Habitaré para siempre en medio de los israelitas Habitaré para siempre en medio de los israelitas
En aquel tiempo, Jesús habló
a la gente y a sus discípulos,
diciendo: “En la cátedra de
Moisés se han sentado los escribas
y los fariseos: haced y
cumplid lo que os digan; pero
no hagáis lo que ellos hacen,
porque ellos no hacen lo
que dicen. Ellos lían fardos pesados
e insoportables y se los
cargan a la gente en los hombros,
pero ellos no están dispuestos
a mover un dedo para
empujar. Todo lo que hacen
es para que los vea la gente:
alargan las filacterias y ensanchan
las franjas del manto; les
gustan los primeros puestos
en los banquetes y los asientos
de honor en las sinagogas;
que les hagan reverencias por
la calle y que la gente los llame
maestros.
Vosotros, en cambio, no os
dejéis llamar maestro, porque
uno solo es vuestro maestro,
y todos vosotros sois hermanos.
Y no llaméis padre vuestro
a nadie en la tierra, porque
uno solo es vuestro Padre,
el del cielo. No os dejéis llamar
consejeros, porque uno solo
es vuestro consejero, Cristo.
El primero entre vosotros
será vuestro servidor. El que
se enaltece será humillado, y
el que se humilla será enaltecido”.
Comentario
Durante estas últimas semanas
venimos escuchando al
profeta Ezequiel. Sus relatos,
en forma de visiones, tienen
por centro el templo de Jerusalén,
lugar por excelencia, según
las creencias de su tiempo,
de la presencia de Dios: La gloria
de Dios, en expresión suya.
Ezequiel recibió del Señor
la misión de consolar al pueblo
cautivo en Babilonia, prometiéndoles
un porvenir mejor,
de prever el fin del destierro. Y
como hemos leído hoy, Dios le
comunicó la gran promesa: habitaré
para siempre en medio
de los israelitas. Promesa que
Dios cumplirá en la persona de
su Hijo. Jesús es el “Dios con
nosotros”. Es “el sol que nace
de lo alto”, es la gloria de Dios
que entra en el templo “por la
puerta oriental”. él nos hizo la
misma promesa que Yahvé hizo
a los israelitas, “yo estaré con
vosotros todos los días hasta
el fin del mundo”.
Cristo, en quien creemos y
a quien seguimos, es el nuevo
Templo, donde habita la Gloria
de Dios. Cada día viene a nosotros
en la Eucaristía y nos da la
oportunidad de recibirlo en la
Palabra y en su Cuerpo y Sangre,
como alimento para una
vida nueva.
Israel recibió el anuncio del
fin del exilio y la reconstrucción
del templo, sin hacer nada de
su parte. Igual nosotros, sea
cual sea la situación en que nos
encontremos, personal o comunitaria,
tenemos que confiar
siempre en que, al menos por
parte de Dios, la historia puede
recomenzar cada vez.
Jesús es duro al criticar la
hipocresía de los fariseos y los
maestros de la ley, que cuidan
más las apariencias que el ser
y que todo lo hacen para ser
honrados y aplaudidos.
Jesús advierte a sus discípulos,
y nos advierte a nosotros,
para que no caigamos en
la misma tentación de vivir una
doble vida. Jesús quiere que
sus seguidores sean auténticos,
que sus palabras estén
avaladas con su vida. El mundo
necesita testigos, no maestros,
como decía el Beato Pablo
VI: “el hombre contemporáneo
escucha más a gusto a
los que dan testimonio que a
los que enseñan”. Y no nos engañemos,
la gente tiene un “olfato
muy fino”, aunque no sean
creyentes, distinguen muy bien
cuando se habla de teoría y
cuando se habla desde la experiencia
de vida.
Jesús, en el evangelio de
hoy, nos enseña el camino a
seguir para ser verdaderos
discípulos suyos. Su lógica es
totalmente opuesta a la de los
fariseos. Para Jesús la verdadera
grandeza en la comunidad
cristiana consiste en ser
pequeño.