Evangelio según San Juan 3,31-36. Evangelio según San Juan 3,31-36.
por encima de todos. El
que es de la tierra pertenece
a la tierra y habla de la tierra.
El que vino del cielo da testimonio
de lo que ha visto y oído,
pero nadie recibe su testimonio.
El que recibe su testimonio
certifica que Dios es veraz.
El que Dios envió dice
las palabras de Dios, porque
Dios le da el Espíritu sin medida.
El Padre ama al Hijo y ha
puesto todo en sus manos.
El que cree en el Hijo tiene
Vida eterna. El que se niega a
creer en el Hijo no verá la Vida,
sino que la ira de Dios pesa
sobre él.
Comentario
El ambiente luminoso y
alegre de la Pascua no puede
ocultar las sombras que, pese
a todo, siguen existiendo
en nuestro mundo.
Lo vemos con claridad en
el texto de los Hechos, en el
que el valiente testimonio de
los Apóstoles encuentra la
fuerte oposición y las amenazas
de muerte por parte de
los poderosos de turno.
Ya lo había predicho Jesús:
“El siervo no es más que
su señor. Si a mí me han perseguido,
también os perseguirán
a vosotros” (Jn 15, 20).
La experiencia de la Pascua
incluye en sí la experiencia
de la Pasión del Señor.
Pero hay un diferencia. Ahora
el valor del testimonio sustituye
al temor anterior.
Las palabras de Jesús,
repetidas tras la Resurrección,
“no temáis” han surtido
efecto (es la acción del Espíritu),
y el valor engendra la
libertad frente a los poderes
que tratan de acallar la Palabra
y el testimonio: “Hay que
obedecer a Dios antes que a
los hombres”.
El valor y la libertad son
signos y expresión de la nueva
vida del Resucitado que opera
en los creyentes.
También hoy, de formas a
veces brutales, a veces sutiles,
se trata de acallar la Palabra
y el testimonio (por ejemplo,
tratando de recluir la fe al
ámbito de lo privado y subjetivo,
sin posibilidad de expresión
pública).
Ahí podemos preguntarnos
por la calidad de nuestra
fe, por nuestro valor para
testimoniar que Cristo ha resucitado,
para decir que debemos
obedecer a Dios (a su
Palabra, a su Evangelio) antes
que a los hombres (las
modas, las ideologías, lo políticamente
correcto).
El Dios que tanto amó al
mundo derrama con generosidad,
sin medida, el Espíritu
Santo, que no es sino al amor
del Padre al Hijo.
Y lo derrama con abundancia
para que en esta tierra
(símbolo aquí de una existencia
cerrada al amor, alejada de
Dios) se haga presente el cielo
(Dios Padre), el que viene del
cielo (el Hijo), para que los que
lo acogen con fe puedan ya,
desde ahora, disfrutar de esa
vida eterna en que consiste el
Amor del Padre al Hijo, la vida
del Espíritu.
La nueva vida de la resurrección
a la que nos incorporamos
por el bautismo no es
sino una vida centrada en el
amor. Y es que la salvación que
consiste en la plena comunión
con Dios y, en él, con los demás,
no puede entenderse más
que como amor: ser amado y
amar. Pero, ¿qué es el amor?
Palabra usada, abusada, gastada
y, tantas veces, prostituida,
suele identificarse con un
mero sentimiento voluble, rosa,
romántico que, como viene,
se va.
Pero el amor es mucho
más que sentimiento: abarca
la entera realidad personal,
todas sus dimensiones. Y
no puede ser de otra manera,
porque el Dios en el que creemos,
un Dios personal, habitado
por relaciones personales,
es amor. Así pues, el
amor, sí, siente, pero también
conoce y comprende, y, además,
quiere, decide, pasa a la
acción