Guerra de Malvinas: anécdotas que merecen ser recordadas (2ª parte) Guerra de Malvinas: anécdotas que merecen ser recordadas (2ª parte)
Alguna vez se escribió que cuando uno
logra casarse con la chica más linda del barrio,
ese es el momento en que comienza a
desconfiar de su belleza, ya que se casó con
uno, que en principio no la merece.
Muchas
veces nos pasa lo mismo con los veteranos
de la guerra de Malvinas. Nos cuesta entender,
nos toca compartir este tiempo de la
historia con los únicos héroes de guerra que
la Argentina ha tenido en los últimos 150, y
que son gigantes con los que nos cruzamos
cotidianamente en nuestras calles, nuestro
trabajo, en definitiva en nuestra vida.
Los avatares políticos que llevaron a la
guerra de 1982 no son óbice para reconocer
el patriotismo de quienes dieron la vida heroicamente
y de quienes hicieron todo lo posible
para defender nuestro suelo de la mejor
maneray con una valentía que reconocieron
sobre todos los soldados enemigos.
Vale leer, investigar y descubrir el extraordinario
concepto que los británicos expresaron
en los tiempos posteriores a la guerra
sobre el desempeño de los hombres de tierra,
mar y aire que pelearon por la Argentina.
El título del libro que escribió el general
Julian Thompson, comandante del ejército
británico es timbre de honor para nuestros
soldados: “No picnic”, es decir la guerra no
fue un paseo para ellos.
Seguiremos hoy recorriendo anécdotas
vinculadas con la gesta de Malvinas
que pueden servirnos para poner en su lugar
nuestros sentimientos y nuestros pensamientos
en homenaje a los héroes.
Un veterano que no perdió
el humor
Cuando en el mes de diciembre de
2008 viajé a las islas Malvinas, salimos unos
días antes desde Buenos Aires hacia Río
Gallegos, la capital de la provincia de Santa
Cruz, donde abordaríamos con mi amigo
Jonathan, el avión de Lan Chile rumbo al archipiélago.
Vale recordar que por entonces
el habitual vuelo comercial de cada semana
comenzaba en Santiago de Chile, con escalas
en Puerto Montt, Punta Arenas y una
“parada técnica” que justificaba el aterrizaje
en Río Gallegos el primer sábado de cada
mes para continuar viaje hacia la base naval
de Mount Pleasant, que oficia como aeropuerto
internacional de las islas.
En el aeropuerto de Río Gallegos, cuya
pista es compartida con la brigada aérea
que participó como actor principal durante
la guerra de 1982, mientras tomábamos un
café, conocimos a cinco veteranos de guerra
que habían decidido regresar a Malvinas
luego de más de un cuarto de siglo. Entre
ellos se encontraba Claudio Guida, con
quien simpatizamos rápidamente. Guida
había sido convocado como conscripto el 2
de abril de 1981 para servir en la Armada, y
el conflicto de 1982 lo encontró en la Escuela
Naval de Río Santiago, desde donde fue
enviado a Malvinas a los pocos días del desembarco
argentino.
En el vuelo me di cuenta que Guida se
iba a convertir en un gran amigo y hasta hoy
no me equivoqué: ese día encontré a un hermano.
Entre los requisitos para desembarcar
en las islas, además de presentar el pasaporte
argentino, había que llenar un formulario
que tenía varias preguntas, una de las
cuales era: “Visitó alguna vez las Falklands?
Guida era mi compañero de asiento y con
gran humor me preguntó: “¿Que contesto?
Yo visité las Malvinas, no las Falklands…”.
Cuando un protagonista de la historia, con
todo el dolor de los recuerdos de la guerra,
era capaz de enfrentar una circunstancia
como esa con humor, estaba mostrando su
cualidad humana y su resiliencia frente a su
propio pasado.
Nadie está preparado para la
derrota
Llegados a las islas, dedicamos mucho
tiempo, generalmente juntos, a visitar los
campos de batalla, las calles de la capital, sus
tabernas que eran los únicos espacios abiertos
para reunirse, y sobre todo los edificios
que reconocíamos tales como la antigua sede
de Lade, convertida en museo histórico,
donde se encontraba la bandera argentina
rendida en la gobernación el 14 de junio de
1982. Allí experimenté por única vez en toda
mi vida una sensación de ahogo en la pequeña
sala dedicada a la guerra, donde compulsivamente
me dediqué a cotejar que los datos
que se expresaban en los pequeños letreros
indicativos fueran ciertos. Encontré dos
errores materiales: la cantidad exagerada de
muertos argentinos (decía que fueron 1.000
y el dato real fue 649) y la omisión del nombramiento
de Luis Vernet como gobernador
civil de las islas en 1829.
En el intento de corregir
esos errores, una vez regresado a Buenos
Aires envié la documentación sobre el
tema. Y para superar el ahogo físico que sentí
en aquel momento, tuve que salir durante
un cuarto de hora para luego terminar la recorrida
de un museo típico como cualquiera
de un pueblo argentino, pero con una historia
que dolía mucho y profundamente.
Otro día, recorriendo la zona del puerto,
llegamos a los viejos galpones de chapa
acanalada que habían sido las instalaciones
de la única unidad militar creada durante
1982 en las islas: el Apostadero Naval Malvinas,
donde quedaban rastros de aquellos
días.
En una pared de chapa, se observaba
la reparación que tapó el hueco de una ametralladora
usada para defender la posición.
Y en medio de la explanada, aún se podía
observar la base del mástil en el cual flameó
durante 74 días la bandera argentina. Ver
esos rastros de 1982 no es fácil y nos hace
tomar conciencia de aquella batalla perdida.
El borceguí que esperó 26 años a
su dueño
En una de las recorridas por los campos
de batalla, nos dirigimos a la península Camber,
que es la lengua de tierra que se contempla
desde la costanera de la capital isleña, y
donde se levantan aún los viejos tanques de
combustible de YPF abandonados. Allí Guida
había combatido en los últimos días de la
guerra y fue el lugar donde lo sorprendió la
rendición.
Es impresionante ver cómo cada
uno de los veteranos vivió su regreso a Malvinas
de forma diferente. Una frase de Guida
me hizo entender: “No hubo una guerra, hubo
tantas guerras como hombres que pelearon.
Cada uno vivió su propia guerra”.
Mientras caminábamos por las trincheras
que quedaron, donde se verificaba que
los malvinenses no habían hecho nada por
limpiar los campos de batalla, ibamos encontrando
restos de la guerra: petacas, dentífricos,
alguna manta desgajada y muchas
vainas de proyectiles disparados.
En un momento
dado llegamos a la trinchera en la
que Guida pasó varios días y sus noches en
medio de los bombardeos y los desembarcos
británicos repelidos varias veces.
De pronto Guida baja a la trinchera y
comienza a mover las piedras que oficiaban
de piso. Había algunos cables de telégrafo,
muchas vainas servidas y de pronto
apareció un borceguí derecho, que tenía
dentro una media anudada con el ancla
símbolo de la Armada. Guida, con circunspección
poco común en él, nos contó
que luego de la rendición había dejado
allí, en su trinchera irredenta ese calzado
para volver a recuperarlo. La emoción de
haber sido testigo de ese momento y de
ese relato me dura hasta el presente. Los
dos borceguíes de Guida están hoy en su
casa del gran Buenos Aires.