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EL LIBERAL . Viceversa

Cuentos de Fabiana Calderari

15/07/2018 02:44 Viceversa
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Cuentos de Fabiana Calderari Cuentos de Fabiana Calderari

LAS SíLABAS DEL TIEMPO 

— ¿Quieres una chocolatada? —

dice la Nana. Sin titubear, de un tirón.

— ¡Sí! —respondo, sin ocultar mi asombro.

A la Nana ya no le preocupan las palabras largas. Cuenta con ventajas secretas y yo guardo  discreción sobre nuestro pacto. Un juego de a dos. Ella mira, observa, lee y yo espero y sonrío.

Antes se mordía la lengua. De bronca, pero ella insistía en que era parte de un ritual. Se rascaba la  cabeza y hacía chirriar los dientes. Me contó que le divertían nuestras caras raras.

Se interrumpía de a ratos. Capaz que pensaba en muchas cosas. Que se inventaba imágenes en su  cabeza, que nacían muy rápido y no llegaba a bautizarlas. Como a su hermana, Isabel, que tardaron en nombrarla. Iba a llamarse Joaquín y en el parto de la mamá de la abuela todos se sorprendieron.

La abuela se reía a carcajadas cuando me contaba esta historia.

Antes de nuestro pacto, pensé que se trataba de una manía. Comenzaba, pausa. Seguía, pausa. Entre el final de una palabra y el comienzo de una sílaba había puentes. La Nana los cruzaba a su manera. A veces, quería llamar a mamá: «Mabel, Mabel, eeeh, eeeh...», decía el nombre de mi tía y, cuando notaba el error,  resumía con eso de que todas las mujeres de la familia somos muy parecidas.

Esto ya no es cierto. Los ceños fruncidos, las bocas torcidas para un lado, los párpados apretados,  como los puños, que se escondían debajo de la mesa.

Comenzaron a preocuparle las muecas que se nos formaban mientras esperábamos las palabras. Y                                                                      las  claves dejaron de funcionar y, entonces, hicimos el pacto. Palabra, papel.

Palabra, papel. Sonrisas. Tiempo. Palabra, papel. Sonrisas. Y así, hasta rotular, a escondidas, toda la casa. La casa, digo, porque cuando somos niños, la casa es algo grande, un lugar lleno de rincones interminables, con misterios frágiles.

Todos han entrado demasiado fácil en el juego. Antes era la Nana y yo. Ahora reconozco el puente.  Las pausas, las sílabas del tiempo. La Nana, mamá y yo.

— ¡Marina!, ¡Marina! —dice mi mamá cuando quiere llamarme y nombra a mi hermana. Yo entiendo, porque ya sé que todas las mujeres de la familia somos muy parecidas. Palabra, papel. Palabra, papel.

Sonrisas. Tiempo. Otra vez, el juego de las sílabas juntas.

A veces, es incómodo el presente. Siento ganas de darme vuelta, ir allá, al lugar donde las palabras corren junto a las imágenes. Repetirlas, varias veces, varias veces, ordenarlas, que se guarden, de algún modo, más seguras.

La casa entera está rotulada. Sofía gatea por el comedor como si fuera una pista de flores.

— ¿Quieres una chocolatada? —, le pregunto. Así, sin titubear, de un tirón, sintiendo la palabra entera dentro de mi boca. Leo, en el papel pegado en la alacena, junto a un pequeño tarro con polvo: «ochatadocla». Aspiro.

Aspiro, otra vez. ¡Qué bien huele! «Ochatadocla», juego, liberándome. Da lo mismo. Repetirla, varias veces, varias veces, ordenarla, que se guarde, de algún modo, más segura. Sofía mira su vaso rosa, sonríe y asiente la propuesta de su abuela. Reconoce las imágenes. Mientras ella aprende el nombre de las cosas, yo cruzo el puente, nombrándolas por primera vez.

“VOY”

Desde que he vuelto a la Argentina paso más días junto a mi padre. Quizá porque tengo la edad en la que puedo ver cómo las cosas ya no pasan de largo.

Miré mi reloj. Las tres de la tarde de un día domingo. El viejo Raulcho estaba apoltronado en su  sillón.

Ya había terminado de almorzar. Se apegaba, rigurosamente, a una rutina de hábitos mansos. La mano derecha levemente posada sobre su bastón. La otra, acariciando la barba abundante.

Pensativo, frente a la ventana del comedor. Vaya a saber a dónde lo estaban llevando sus ojos.

