Sé quién eres: el Santo de Dios Sé quién eres: el Santo de Dios
En aquel tiempo, Jesús
bajó a Cafarnaún, ciudad de
Galilea, y los sábados enseñaba
a la gente. Se quedaban
asombrados de su doctrina,
porque hablaba con
autoridad.
Había en la sinagoga un
hombre que tenía un demonio
inmundo, y se puso a
gritar a voces: “¿Qué quieres
de nosotros, Jesús Nazareno?
¿Has venido a acabar
con nosotros? Sé quién
eres: el Santo de Dios”.
Jesús le intimó: “¡Cierra
la boca y sal!”.
El demonio tiró al hombre
por tierra en medio de
la gente, pero salió sin hacerle
daño. Todos comentaban
estupefactos: “¿Qué
tiene su palabra? Da órdenes
con autoridad y poder
a los espíritus inmundos, y
salen”.
Noticias de él iban llegando
a todos los lugares
de la comarca.
Comentario
Cafarnaún no es Nazaret;
es más receptiva a la
palabra y a los signos de
Jesús. Por eso, la reacción
de su gente es tan distinta
ante la presencia en la sinagoga
del profeta de Nazaret.
Aquí el asombro y la
admiración es permanente;
todos resaltan insistentemente
la autoridad soberana
con que actúa Jesús:
“Hablaba con autoridad”,
“¿Qué tiene su palabra?”,
“Da órdenes con autoridad”.
Todo sucede ante la victoria
de Jesús sobre las
fuerzas del mal de un endemoniado.
La autoridad de Jesús
tiene una fuente muy clara.
En él se funden la palabra
y la obra; decía y curaba;
sentía lo que decía y hacía
lo que decía.
Como que Jesús era
la verdad, y con él llegaba
el Reino de la verdad y del
amor. Todo sonaba a verdadero;
nada olía a falso,
a hipocresía, a ganas de figurar.
No es extraño que el
evangelista apunte que las
noticias de Jesús llegaban
a toda la comarca. La gente
sabe captar el buen mensaje.
Lo contrario de los fariseos
de los que censura
el evangelio: “Haced lo
que ellos dicen, no hagáis
lo que ellos hacen”.
Credibilidad. Acaso sea
esta palabra el nombre de
la autoridad que la Iglesia,
que los cristianos necesitemos
en nuestro testimonio.
Que aquello que decimos
y hacemos resulte
creíble. Que en los demás
suscite aceptación cordial,
aun dentro de las limitaciones.
No significa que, de entrada,
seamos santos, sino
que nos vean en camino.
No hace falta que nos
presentemos como salvadores
pero sí gente que se
abre a la salvación.
Que sea una autoridad
“moral”. Lo ha dicho Benedicto
XVI en Friburgo y
lo atestigua la historia reciente.
En la medida en que
nos despojamos del poder
mundano va creciendo (auget
auctoritas) la autoridad
interior espiritual. Todavía
nos queda eliminar mucha
costra poco evangélica
que, en el ejercicio de la autoridad,
ha dejado el peso y
el paso de la historia. Todo
se andará.
Y, por supuesto, la autoridad
de un testigo de
la Iglesia crece cuando
se adivina pronto que ese
cristiano es sincero, que es
el corazón el que habla, que
no se busca a sí mismo sino
al que le ha enviado, que
siente de veras lo que comunica.
Es decir, que Dios habla
por él.