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EL LIBERAL . Viceversa

El regalo

J ohana sabía muy bien que no de­bía haber nacido así. No, no fue un error. Su madre la buscó con empeño durante un tiempo, pero ella no debía nacer así.

Su madre había soñado con una Jo­hana esbelta, bailarina clásica y pálida. Pero no, esos labios gruesos, ese cabe­llo rizado y la piel brillante no encaja­ban en esos sueños.

Cuando ya fue mayorcita le había contado que se acostó con todo hom­bre gringo con el que pudo, los patro­nes, los hijos de los patrones, algunos empleados públicos y todo aquel que estaba a su alcance. Es que había visto tantas fotos de bebes blanquitos en pa­ñales, tantas niñas rubias en publici­dades de jabón, tantas jóvenes blancas estudiando y trabajando dignamente. Ella solo quería soñar con una vida pa­ra su hija, una vida sin la misma oscuri­dad que ella había experimentado. ¿Pe­ro qué podía hacer Johana con años de genética, con una fuerte carga de ébano en sus venas, con esa piel rebelde y esos labios grandes, con ese cuerpo contor­neado y firme? Tanta belleza olvidada.

La vio llorar cuando se le burlaban en la escuela, la vio llorar cuando to­das sus compañeras se fueron a estu­diar y ella empezó a trabajar en un bar. Johana no se atrevía a contarle que so­ñaba con ser maestra jardinera porque la mácula de cuidar niños ajenos no de­bía nombrarse. Trabajaba y vivía en si­lencio, llevando el peso de su piel como un estigma, como plomo cubriéndola y dejándola encerrada y sin oxígeno. ¡Ay si pudiera volver al útero y elegir los ge­nes correctos, Johana lo habría hecho!

Toda la semana había pensado un regalo para su madre, veía muchos es­tantes y sugerencias, preguntó a sus tías y a sus amigas, sin embargo, ella sabía bien lo que su madre quería, lo que siempre había querido.

La primera víctima fue una cajera del súper donde compró pan para lle­var a casa, le gustaron sus manos blan­cas y pequeñas. La esperó en la parada del colectivo, camuflada entre los árbo­les y la noche, cuando estuvieron so­las, la golpeó muy fuerte en la cabeza y la arrastró. La mujer era pequeña y fue fácil.

La segunda, de quien obtuvo las piernas, blancas y largas, fue una mu­jer que almorzó en el bar. Había entra­do cuando Johana empezaba a cerrar, ofreció servirle igual, la mujer prome­tió no demorar, pero nunca salió de allí.

El torso y los brazos los obtuvo de una vecina que estudiaba danzas clá­sicas. La vigiló por días, hasta que pu­do invitarla a tomar algo. La arrastró a su habitación, la asfixió con sus propias manos y comenzó a trabajar con la sie­rra de carpintería que había compra­do especialmente para fabricar el rega­lo de mamá. En los estantes tenía todo lo que necesitaba. Solo faltaba una co­sa más.

La última sería ella, la hija menor del patrón, tenían casi la misma edad, incluso podrían ser hermanas. Su ma­dre había hablado, todos estos años, de esa niña blanca. La había criado, la ha­bía visto nacer y amaba su cabello largo y rubio, su nariz fina y sus ojos grises. Su rostro era, sin dudas, angelical, era perfecto para terminar el regalo. Con ella no debió esforzarse para nada, se conocían, vendría sola a visitar a su ma­dre aquella noche.

El bisturí y la sierra fueron muy útiles, la sangre la limpiaría después. El cuarto lleno de manchas que os­curecían el empapelado amarillo con flores blancas, las sábanas y las cor­tinas salpicadas de sangre parecían un extraño taller de artesanías. En el rincón un hacha, una sierra, varias navajas y en la cómoda junto al espejo otros objetos útiles para la fabri­cación del regalo.

La mañana del domingo, le llevó el desayuno a la ca­ma. Y le pidió que al terminar se acer­cara a la sala para ver su regalo.

Sobre el sillón princi­pal, una especie de muñeca mal cosida, cubierta con un ves­tido blanco salpicado de sangre, espe­raba a mamá. El rostro casi azul y las manos tiesas en una posición de abra­zo. Llevaba un collar de perlas y un sombrero haciendo juego. La boca en­treabierta parecía querer gritar, pero no podría, porque en esa casa, nadie podía gritar.

La madre estalló en lágrimas, cami­nó despacio hasta el sillón que también había sido de su madre y de su abuela. Se puso de rodillas, dándole la espalda a Johana que miraba con satisfacción, abrazó a la muñeca blanca y le dijo: - al fin te tengo, hija mía.


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