“Os conviene que uno muera... “Os conviene que uno muera...
En aquel tiempo muchos
judíos que habían venido a
casa de María, al ver lo que
había hecho Jesús, creyeron
en él. Pero algunos acudieron
a los fariseos y les contaron
lo que había hecho Jesús.
Los sumos sacerdotes y
los fariseos convocaron el
Sanedrín y dijeron: “¿Qué hacemos?
Este hombre hace
muchos signos. Si lo dejamos
seguir, todos creerán en él, y
vendrán los romanos y nos
destruirán el lugar santo y la
nación”.
Uno de ellos, Caifás, que
era sumo sacerdote aquel
año, les dijo: “Vosotros no
entendéis ni palabra; no comprendéis
que os conviene que
uno muera por el pueblo, y
que no perezca la nación entera”.
Esto no lo dijo por propio
impulso, sino que, por ser sumo
sacerdote aquel año, habló
proféticamente, anunciando
que Jesús iba a morir
por la nación; y no solo por la
nación, sino también para reunir
a los hijos de Dios dispersos.
Y aquel día decidieron
darle muerte. Por eso Jesús
ya no andaba públicamente
entre los judíos, sino que se
retiró a la región vecina al desierto,
a una ciudad llamada
Efraín, y pasaba allí el tiempo
con los discípulos.
Se acercaba la Pascua de
los judíos y muchos de aquella
región subían a Jerusalén,
antes de la Pascua, para purificarse.
Buscaban a Jesús
y, estando en el templo, se
preguntaban: “¿Qué os parece?
¿Vendrá a la fiesta?”.
Los sumos sacerdotes y
fariseos habían mandado que
el que se enterase de dónde
estaba les avisara para
prenderlo.
Que la proximidad del misterio
Pascual lo vivas unido a Cristo
Pocos días hay una unidad
temática tan estrecha
entre la primera lectura, el
salmo responsorial y el evangelio.
Podríamos formularla
así: en la muerte de Jesús
se realiza el oráculo profético
sobre la reunificación del
pueblo. Veámoslo con detalle.
Ezequiel, el profeta del
destierro, le anuncia al pueblo
una promesa de Dios: Voy
a recoger a los israelitas de
las naciones a las que marcharon
... “los haré un solo
pueblo en su tierra”.
El salmo responsorial toma
un texto del capítulo 31 de
Jeremías en el que se anuncia:
El que dispersó a Israel
lo reunirá, lo guardará como
pastor a su rebaño.
Finalmente, en el evangelio,
Caifás habló proféticamente
anunciando que Jesús
iba a morir por la nación; y no
sólo por la nación sino también
para reunir a los hijos de
Dios dispersos.
Podríamos decir que la liturgia
de este último sábado
del tiempo de Cuaresma nos
ofrece una clave para interpretar
la muerte de Jesús en
perspectiva de globalización.
Su muerte va a restañar las
heridas, va a llevar a cabo
el sueño que él mismo había
presentado al Padre: Que todos
sean uno.
La humanidad está viviendo
en las últimas semanas
una fuerte tensión.
El conflicto
de Irak ha sido el detonante
de la división que caracteriza
a nuestro mundo: Norte-
Sur, mundo musulmán-civilización
“occidental”, aliados
de Washington-países no alineados,
etc. El germen de la
división fructifica en muchos
campos.
Por desgracia, nuestra
Iglesia no siempre se entrega
plenamente al servicio de
la unidad de la familia humana.
A pesar de que esta misión
pertenece a su esencia
católica, a lo largo de la historia,
y también en el presente,
la Iglesia se siente más segura
en actitudes provincianas.
Sigue activa esa atávica tríada
“tierra-patria-religión” que
tantos disgustos nos da. ¿No
estamos llamados a una visión
de onda larga? ¿No pertenece
a la vocación cristiana
luchar, como Jesús, para
reunir a los hijos de Dios dispersos?
Aquí no se habla de
ningún proyecto megalómano
que elimine las diferencias,
sino de algo más sencillo:
contribuir a que la comunión
de la familia humana, el
sueño de Dios, se haga realidad,
hacer que muerte de Jesús
no sea inútil.
Es probable que algunos
de los que os asomáis regularmente
a la ventana de Ciudad
Redonda paséis esta Semana
Santa fuera de vuestros
hogares, algunos, incluso,
en misión pastoral. Que el
Señor os acompañe y os haga
portadores de su paz, que
podáis ver en todo hombre o
mujer a un hermano que él os
regala.