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La trágica madrugada de aquel 24 de marzo

25/03/2012 04:00 Política
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Terminaba en soledad una agitada jornada en la que sus ministros del Interior y de Defensa le habían dicho que los militares aseguraban que no habría golpe de Estado.

Volvía a Olivos en compañía de su secretario, Julio González; su edecán naval, el capitán de fragata Ernesto Diamante; el jefe de su custodia personal, suboficial de policía Rafael Luisi y el oficial principal de la Federal, Mariano Troncoso.

Apenas la máquina comenzó a elevarse, uno de los dos pilotos de la Fuerza Aérea trasmitió el mensaje cifrado que esperaban en el sector militar de Aeroparque los tres oficiales golpistas que tenían orden de detener a Isabel.

El general Rogelio Villareal, el almirante Pedro Santamaría y el brigadier Basilio Lami Dozo respiraron aliviados porque si la presidenta se hubiera quedado a dormir en la Rosada hubieran tenido que atacar el palacio presidencial con tanques y tropas de Palermo.

Pocos minutos después, cuando la máquina sobrevolaba la oscuridad del Río de la Plata, los pasajeros sintieron que vibraba más de lo habitual y perdía altura.

-¿Porqué estamos descendiendo?, preguntó Luisi a los pilotos.

-Tenemos una falla técnica y vamos a bajar en Aeroparque. Se nos plantó una turbina.

Todas las luces del sector militar del Aeroparque habían sido apagadas. Vestidos con uniformes de conscriptos aeronáuticos, oficiales de las tres armas esperaban la llegada de la presidenta. Un grupo de francotiradores se dispersó tras los árboles con la orden de apuntar al más grandote del grupo, el suboficial Luisi, que tenía fama de ser rápido con la pistola.

Los pilotos abrieron la puerta y una formación de honor esperaba a la presidenta en la pista, pero Luisi y González se negaron a descender y convinieron en esperar dentro de la máquina que llegaran automóviles de Presidencia de la Nación para seguir viaje a Olivos.

Pero el oficial a cargo de la base, el mayor Crosetto insistió para que los pasajeros aguardaran en su despacho. Luisi y González dudaron, pero Isabel tomó la delantera: “No se preocupe, doctor -le dijo a su secretario- es pura acción psicológica”.

El grupo caminó hacia el pequeño edificio de la base área y cuando llegaron al despacho de Croseto, el oficial cerró violentamente la puerta en las narices de González y Luisi. Antes que pudieran reaccionar los hombres fueron reducidos por un grupo de supuestos soldados aeronáuticos que ya no tenían edad para hacer el servicio militar. Diamante maldecía el día que Massera lo había designado edecán presidencial.

Dentro de la pequeña estancia, los tres altos oficiales vieron entrar a la todavía presidenta de los argentinos, se pusieron de pie y se presentaron. Isabel se sentó en la punta de un sillón y miraba inquisitivamente a los militares. El general Villarreal tomó fuerza para decir lo que había ensayado varias veces esos días:

-Señora, las Fuerzas Armadas han decidido tomar el control político del país y usted queda arrestada.

-Estoy preparada para que hagan conmigo lo que dispongan, dijo Isabel con un imperceptible temblor de mandíbula, pero sin perder la compostura.

-Nuestra presencia tiene por fin garantizar su seguridad personal, la tranquilizó el general.

-¿Se puede saber que harán conmigo?, preguntó Isabel.

-La trasladaremos a El Mesidor.

-¿Y dónde es eso?

-Es la residencia de los gobernadores de Neuquén, cerca de Villa La Angostura.

- Pero yo no tengo más que lo puesto.

- Podemos pedir lo que necesite mientras aprestan el avión que la llevará hasta Bariloche.

-Mi marido siempre me decía que confiara en el Ejército y ahora ustedes me traicionan, le lanzó Isabel a Villarreal.

-No se trata de una decisión del Ejército sino de las Fuerzas Armadas, aclaró el general.

-¡Justo ahora que la CGT me apoya y me respalda en la lucha contra la suversión!

-La visión de las Fuerzas Armadas es muy diferente, señora

-General ¿Usted tiene hijos?

-Sí. Es por ellos que asumo esta responsabilidad con total decisión.

-Correrán ríos de sangre cuando el pueblo se entere y salga a defenderme.

A esa hora, la mayoría del pueblo dormía. Y si bien en los años subsiguientes corrieron “ríos de sangre”, no fue precisamente para defender al gobierno constitucional que había defraudado las expectativas populares tras la muerte del general Perón.

Cuando el avión Fokker que trasladó a Isabel hacia el sur sobrevoló la ciudad, abajo, en las calles se había desatado una feroz cacería de militantes populares y ex funcionarios.

Se estaba asestando el golpe de todos los golpes. El que cambiaría la matriz de acumulación capitalista y los valores de la sociedad argentina a sangre y fuego.

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