos. Siento que a mi hermana le hubiera gustado acariciar mi panza, tocarla. Y quizás, ella ya no me hablara a mí sino a mis hijas, y susurrara: “Las dos pueden hacerlo. Salgan juntas, naden con fuerza”. Sí. Tiene razón. Ambas van a ganar. Habrá espacio para las dos. Sé que a ella le hubiera gustado mi vestido azul, aunque no se haya atrevido a salir conmigo. l (*) Este cuento fue seleccionado para formar parte en la antología del certamen “Taller Literario Tucumán”, a cargo de la editorial Taller Literario Ediciones, que fue publicada el año pasado. Fabiana Calderari de Pellicer es autora de los libros de cuento “Los jardines contiguos” y “Un otoño de siete letras”. Actualmente está en ciernes su tercer libro de cuentos: “Las puertasletras del callejón”.

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