“Éste es el sacramento de nuestra fe” “Éste es el sacramento de nuestra fe”
dice: “éste es el sacramento de nuestra
fe” y es una invitación suya a toda la comunidad
reunida porque muestra el misterio fundamental
de nuestra fe. El pueblo responde:
“Anunciamos tu muerte, proclamamos
tu Resurección. Ven, Señor Jesús”. La eucaristía
es el memorial del sacrificio pascual
del Señor, presencia viva de Cristo en medio
de nosotros, verdadero banquete de comunión,
que impulsa a transformar la propia vida,
el mundo y la historia. El sacramento del
sacrificio de Cristo implica una presencia
muy especial: la presencia real del Señor bajo
la especie del pan y del vino. Con la consagración
el pan deja de ser pan, y se convierte
en cuerpo de Cristo; y el vino se transforma
en la sangre de Cristo.
Sólo los sacerdotes, obispos, cardenales
y el Papa son los que hacen la consagración
del pan y vino. Por eso debemos tener
cuidado para no vivir esa confusión. La celebración
de la Palabra no es una misa, porque
en la misa hay una consagración.
Los sacerdotes, obispos, cardenales
y el Papa han recibido la unción de las manos
en el momento de la ordenación sacerdotal.
Las manos son ungidas con el santo
crisma, mientras que el obispo dice esta
oración: “Jesucristo, a quien el padre ungió
con la fuerza del espíritu santo te auxilie para
santificar el pueblo cristiano y para ofrecer a
Dios el sacrificio”. Después entrega al nuevo
sacerdote el cáliz y la patena mientras le dice:
“Recibe la ofrenda del pueblo santo para
presentarla a Dios. Considera lo que realizas
e imita lo que conmemoras, y conforma
tu vida con el misterio de la Cruz”.
Por eso los sacerdotes al momento de la
Consagración hacen presente a Cristo. Podemos
encontrar las palabras de Consagración
en la Primera Carta de San Pablo a los
cristianos de Corinto: “Yo he recibido del Señor
lo que a mi vez les he transmitido. El Señor
Jesús, la noche en que fue entregado,
tomó pan y después de dar gracias lo partió
diciendo: “Esto es mi Cuerpo, que es entregado
por ustedes. Hagan esto en memoria
mía”. De igual manera, tomando la copa,
después de haber cenado dijo: “Esta copa
es la nueva alianza de mi Sangre, todas
las veces que la beban háganlo en memoria
mía”. Fíjense bien, cada vez que cogen este
pan y beben de esta copa están proclamando
la muerte del Señor hasta que venga”. (1
Cor 1, 23-26).
La eucaristía es el centro de la vida de
la Iglesia, es ante todo Comunión. La Iglesia
no es sólo un experimento de evangelización,
sino que además tiene por misión ser
el lugar donde podemos experimentar nuestra
unión con Cristo y entre nosotros. Proclamar
la muerte, la resurrección y que Cristo
va a venir para nosotros es un sacramento
de fe.
Las eucaristías celebradas cada día en
el mundo entero y en todas las latitudes se
suceden horas tras horas recordando que la
muerte de Cristo ocupa todo el tiempo hasta
su regreso.
Antes de comulgar decimos: “Señor no
soy digno de que entres en mi casa, pero
una palabra tuya bastará para sanarme”. Es
una entrega total a nuestro Dios, con confianza
y fe.
Por eso cuando el sacerdote o ministro
extraordinario de la comunión dice “El
Cuerpo y Sangre de Cristo”, hay que decir
“Amén”, es decir que estoy de acuerdo que
es verdaderamente el cuerpo y sangre de
Cristo.
Recibimos a Cristo vivo, entonces debemos
respetarlo, no vivirlo como una formalidad.
Debemos entrar en el espíritu de nuestro
Dios e Iglesia.
Hagamos la oración al Santísimo Sacramento,
que puede ayudarnos a dar gracias
y reconocer la presencia de Dios en nuestras
vidas:
“Te doy gracias, Señor, Padre Santo,
Dios Todopoderoso y eterno, porque aunque
soy un siervo pecador y sin mérito alguno,
has querido alimentarme misericordiosamente
con el Cuerpo y la sangre de tu Hijo
Nuestro Señor Jesucristo.
Que esta sagrada comunión no vaya a
ser para mí, ocasión de castigo, sino causa
de perdón y salvación, que sea para mí armadura
de fe, escudo de buena voluntad;
que me libre de todos mis vicios, y me ayude
a superar mis pasiones desordenadas;
que aumente mi caridad y mi paciencia, mi
obediencia, mi humildad, y mi capacidad para
hacer el bien; que sea defensa inexpugnable
contra todos mis enemigos, visibles e invisibles;
y guía en todos mis impulsos y deseos.
Que me una más íntimamente a tí, único
y verdadero Dios, y me conduzca con seguridad
al banquete del cielo, donde tú, con
tu Hijo y el Espíritu Santo, eres luz verdadera,
satisfacción cumplida, gozo perdurable y
felicidad perfecta. Por Cristo nuestro Señor.
Amén”.






