Como el Padre amó, yo los he amado Como el Padre amó, yo los he amado
Dios es amor y todo
lo que procede de él
tiene el sello del amor.
La creación entera, con
sus formas y colores, las
montañas, los mares y
ríos, los glaciares y hielos,
los bosques y selvas
preñados de vida, las razas
y pueblos, cada uno
de nosotros, en nuestros
ambientes, nuestras culturas
y expresiones artísticas,
el trabajo sacrificado
de los que cada mañana
somos aliados del
acto creador de Dios, el
amor humano, la familia,
la sonrisa de los niños,
la sabiduría de los
abuelos, todo es signo y
huella del amor de Dios.
La historia de salvación,
el afán del Padre
para que sus hijos encuentren
la felicidad, la
venida de su Hijo, hecho
hombre en Jesús, como
nosotros, junto a nosotros,
es presencia y cercanía
del amor de Dios.
La infinita misericordia
de Jesús cuando anuncia
las buenas nuevas del
Reino, cuando cura a los
enfermos, perdona a los
pecadores, se sienta a la
mesa para compartir el
pan de los pobres, alienta
a los caídos e incluye
a los marginados, revela
que Dios es amor y sólo el
amor sana, salva y comunica
la vida.
Jesús vive en el amor,
es su atmósfera vital, su
modo de ser y de estar en
el mundo, para mostrarnos
que sólo si nos dejamos
amar por Dios, estaremos
en condiciones
de amarnos los unos a
los otros. Por eso, para
ser fiel al amor de Dios,
entrega su vida. Jesús
convierte la Cruz, signo
del odio y la intolerancia
humana, en símbolo
del amor verdadero:
“no hay amor más grande
que dar la vida por los
amigos”. De eso se trata
la vida, ese es el verdadero
amor, el que se da,
el que se entrega, el que
nada se guarda para sí.
De ese amor, generoso
y pleno de vida, el
amor de Jesús, nace el
amor entre los discípulos:
“ámense los unos
a los otros como yo los
he amado”. La auténtica
fraternidad, nace y se
nutre en el amor de Dios.
Por eso Jesús invita a los
discípulos a permanecer
en su amor, de lo contrario
la fraternidad será
imposible.
Conclusión
Hoy, en un mundo
signado por el odio, el
individualismo y la increencia,
el amor de comunión
entre los cristianos,
sea cual sea denominación
eclesial, es un
signo de que Jesús está
vivo entre nosotros y nos
invita a hacer comunión
con él para que recibiendo
su vida nuestro gozo
sea pleno. Porque Jesús
ha venido a salvar al
mundo, y para que en él
todos tengamos vida.
Un cristianismo que
vive la realidad del amor,
siempre nuevo y creativo,
amor sin fronteras
que trasciende razas, religiones,
clases sociales,
culturas; amor al servicio
de la vida y la fraternidad
universal, hace
creíble el mensaje del
Reino y muestra el “rostro”
misericordioso de
Dios.
La Iglesia tiene que
vencer el miedo a abandonar
las viejas doctrinas
y estructuras que la alejan
de Dios y de los hombres,
permanecer en comunión
con Jesús viviendo el
mandamiento del amor.
Así podrá ser una comunidad
abierta, misionera,
y servicial que sale al encuentro
de las personas
para ofrecerles el don del
amor de Dios, que
los hará libres y
les permitirá dar
frutos duraderos.
Ese es su desafío,
transparentar en
el mundo al Dios
amor.