Evangelio según San Juan 7,40-53. Evangelio según San Juan 7,40-53.
que lo habían oído, opinaban:
“éste es verdaderamente
el Profeta”.
Otros decían: “éste es el
Mesías”.
Pero otros preguntaban:
“¿Acaso el Mesías vendrá
de Galilea? ¿No dice la Escritura
que el Mesías vendrá
del linaje de David y de Belén,
el pueblo de donde era
David?”.
Y por causa de él, se
produjo una división entre
la gente.
Algunos querían detenerlo,
pero nadie puso las
manos sobre él.
Los guardias fueron a
ver a los sumos sacerdotes
y a los fariseos, y estos les
preguntaron: “¿Por qué no
lo trajeron?”.
Ellos respondieron: “Nadie
habló jamás como este
hombre”.
Los fariseos respondieron:
“¿También ustedes se
dejaron engañar?
¿Acaso alguno de los jefes
o de los fariseos ha creído
en él?
En cambio, esa gente
que no conoce la Ley está
maldita”.
Nicodemo, uno de ellos,
que había ido antes a ver a
Jesús, les dijo:
“¿Acaso nuestra Ley
permite juzgar a un hombre
sin escucharlo antes para
saber lo que hizo?”.
Le respondieron: “¿Tú
también eres galileo? Examina
las Escrituras y verás
que de Galilea no surge ningún
profeta”.
Y cada uno regresó a su
casa.
Comentario
El mensaje mesiánico de
Cristo y su actividad entre
los hombres terminan con la
cruz y la resurrección.
Debemos penetrar hasta
lo hondo en este acontecimiento
final que, de modo
especial en el lenguaje conciliar,
es definido mysterium
paschale, si queremos expresar
profundamente la
verdad de la misericordia,
tal como ha sido hondamente
revelada en la historia de
nuestra salvación.
En este punto de nuestras
consideraciones, tendremos
que acercarnos
más aún al contenido de la
Encíclica Redemptor Hominis.
En efecto, si la realidad
de la redención, en su
dimensión humana desvela
la grandeza inaudita del
hombre, que mereció tener
tan gran Redentor, al mismo
tiempo yo diría que la dimensión
divina de la redención
nos permite, en el momento
más empírico e “histórico”,
desvelar la profundidad
de aquel amor que
no se echa atrás ante el extraordinario
sacrificio del
Hijo, para colmar la fidelidad
del Creador y Padre respecto
a los hombres creados
a su imagen y ya desde
el “principio” elegidos, en
este Hijo, para la gracia y la
gloria.
Los acontecimientos del
Viernes Santo y, aun antes,
la oración en Getsemaní, introducen
en todo el curso
de la revelación del amor y
de la misericordia, en la misión
mesiánica de Cristo, un
cambio fundamental.
El que “pasó haciendo
el bien y sanando”, “curando
toda clase de dolencias
y enfermedades”. él mismo
parece merecer ahora
la más grande misericordia
y apelarse a la misericordia
cuando es arrestado,
ultrajado, condenado, flagelado,
coronado de espinas;
cuando es clavado en
la cruz y expira entre terribles
tormentos.
Es entonces cuando
merece de modo particular
la misericordia de los
hombres, a quienes ha hecho
el bien, y no la recibe.
Incluso aquellos que están
más cercanos a él, no saben
protegerlo y arrancarlo
de las manos de los opresores.
En esta etapa final de la
función mesiánica se cumplen
en Cristo las palabras
pronunciadas por los profetas,
sobre todo Isaías,
acerca del Siervo de Yahvé:
“por sus llagas hemos sido
curados”.
“A quien no conoció el
pecado, Dios le hizo pecador
por nosotros”, escribía
san Pablo, resumiendo
en pocas palabras toda la
profundidad del misterio de
la cruz y a la vez la dimensión
divina de la realidad de
la redención.
Justamente esta redención
es la revelación última
y definitiva de la santidad
de Dios, que es la plenitud
absoluta de la perfección:
plenitud de la justicia y del
amor, ya que la justicia se
funda sobre el amor, mana
de él y tiende hacia él.