Siempre fue un hombre fuerte, con un carácter que mostraba un estado de resistencia a toda ayuda que pudiera recibir de nosotros. Yo puedo solo. No se preocupen, estoy bien. Ya pasó. Fue solo un pequeño tropiezo.

Eran frases que robustecían esa inmunidad imaginada.

Quería hacerle un regalo especial ese domingo. Un algo inolvidable.

—Raulcho, vamos —le dije. Hoy será un domingo distinto. 

El viejo giró la cabeza hacia la puerta sobre la cual yo estaba apoyado.

Hizo un gesto de fastidio. Tengo un padre caprichoso. Esa vez no iba a permitirle que ganara.  Insistí. Me complació, más por cansancio, que gratitud.

Cuando llegamos a la cancha, ocupamos los asientos de las primeras gradas. No había mucha gente. Había silencio. No era un silencio triste.

Se trataba de una ingravidez contagiosa que nos poseía a todos. Excepto a ellos: los del campo de juego.

Junto a nosotros pasó un niño vendiendo caramelos. —De frutilla —le gruñó Raulcho, al tiempo que le acariciaba la cabeza. Buscó las monedas en su bolsillo y se las puso con precisión sobre la mano extendida del muchacho.

El puño travieso las desparramó en el piso. En el silencio, el tintineo del metal nos hizo ganar algunas miradas indiscretas. Con furiosa rapidez, el muchacho las recogió. Su cara sonrojada desapareció al tiempo que las voces indicaban el comienzo del partido.

Ahí estaban. Entrando al campo de juego. Un partido amistoso con un rival que iba a costarles.

Las dos hileras de los diez jugadores. Los cubreojos y las vinchas protectoras. Las camisetas de color verde y celeste y blanco y los pechos prietos de manos patriotas.

Entonamos los himnos. Fue emocionante. Escuchar el silencio sabio del esfuerzo invidente. La ofensiva a la exclusión, a la discriminación y a la violencia. Un escalofrío que nacía en el ombligo y se expandía por toda la piel.

Solo el silencio y los ruidos dirigidos.

Los llamadores ubicados detrás de los arcos y las indicaciones orientativas de los directores  técnicos. La pelota sonora a la que le pesaba la emoción.

La pelota sonora en juego. Las únicas voces en medio de la cancha: “Voy”, “voy”. La pelota sonora en el campo de juego que iba y que venía junto a la flexión simétrica de las piernas.

Los torsos esbeltos a los que no parecía molestarles la humedad. Una trayectoria de cascabeles recorriendo un laberinto dibujado por los ojos del alma. Las miradas hechas de oídos.

“Voy”. La patada certera. El tercio defensivo del arquero local invadido.

“Voy”. “Gol”. Goooool, estalló la voz visitante. Y el corto festejo que se volvía silencio otra vez.

La estructura defensiva del equipo visitante impenetrable. El sudor que humedecía los ánimos. El  silencio que se hacía más largo con las pausas.

“Voy”. Cascabeles. “Voy”. El acercamiento entre jugadores. El susto de un golpe. Pausa. Ruidos orientativos.

La pelota sonora en juego. “Voy”. La trayectoria ofensiva del equipo visitante. (La cancha parecía llena de camisetas verdes. ¡Vamos Murciélagos, vamos! ¡A ganar! ¡No!, ¡no!. Intuí la jugada del adversario. ¡Ay!). “Voy”, “voy”, “voy”. Otra vez la patada certera.

El tercio defensivo del arquero local... Apreté los párpados. Una mímica inútil en un mundo donde todo se puede ver a través de los oídos. “Gol”.

Gooool, gritaron las voces verdes. Final del partido. Festejos sonoros. El abrazo fraterno de los equipos. El último caramelo de frutilla que trituraron mis dientes.

—Perdimos por 2 a 0, mierda —dije.

Mi padre rió, me dio un golpe con su bastón blanco en la rodilla y susurró unas palabras inolvidables: —En estos partidos, Raúl, no pierde nadie. Todos gozamos del milagro de poder jugar.

Biografía

Nació en Jujuy en 1972. Estudió Derecho en la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino, en la provincia de Tucumán, donde se graduó. Ejerce su profesión en Santiago del Estero. Sus microrrelatos aparecen recogidos en la antología Velas al viento, en España.

Sus cuentos han sido premiados en certámenes literarios regionales.

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